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Playa de Lampedusa. Fuente: Agencia EFE a través de www.lainformación.com |
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Playa de Lampedusa. Fuente: www.lasicilia.es |
La noche apenas deja ver los rostros negros de los numerosos pasajeros
que ocupan hacinados los escasos centímetros de las cuatro tablas apenas
flotantes que el patrón del barco, inexperto como todos ellos, procura gobernar.
Los labios resecos por la travesía de más de una semana bajo los últimos rayos
del sol del verano que aseguraba un tiempo calmo se tornaron, sin embargo,
tormentosos una noche aciaga en la que demasiados cadáveres fueron entregados
en el mar. Algunos engullidos por el azaroso e imperturbable oleaje, otros
sencillamente fueron lanzados por los que habían sido sus compañeros, ya que no
pudieron resistir el maltrato al que les sometió el hambre y la sed. La miseria
no distingue edades ni sexos y fueron arrojados niños y madres ante el llanto
de madres y niños, aunque también hubo hombres que fallecieron por la escasez
de alimentos y agua, que recibieron el mismo trato aprovechando la oscuridad de
la noche en la que los supervivientes parecían sentirse menos culpables por
deshacerse de los despojos putrefactos a los que había abandonado la vida.
Les prometieron una travesía corta y les obligaron a llevar una única
bolsa con sus más valiosas pertenencias que les fue sustraída nada más subir al
cayuco como última entrega para poder embarcar. Apenas unas mantas que algunos
escondieron sirvieron para que el frío de la noche no matase tanto como debiera;
también ayudó al inicio de la travesía el calor de la muchedumbre humana que evitó
que las gaviotas obtuviesen mayor festín. Les costó una vida obtener el pasaje,
literalmente: unas se prostituyeron, otros vendieron a sus hijos o alguno de
sus órganos, o cedieron sus escasas posesiones, o llevaban un código tatuado por
el que se entregaban a alguien, seguramente un blanco que trataba esclavos para
ganarse la vida; la mayoría se quedó sin nada para poder subir a una barcaza
mortal que les llevaría a un mundo mejor, a una tierra prometida, al tiempo que
desconocida, en la que todos habían depositado sus esperanzas, pero que debía
cobrarse un alto precio para permitirles traspasar la frontera que separa el
primero de los mundos del tercero del que provenían. Desconocían que en ese
primer mundo, que para muchos se convertiría en su cementerio, se les
despreciaba, se les repudiaba, con suerte, sentirían pena por ellos, al menos
el tiempo que duraba la noticia en el medio de comunicación de turno para que
quedase cubierta la dosis diaria recomendable de aflicción y compasión que se
necesita para poder vivir con la conciencia tranquila entre los elegidos del
enriquecido occidente. “Mirar a otro lado”,
esa es la consigna que nos permite sobrevivir cuando todos conocemos la
desdicha que sufren aquellos que miserablemente se arrastran a nuestros pies
por un mendrugo de pan y unas gotas de agua, cuando huesos recubiertos de
pellejos que a duras penas pueden caminar ansían con toda su alma poder
alcanzar una tierra en la que la comida y el agua crece espontáneamente en las
estanterías de los establecimientos y solo hay que pasearse por sus pasillos
para recogerla a cambio de unos malditos billetes que provocan una terrible
enfermedad de la que no nos queremos curar, la codicia.
El día amanece soleado en la barca y nuevos cadáveres acompañan al
pasaje. Los vivos entrevén a lo lejos lo que parece ser una playa, está formada
por la misma arena que ensuciaba sus pies y que abandonaron hace unos días, sin
embargo ayer aquí había sombrillas y gente tumbada al sol y allí solo miseria y
pobreza. Nadie tiene fuerzas para hablar, aunque todos ya han visto la tierra, pero
será la marea y las corrientes las que decidan si les permiten llegar a la
orilla o el mar terminará por engullir a los pocos que han sobrevivido, puesto
que los barcos que han intuido semejante embarcación han seguido la consigna
citada y grabada a fuego en nuestras mentes “mirar a otro lado”. Cuando finalmente encalla, ¡oh, loados dioses del mar!, los maderos crujen y algunos se
deshacen, nadie se mueve, nadie tiene fuerzas para salir de la maldita prisión
en que fueron encerrados y tuvieron que soportar torturas inimaginables. Las
cabezas desplomadas, los cuellos retorcidos, la respiración apenas perceptible
de los afortunados que han sobrevivido al éxodo, desconocen que esa fortuna no
es tal; tanto da, comprenderán más tarde, que hubiesen fallecidos como sus
otros compañeros, como aquellos que ahora cubren la arena de la playa tapados
por mantas, donde ayer jugaban unos niños con una pelota roja.
Rubén Cabecera Soriano
Mérida a 5 de octubre de 2013.