Nepotismo ilustrado.

Nepotismo ilustrado. Foto: Anais Gómez-C.

“… y Pisístrato legó el gobierno de Atenas a sus hijos Hipias e Hiparco que ejercieron su tiranía sin honrar los logros de su padre.” La lectura se detuvo en ese punto. Todos sonreían sin saber muy bien por qué. Era la risa nerviosa de aquel que sabe que ha obrado mal, pero es consciente de que no recibirá castigo alguno porque actúa con la impunidad que le ofrece la designación por herencia, por amistad, por interés o por filiación sin que medien en la elección los méritos propios, existentes o inventados. Era la risa del inútil presidente, del malogrado consejero, del estúpido asesor y del inservible directivo, era la risa de todos los que habían logrado alcanzar un puesto de alta responsabilidad –y remuneración- por mor de su apellido o el de alguien cercano que le había promocionado para obtener futuras y oscuras contraprestaciones o para responder a antiguos y turbios favores. Y él como ellos, como los demás, era perfectamente consciente –hasta donde su capacidad intelectual le permitía- de esa realidad, de ahí su risa nerviosa al oír esas palabras cuyo origen desconocía, pero cuyo significado comprendió al instante al igual que sus compañeros, todos ellos cortados por idéntico patrón. La mayoría había recibido una educación privilegiada, -otros no consiguieron alcanzar con sus propias cualidades la formación más básica-  lo cual, en cierto modo, les hacía cómplices de la falsa meritocracia con la que el gobierno defendía y justificaba la mayor parte de las designaciones de confianza o respondía ante las acusaciones vertidas contra antiguos miembros del gabinete que pasaban a engrosar las listas de nominados por las grandes multinacionales. La realidad era que esos nombramientos se producían entre un exclusivo grupo de personas que siempre pertenecían a los núcleos de poder, que siempre se designaban entre los hijos y amigos de quienes siempre lo ejercían, provocando una eterna cadena que puntual y esporádicamente se rompía gracias a la actitud revolucionaria de unos pocos, extremadamente cansados de ver repetidamente la misma actitud por parte de quienes ostentaban la representatividad del pueblo para gobernar en su nombre, pero que se desviaban progresiva y sistemáticamente de esa su única misión, gobernar al pueblo con el pueblo.

El curso, que se organizaba desde el Ministerio de Presidencia anualmente, pretendía enseñar cómo superar ese hipotético sentimiento de culpa a los que pasarían a ocupar –algunos de ellos ya los ocupaban- los puestos que ahora detentaban sus familiares o amigos. Las clases comenzaban precisamente buscando provocar esas sensaciones para que todos pudiesen reconocer ese sentimiento. Posteriormente se enseñaban técnicas de carácter psicológico para superar esas emociones al tiempo que introducían elementos de mejora de la autoestima. Lo más duro para muchos de ellos eran las sesiones de insultos en las que se enfrentaban en solitario a un nutrido grupo de desconocidos que tenían toda la información relevante del alumno y que tenían que reprocharle con vehemencia y recurriendo a cualquier tipo de descalificación y vejación no física los logros que había alcanzado. Los alumnos debían mostrarse impasibles y siempre sonrientes. La realidad demostraba que una vez superada esta prueba –que para algunos alumnos, los más caradura, apenas suponía esfuerzo- ya nada se interponía entre ellos y las cotas más altas de poder que les ofrecía posiciones de verdadero privilegio para amasar ingentes cantidades de dinero con las que asegurarse su jubilación y la de sus hijos, nietos y demás familiares si se producían las “indeseables circunstancias revolucionarias” que podrían alterar el equilibrio social, a veces difícil de controlar, en el que debían moverse a diario.

Resultaban también muy interesantes las clases de “tráfico de influencia” agrupadas bajo el epígrafe de “designaciones de confianza” en las que se les hacía ver que la elección del candidato más adecuado debía hacerse atendiendo al nivel de confianza que ofrecía el mismo, pero especialmente cuando se hubiese hecho uso –preferiblemente abuso- previo de una posición de poder para resolver, ayudar o privilegiar algún asunto de alguien cercano, de modo que finalmente esa confianza estuviese basada en el miedo a la revelación, mas que a los verdaderos méritos que en una sociedad darwinista debían fundamentar el ascenso jerárquico de cualquier miembro. Se proponía a los alumnos casos prácticos en los que debían solicitar favores para establecer ese vínculo, a veces temerario, que se demostraba siempre producente y que concluía sistemáticamente invirtiéndose –aunque nunca se terminaba de equilibrar- según las estadísticas que manejaba el Ministerio. Se insistía en la fuerza y peligrosidad de ese vínculo y en su control porque era una de las circunstancias que podría llegar a provocar la caída de una “familia de poder”, que era como se designaban los arboles genealógicos que habían conseguido perpetuar su influencia, con todas sus ramificaciones, en más de una generación.

El curso incluía prácticas muy bien remuneradas en empresas de carácter internacional que les permitía ejercer todo lo aprendido, además de relacionarse con altas esferas de poder con el ánimo de abrir nuevas potenciales ramificaciones para sus “familias”. Estas prácticas podían ser convalidadas si el alumno ya había sido designado con antelación al desarrollo del curso para algún “puesto de responsabilidad” –que era el eufemismo tras el que escondían la libre designación o la creación de un puesto específico para alguien concreto-

Todos ellos se convertirían gracias a los meses de preparación intensiva en auténticos profesionales de las relaciones, de los contactos, “contactistas” como ellos se autodenominaban y sabían perfectamente que esa sería su profesión en adelante, la suya y la de los suyos.




Rubén Cabecera Soriano
Mérida a 24 de noviembre de 2013.

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