Un muerto, dos muertos, tres muertos…

Fotografía de Manu Brabo. Siria. http://www.manubrabo.com/


La tierra estaba encharcada en sangre. Debía de haber veinte o veinticinco cadáveres, entre niños, mujeres y hombres, algunos con los rostros y miembros deformados en un espantoso rígor mortis que descubría su último dolor, otros sin embargo parecían incluso felices, casi sonrientes, tranquilos, con una paz que difícilmente se alcanza a comprender para quien pierde la vida asesinado. Tal vez no fueron conscientes a pesar de que la muerte les robó el tiempo que les quedaba, ahora ya era demasiado tarde.

Se veían miembros destrozados, cuerpos descuartizados por el efecto de la metralla, incluso alguno decapitado. Todos se encontraban semienterrados en una fosa arañada al suelo con varias sacas de cal resguardadas con plásticos negros en la cuneta. Los habían arrojado allí, cayeron de cualquier forma, contorsionados, dibujando figuras imposibles en el mundo de los vivos. Ni tan siquiera les cubrieron el rostro con una mísera mortaja, ni se molestaron en cerrarles los ojos. La cabeza inerme de un niño sobresalía entre los cuerpos yacentes, te miraba, te miraba a ti, allá donde te movieses, parecía pedir auxilio, como si aún conservase un hilillo de vida a la que se aferraba con escasa convicción. Otro niño, de pie, vivo, al borde de la cárcava contaba los muertos; movía sus deditos, los abría y cerraba en un recuento constante que comenzaba una y otra vez puesto que la maraña de troncos, piernas, brazos y cabezas le dificultaba la labor encomendada por un inhumano desalmado que había participado en la matanza y que se carcajeaba, cigarro en mano y fusil al hombro, cada vez que el pequeño reiniciaba la cuenta, “un muerto, dos muertos, tres muertos, …”. 

Un soldado carroñeaba entre los cadáveres en busca de algo de valor, especialmente oro. Les registraba los bolsillos, les quitaba los zapatos, les abría la boca y comprobaba si entre aquellos desdichados alguno tenía dientes de oro que arrancaba sin más contemplaciones con un alicate de alambres que manejaba con soltura por la experiencia adquirida de ocasiones anteriores. No reparaba en patear cabezas, piernas o brazos, oyéndose el quebranto de los huesos al ser pisoteados por sus botas militares para llegar allá donde la intuición le decía que podría encontrar algo.

La arena robada a la tierra reposaba serena, aunque cautelosa, a la espera de volver a ser removida para enterrar los cuerpos. La tierra amarilla, sedienta, se empapaba y coloreaba de rojo cuando algunas gotas de lluvia que comenzaron a caer diluyeron parte de la sangre derramada ya reseca. Unos cuantos hombres encadenados por los pies recogían del suelo las palas que hacía no demasiado habían utilizado para herir la tierra con ese profundo surco que sería la tumba de sus familiares, de sus amigos, tal vez de ellos mismos en breve. Les habían obligado a tirar los muertos al foso intimidados por los soldados armados. La negativa de uno provocaba un disparo seco, aislado, retumbante en el silencio jadeante del esfuerzo de los presos, que suponía la muerte de otro al que inmediatamente se empujaba con una patada despectiva que incrementaba en uno el número de cadáveres de esa tumba colectiva. Algunos lloraban y gimoteaban silenciosamente mientras, sudorosos, se esforzaban, palada tras palada, en enterrarlos, ya encalados, lo más rápidamente posible para olvidar sus rostros y darles descanso, pues aquello no podía llamarse sepultura.

Había sido bombardeada una pequeña ciudad cercana. Muchos huyeron en cuanto comenzaron a oír los aviones sobrevolando el cielo y tomaron la única carretera que les permitía salir de la prisión de fuego y metralla en que se iba a convertir su vecindario. La bombas hacían retumbar el suelo y algunos caían de rodillas con los temblores, pero se levantaban rápidamente para proseguir la huida. El piloto de un avión decidió ametrallar a un pequeño grupo que aún no se había alejado lo suficiente. Una ráfaga bastó para destrozarles. El impacto de las balas en la carne producía un sonoro repique que silenciaba todo lo demás. Cayeron uno tras otros sobre el camino, rápidamente, sin un último suspiro, sin un grito de dolor, apenas un jadeo al sentir en sus entrañas los proyectiles.

Las tanquetas se acercaron al pueblo a rematar el trabajo realizado por los aviones. Procuraron rodear el grupo de cadáveres que les recibía antes de internarse en la ciudad, aunque algunos cuerpos fueron aplastados por las pesadas cadenas de los vehículos que proseguían impasibles su camino. Tras unos instantes de silencio comenzaron a oírse ráfagas de disparos, explosiones y, en la lejanía, gritos de dolor o de miedo. El silencio volvió a apoderarse de la ciudad. Los soldados triunfantes regresaban con sus presos utilizando el mismo camino de acceso por el que horas antes se habían internado. Sus caras reflejaban la satisfacción de la victoria, la victoria de seguir vivos.

Algunas fotos de la matanza se filtraron a la prensa internacional que las incluyeron en las páginas internas de sus rotativos con referencias al conflicto que se prolongaba ya por más de dos años. Eran demasiadas muertes desde hacía demasiado tiempo como para cubrir con nuevas espantosas imágenes otra portada más. Ya no importaba, no era noticia de primera plana, ¿si al menos se hubiesen utilizado armas químicas en el ataque? No fue el caso, tan solo suponía un ataque más con una estimación de muertos hecha por algún soldado sentado en un despacho a cientos de kilómetros de la batalla y que solo constituían números que engrosaban las listas de fallecidos sin nombre para las estadísticas de las organizaciones internacionales. Una muerte más, o dos, o tres, o miles, no parecía importarle a nadie, tanto daba que fuesen niños, mujeres u hombres, solo eran números por los que nadie derramaba una sola lágrima.




Rubén Cabecera Soriano

Mérida a 14 de septiembre de 2013.

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