Un solo día de vacaciones.

Sombra. Fuente: "Mi sombra" de Luis Pabón.

Amanece. El sol despierta en el horizonte y me estiro todo lo largo que soy para contemplar el cielo azul cobrizo que desempereza los últimos vestigios remolones de la luna cuyo brillo menguante contuvo mi existencia. El movimiento acompasado de mis piernas se pliega y repliega en un vaivén ondulante perfectamente acomodado a la orografía del terreno. Un giro inesperado me constriñe y me vuelve contra el suelo; por momentos todo se convierte en oscuridad hasta que retorno a mi camino con lo que parece ser una suerte de interminable bártulo de tela que llevo de la mano sin que apenas perciba su peso, como si de un apéndice se tratase. La caminata por el campo es agradable, los tallos de las flores y las hierbas atraviesan mi cuerpo, inseparable de la tierra, que se amolda a cada piedra, a cada oquedad del sendero. El verde de las copas de los árboles se oscurece al entremezclarse con los rayos de luz que me hacen invisible y nublan mi mente impidiéndome disfrutar del paisaje. Contemplo las nubes con gran nitidez, pero al instante pierdo la visión y me difumino sobre el suelo, aunque inesperadamente vuelvo a recuperarla. Es un parpadeo prolongado, pausado, arrítmico, que no inquieta cuando uno se acostumbra a él porque te asombra con cada nueva visión que te ofrece. No percibo olores, a pesar de las numerosas plantas que me rodean, todo está en silencio, incluso con los pájaros sobrevolándome, y una tenue neblina destila mi visión empequeñeciendo todo lo que percibo progresivamente. Me siento apretujado, comprimido, asfixiado dentro de mí. La luz parece haberse enconado conmigo y casi me ha hecho desaparecer. Necesito descansar, no tengo hambre ni sed a pesar del esfuerzo; no creo que pudiese tragar nada, pero tampoco me encuentro saciado. Reanudo la marcha en cuanto comienzo a recuperarme de esta angustia que me embarga y disfruto nuevamente de la naturaleza por la que me deslizo. Cada paso me estira un poco más y noto cómo me separo de mis pies, cómo mi cabeza se desenreda y contemplo el mundo con una libertad que nunca antes había sentido, al tiempo que el azul se convierte lentamente en rojo. Siento que me alejo, siento que me acerco al horizonte, pero no aquel por donde el sol comienza a ponerse, sino lejos de él, huyendo de una luz cada vez más débil que se apaga dando paso a la noche. Desaparezco.   




Rubén Cabecera Soriano

Mérida a 18 de octubre de 2013.

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