La mañana era muy fría como venía ocurriendo en las últimas semanas.
Este invierno no daría tregua. Salir de la cama suponía un gran esfuerzo. Echó
hacia atrás las mantas y el edredón y se incorporó con dificultad. Parecía que
sus huesos iban a quebrarse por el frío. Se dirigió hacia el cuarto de baño sin
olvidar cubrirse con una de las mantas en un intento vano por contrarrestar los
temblores con los que su cuerpo protestaba por la baja temperatura. La escasa
luz que entraba por la ventana fue lo único que le permitió mirarse al espejo
con pequeños pedazos de escarcha en su perímetro. La costumbre de pulsar el
interruptor hacía mucho que había desaparecido, sin embargo no se resistía a
intentarlo nuevamente por si el gobierno hubiese tomado alguna nueva decisión –favorable,
claro está- acerca de las restricciones energéticas. Nada, ni siquiera una
pequeña chispa. Intentó con las manos aún enguantadas –por lo que su esperanza
era pueril- abrir el grifo del agua para lavarse la cara, pero apenas cayeron
unas gotas. Tampoco importaba demasiado porque no estaba seguro de querer recibir
agua casi helada en el rostro por más que lo necesitase para conseguir
activarse. Más tarde tendría que revisar el depósito, pues estaba seguro de que
el agua se habría congelado –la química anticongelante tenía sus límites-.
Varios tiritones le permitieron entrar en algo parecido al calor que claramente
necesitaba para salir de casa y dirigirse al trabajo. Le quedaba poco tiempo
para marchar y sabía que no podría calentarse un poco de café porque todos los
electrodomésticos y sistemas de calefacción que transformaban electricidad en
calor hacía muchos años que se habían prohibido como consecuencia de su alto
consumo y escaso rendimiento –comparado con otros sistemas-, a lo que,
evidentemente, había que añadir los horarios de las dichosas restricciones que,
en su caso, le afectaban profundamente pues tenía que levantarse muy temprano
para poder llegar a tiempo a su cargo y a esas horas todavía no había electricidad.
La cafetera la había conservado más por necesidad que por una cuestión
sentimental -aunque esto era lo que comentaba a sus amigos- porque apenas si le
llegaba para adquirir alguna alternativa moderna o los no demasiado nuevos envases
de cafés autocalentables cuya alta temperatura se conseguía por medios químicos
y cuyo precio prohibitivo lo convertía en un lujo inaccesible para muchos.
El sol comenzaba a lucir en el horizonte cuando salió de su casa, aunque
solo pudo percibir una leve subida de su termómetro de pulsera –que medía la
temperatura ambiental y corporal-. Este aparato también fue una imposición
gubernamental para controlar el acceso de sus ciudadanos a las burbujas de
temperatura de forma gratuita y evitar así una muerte segura por hipotermia
como consecuencia del intenso frío. Estas burbujas de temperatura estaban
colocadas estratégicamente en las zonas de tránsito entre los más pobres
barrios obreros y zonas de trabajo donde el transporte público no podía cubrir
la distancia por cuestiones de rentabilidad. La temperatura extrema en
ocasiones hacía que algún ciudadano comenzase a notar un frío intenso que le
obligaba a entrar en estos pequeños recintos durante unos minutos para
recuperar algo de calor. En los días de más fríos las colas para acceder a
estas, parcas en número, instalaciones eran largas, con lo que también
aparecían cadáveres alrededor constituyendo un paisaje demasiado común para los
sufridos trabajadores. Los servicios de limpieza se encargaban de recoger estos
cuerpos congelados y llevarlos al depósito municipal donde se identificaban y
se notificaba a los familiares, si los había, su fallecimiento; en caso
contrario se les ubicaba en una fosa común para un posterior procedimiento de
deshidratación con el que se obtenía su exigua energía interna.
El centro de trabajo disponía de placas fotovoltaicas. Solo estos edificios
tenía autorización, junto con los grandes centros comerciales –aunque para
estos últimos su uso se restringía a los días festivos-, para ubicar en sus
cubiertas, perfectamente orientados, estos paneles de cristales de
semiconductores. Su uso doméstico estaba total y absolutamente prohibido –al
igual que ocurría con los pequeños molinos-. La idea inicial del gobierno era
bien clara, evitar el autoconsumo e incrementar el gasto en favor de las grandes
compañías eléctricas que monopolizaban el mercado y la legislación. En una
primera etapa solo se penalizó su uso con impuestos, pero comenzó a extenderse
su instalación de forma “ilegal” sin
pasar por las correspondientes autorizaciones de los órganos competentes y el
consumo –y consecuentemente la factura de las energéticas- cayó, con lo que las
compañías suministradoras prepararon una nueva legislación prohibiendo y
castigando su uso. Esta nueva reglamentación entró en vigor coincidiendo con el
comienzo de las restricciones horarias de consumo eléctrico por la práctica
desaparición de los combustibles fósiles y el consecuente encarecimiento de los
sistemas de producción energética. Desde entonces fueron sucediéndose los
decretos uno tras otro con la idea de evitar caídas importantes en las empresas
energéticas que, inevitablemente fueron produciéndose porque habían
desaparecido gran parte de las fuentes de producción y estas compañías habían
decidido no invertir en fuentes alternativas por “coherencia”, paradójicamente, puesto que habían sido ellas quienes
habían buscado y conseguido su prohibición. Apareció, como podía intuirse, un
mercado negro de placas fotovoltaicas y muchos instaladores se arriesgaban a
preparar sistemas de autoconsumo para uso doméstico, pero se creó un cuerpo especial
de policía, la llamada “policía solar” que persiguió esta actividad con gran
beligerancia hasta hacerla desaparecer.
Se consideró que los grandes centros de trabajo podían poner este tipo
de instalaciones en sus cubiertas porque fomentaría la permanencia de los
trabajadores que, efectivamente, comenzaron a solicitar masivamente incrementos
en sus jornadas laborales en períodos invernales. Algo parecido ocurría en
época estival, aunque las estadísticas decían que el calor se soportaba mejor.
Las empresas, valiéndose de esta circunstancia, accedieron felizmente, sin que
ello supusiese un incremento de los sueldos de sus obreros, argumentando que estos
“actos de bondad” suponían un gran
esfuerzo económico por el incremento de consumo energético –gracias, de otra
parte, al sol- con lo que no podían asumir ese sobrecoste, aunque poco decían
acerca del incremento de producción. Los centros comerciales podían asimismo
utilizar estos sistemas los días festivos porque de este modo conseguían
fomentar el consumo e incrementar las ventas.
Algunos, los más contrario a las políticas de restricciones y de control
del autoconsumo energético, organizaban esporádicamente manifestaciones –ya que
sistemáticamente eran prohibidas por los órganos gubernamentales cuando
solicitaban su autorización- en las que llevaban camisetas negras con letras
que, cuando recibían algún rayo de luz, reflejaban la frase “¿dónde está mi sol?” como evidente
signo de protesta contra lo que, a todas “luces”,
constituía un robo por parte de las compañías suministradoras con la
connivencia del estado y que condenaba a muchos ciudadanos a sufrir las graves
consecuencias de la falta de energía disponible, provocando, en situaciones
extremas, la muerte de muchos.
Rubén Cabecera Soriano
Mérida a 27 de agosto de 2013.