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Nepotismo ilustrado. Foto: Anais Gómez-C. |
domingo, 24 de noviembre de 2013
Nepotismo ilustrado.
“… y
Pisístrato legó el gobierno de Atenas a sus hijos Hipias e Hiparco que
ejercieron su tiranía sin honrar los logros de su padre.” La lectura se detuvo en ese punto. Todos sonreían
sin saber muy bien por qué. Era la risa nerviosa de aquel que sabe que ha
obrado mal, pero es consciente de que no recibirá castigo alguno porque actúa
con la impunidad que le ofrece la designación por herencia, por amistad, por
interés o por filiación sin que medien en la elección los méritos propios, existentes
o inventados. Era la risa del inútil presidente, del malogrado consejero, del
estúpido asesor y del inservible directivo, era la risa de todos los que habían
logrado alcanzar un puesto de alta responsabilidad –y remuneración- por mor de
su apellido o el de alguien cercano que le había promocionado para obtener
futuras y oscuras contraprestaciones o para responder a antiguos y turbios
favores. Y él como ellos, como los demás, era perfectamente consciente –hasta
donde su capacidad intelectual le permitía- de esa realidad, de ahí su risa
nerviosa al oír esas palabras cuyo origen desconocía, pero cuyo significado
comprendió al instante al igual que sus compañeros, todos ellos cortados por
idéntico patrón. La mayoría había recibido una educación privilegiada, -otros no consiguieron alcanzar con sus propias
cualidades la formación más básica- lo
cual, en cierto modo, les hacía cómplices de la falsa meritocracia con la que el gobierno defendía y justificaba la mayor
parte de las designaciones de confianza o respondía ante las acusaciones
vertidas contra antiguos miembros del gabinete que pasaban a engrosar las
listas de nominados por las grandes multinacionales. La realidad era que esos
nombramientos se producían entre un exclusivo grupo de personas que siempre
pertenecían a los núcleos de poder, que siempre se designaban entre los hijos y
amigos de quienes siempre lo ejercían, provocando una eterna cadena que puntual
y esporádicamente se rompía gracias a la actitud revolucionaria de unos pocos,
extremadamente cansados de ver repetidamente la misma actitud por parte de
quienes ostentaban la representatividad del pueblo para gobernar en su nombre,
pero que se desviaban progresiva y sistemáticamente de esa su única misión,
gobernar al pueblo con el pueblo.
El curso, que se organizaba desde el Ministerio de Presidencia
anualmente, pretendía enseñar cómo superar ese hipotético sentimiento de culpa
a los que pasarían a ocupar –algunos de ellos ya los ocupaban- los puestos que
ahora detentaban sus familiares o amigos. Las clases comenzaban precisamente
buscando provocar esas sensaciones para que todos pudiesen reconocer ese
sentimiento. Posteriormente se enseñaban técnicas de carácter psicológico para superar
esas emociones al tiempo que introducían elementos de mejora de la autoestima.
Lo más duro para muchos de ellos eran las sesiones de insultos en las que se
enfrentaban en solitario a un nutrido grupo de desconocidos que tenían toda la
información relevante del alumno y que tenían que reprocharle con vehemencia y
recurriendo a cualquier tipo de descalificación y vejación no física los logros
que había alcanzado. Los alumnos debían mostrarse impasibles y siempre
sonrientes. La realidad demostraba que una vez superada esta prueba –que para
algunos alumnos, los más caradura, apenas suponía esfuerzo- ya nada se
interponía entre ellos y las cotas más altas de poder que les ofrecía
posiciones de verdadero privilegio para amasar ingentes cantidades de dinero
con las que asegurarse su jubilación y la de sus hijos, nietos y demás
familiares si se producían las “indeseables
circunstancias revolucionarias” que podrían alterar el equilibrio social, a
veces difícil de controlar, en el que debían moverse a diario.
Resultaban también muy interesantes las clases de “tráfico de influencia”
agrupadas bajo el epígrafe de “designaciones
de confianza” en las que se les hacía ver que la elección del candidato más
adecuado debía hacerse atendiendo al nivel de confianza que ofrecía el mismo,
pero especialmente cuando se hubiese hecho uso –preferiblemente abuso- previo
de una posición de poder para resolver, ayudar o privilegiar algún asunto de
alguien cercano, de modo que finalmente esa confianza estuviese basada en el
miedo a la revelación, mas que a los verdaderos méritos que en una sociedad
darwinista debían fundamentar el ascenso jerárquico de cualquier miembro. Se
proponía a los alumnos casos prácticos en los que debían solicitar favores para
establecer ese vínculo, a veces temerario, que se demostraba siempre producente
y que concluía sistemáticamente invirtiéndose –aunque nunca se terminaba de
equilibrar- según las estadísticas que manejaba el Ministerio. Se insistía en
la fuerza y peligrosidad de ese vínculo y en su control porque era una de las
circunstancias que podría llegar a provocar la caída de una “familia de poder”, que era como se
designaban los arboles genealógicos que habían conseguido perpetuar su
influencia, con todas sus ramificaciones, en más de una generación.
El curso incluía prácticas muy bien remuneradas en empresas de carácter
internacional que les permitía ejercer todo lo aprendido, además de
relacionarse con altas esferas de poder con el ánimo de abrir nuevas
potenciales ramificaciones para sus “familias”.
Estas prácticas podían ser convalidadas si el alumno ya había sido designado
con antelación al desarrollo del curso para algún “puesto de responsabilidad” –que era el eufemismo tras el que
escondían la libre designación o la creación de un puesto específico para
alguien concreto-
Todos ellos se convertirían gracias a los meses de preparación intensiva
en auténticos profesionales de las relaciones, de los contactos, “contactistas” como ellos se
autodenominaban y sabían perfectamente que esa sería su profesión en adelante,
la suya y la de los suyos.
Rubén Cabecera Soriano
Mérida a 24 de noviembre de 2013.
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Política y sociedad.