Las piernas de Soledad flojeaban por el esfuerzo intenso de las últimas semanas. El hambre se había apoderado de ella y finalmente había decidido
instalarse en una pequeña cavidad, que no llegaba a ser una cueva, localizada
fortuitamente a la falda de una colina pedregosa donde, por primera vez en
mucho tiempo, se sintió a salvo. Estaba segura de no encontrarse cerca de nada
ni de nadie. El último pueblo, prácticamente abandonado, que cruzó podría
encontrarse a varias decenas de kilómetros y al menos a un par de jornadas
caminando. Recordaba haber visto a la entrada de esa pequeña localidad un
cartel informativo con una descripción del entorno natural –le hizo gracia la
frase- de la comarca, así pues sabía que no se toparía con ningún asentamiento
humano, a menos que fuese reciente. En cualquier caso, el miedo no la abandonó
hasta que se instaló en su nuevo hogar que desgraciadamente no le proporcionaba
más que cobijo y una cierta, pero falsa seguridad, así que se veía obligada a
procurarse agua y alimento cada día. No era sencillo, el invierno había caído a
plomo y el hambre había comenzado a hacer mella en su cuerpo ya de por sí
delgado y escaso de reservas como marcaban los cánones vigentes hasta hacía
solo unos meses.
El miedo al hombre dio paso a la desesperación por el hambre. Durante
algunas semanas consiguió hacerse con ciertas hierbas que recordaba podían
comerse gracias a los consejos que recibió de su abuela durante los veranos de
su infancia en un pequeño pueblo costero que la adolescencia le obligó a
abandonar, pero esto no fue suficiente. Intentó una suerte de caza para atrapar
liebres o conejos –apenas los diferenciaba-, que creyó haber visto en la zona,
sin ningún éxito. Se las ingenió para fabricarse algo parecido a una caña de
pescar que comenzó a usar en un riachuelo cercano, pero, o no había peces, o no
sabía cómo pescarlos. Buscó nidos de aves, poco importaba qué fueran, donde
hallar huevos que le calmasen algo el hambre, pero no era época de crías.
Finalmente optó por buscar insectos y algún alimento obtuvo una vez superado el
asco y la repugnancia inicial, a pesar de la necesidad. Sin embargo fue
consciente de su inminente muerte si se quedaba aislada, sin conocimientos para
valerse por sí misma. Así pues se vio obligada a ponerse en marcha nuevamente.
A pesar de su aparente falta de valía, había aprendido mucho de la
naturaleza. Ahora sí estaba segura de encaminarse al sur en cuanto retomó la
marcha. Quería ir hacia allí con la esperanza de que el clima fuese benevolente
con ella. Procuraba esconderse de grupos numerosos o los observaba
persiguiéndolos durante algún día que otro hasta cerciorarse de que podía
unirse a ellos porque estudiaba su comportamiento y qué hacían quienes los
formaban, a pesar de que en la mayor parte de las ocasiones, cuando finalmente
se les acercaba, no era bien recibida con la excusa de que no había alimento
para todos. Finalmente consiguió que la aceptaran en una pequeña comunidad que
se había organizado en torno a una antigua granja, pidiendo comida a cambio de trabajo,
pero allí sufrieron el ataque, una y otra vez, de desalmados, armados hasta los
dientes, que pretendían valerse del esfuerzo de los demás para satisfacer sus
necesidades, todas. Vio morir a muchos de los que se habían convertido en sus
amigos, con los que había aprendido a cultivar el campo para el cubrir el consumo
de la comunidad, a procurarse alimentos de la naturaleza, a convivir con ella
sin maltratarla. Ella misma sufrió las consecuencias de esos ataques y tuvo que
defenderse junto con sus compañeros en numerosas ocasiones, demasiadas. Mató
para vivir. Este contacto con la muerte le hizo darse cuenta del extremo al que
se había llegado. Hacía no demasiado vivía plácidamente en su casa, aislada de
una absurda realidad en la que era sencillo sentirse cómodo a pesar de la
escasez… de dinero que sufría: No recordaba haber pasado hambre o sed en toda
su vida, ni haber tenido que luchar por evitar que le robasen lo que consideraba
suyo y, por supuesto, nunca había matado. Sin embargo, fue consciente de que
sin pasar hambre, nunca tuvo todo lo que necesitó, porque siempre se sentía
obligada a conseguir más en un afán consumista irracional que se había enquistado
en su cerebro; sin tener que luchar, sistemáticamente se sentía robada por
quienes gobernaban; y, sin haber matado, en demasiadas ocasiones deseaba lo
peor para quienes dirigían la sociedad porque se sentía insatisfecha con todo
lo que le rodeaba. De repente un nuevo mundo se había instalado en la Tierra,
un mundo en el que lo principal era no morir, un mundo en el que el instinto de
supervivencia del ser humano se anteponía a cualquier otra urgencia que, por
importante que pareciera, se convertía en trivial ante la perentoria necesidad
de alimentarse y preservar la descendencia. Una nueva oportunidad se abría
frente a ellos, frente a quienes entendían que el egoísmo no era el camino, que
el desarrollo desaforado no conducía más que a la destrucción, que las
desigualdades solo provocaban enormes rencores irremediables que la humanidad,
permisiva, no había logrado solventar en milenios de existencia fundamentada en
el consumismo exacerbado y en las profundas diferencias de clases. Una
oportunidad de la que muchos intentarían valerse para reinstaurar el abuso si
ya lo practicaron anteriormente y otros lo procurarían por haberlo sufrido con
anterioridad, pero una oportunidad al fin y al cabo que se sentía obligada a
aprovechar.
Rubén Cabecera Soriano
Mérida a 23 de agosto de 2013.