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Fotografía de
emigrantes en los años cincuenta. Fuente desconocida.
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Amanece. El frío aterida el pequeño cuerpo del niño y también el de sus
padres. Las mangas desgastadas de la chaqueta le cubren las manos al tiempo que
mueve sus deditos para procurarse algo de calor. El sueño le delata con un
bostezo breve. Casi no han descansado desde que abandonaron hace un par de días
la casa de la que acababan de ser desahuciados. La madre carga un pequeño
hatillo de tela con algo de comida, lo poco que pudieron recabar antes de
marcharse, el padre acarrea un maleta pesada con los enseres y la ropa que
conservaron y lleva a los hombros una mochila, la que usaba su hijo para ir al
colegio hasta que tuvieron que sacarlo porque no podían hacer frente al
desembolso de la prestación mensual que le requerían. La educación era
universal previo pago. Los comedores sociales dejaron de facilitarles alimento
porque solo tenían derecho a él durante tres meses y aún así consiguieron aguantar
algo más gracias a que el padre y la madre alternaban la asistencia aunque eso
supusiese una ración menor. Sin embargo, el detonante para tomar la decisión de
marchar, de huir, fue perder la casa. Era la hipoteca de una vivienda social,
pero el subsidio fue suprimido por el gobierno y la gestión pasó de manos de
los servicios sociales a una empresa pública que subcontrataba el trabajo a una
filial de un banco que sencillamente se limitaba a seguir de forma inclemente
el procedimiento que se estableció por mandato gubernamental a través de un
Real Decreto. De poco sirvieron las noticias que consiguieron que se publicasen
en los medios de comunicación, se trataba de algo demasiado habitual, algo a lo
que la opinión pública se había acostumbrado y que ya no removía consciencias
más allá de la impresión de tristeza que quedaba tras recibir la información,
pero que inmediatamente se olvidaba cuando se retornaba a la dura realidad.
Anduvieron durante todo el día hasta llegar a la capital, estaba solo a
unos kilómetros, pero tenían que ahorrar cuanto pudiesen para poder emigrar a
otro lugar, de forma que evitaron coger cualquiera de los medios de transporte
privatizados que, utilizando las infraestructuras que todos durante mucho
tiempo pagamos, el gobierno había otorgado mediante concesiones a empresas
privadas ofreciendo como contraprestación la conservación de esos
medios. El pequeño apenas se sostenía y decidieron ocupar un banco de un parque
al abrigo de una arboleda para pasar la noche. El padre y la madre se
acurrucaron sentándose uno al lado del otro, el pequeño se recostó sobre sus
regazos y concilió el sueño al instante, los padres tenían sus manos sobre el
niño para abrigarle escasamente. Los tiritones se sucedían acompasadamente
hasta que aplacaron a duras penas el frío. La madre recostó su cabeza sobre el
hombro del padre y este a su vez se apoyó sobre ella, pero no cerró los ojos,
no fue capaz.
Ahora esperan juntos en la estación a que llegue el autobús que les
trasladará fuera. Lejos del país que les ha abandonado, el país que ya no les
quiere por ser pobres, por no tener trabajo a pesar de haber hecho todo lo que
es sus manos estaba para poder conservarlo asumiendo bajadas de sueldo e
incrementos de jornadas, el país que se quiere desprender de ellos porque prefiere
ayudar a quienes más tienen sin reparar que son la gente como ellos quienes
consiguen que la nación avance día tras día. Un país que les echa sin más, sin
pararse a pensar lo que ellos han hecho por mejorarlo, que sabe que cuando
necesite nuevamente a esta pobre gente, regresarán, ellos u otros como ellos,
sin que les importe a los gobernantes los nombres y apellidos de lo que
marcharon o de los que volverán, resignados y casi agradecidos por poder
retornar a una casa de la que tuvieron que huir para procurarse un futuro menos
indigno del que sabían les esperaba aquí.
Las puertas del autobús han abierto, el padre deja en el maletero del
vehículo las bolsas, la mujer conserva el hatillo. La discusión con el
taquillero para la compra de los billetes no ha sido acalorada, finalmente han
tenido que acceder y comprar tres a pesar de que le aseguraron que el niño iría
sobre ellos, pero ya no tienen fuerzas para pelear, están resignados. Toman sus
asientos, son los tres únicos ocupados, aunque según se acerquen a su destino
se irá llenando cada vez más, hasta no dejar una sola plaza libre. El padre va
solo, la madre y el niño juntos. Les separa el estrecho pasillo central. El
niño cierra los ojos nada más sentarse y se recuesta contra el cristal, la
madre le acaricia el pelo y le coloca un jersey a modo de almohada. El padre
extiende su mano hasta alcanzar el hombro de la madre, busca el contacto de su
mujer, busca su consuelo, es lo único que le queda, está convencido de que ha
defraudado a su familia y desconoce el futuro que les espera, pero sabe que no
está aquí, en su país.
Rubén Cabecera Soriano
Mérida a 21 de septiembre de 2013.