Colapso. (Y cuatro)

Las piernas de Soledad flojeaban por el esfuerzo intenso de las últimas semanas. El hambre se había apoderado de ella y finalmente había decidido instalarse en una pequeña cavidad, que no llegaba a ser una cueva, localizada fortuitamente a la falda de una colina pedregosa donde, por primera vez en mucho tiempo, se sintió a salvo. Estaba segura de no encontrarse cerca de nada ni de nadie. El último pueblo, prácticamente abandonado, que cruzó podría encontrarse a varias decenas de kilómetros y al menos a un par de jornadas caminando. Recordaba haber visto a la entrada de esa pequeña localidad un cartel informativo con una descripción del entorno natural –le hizo gracia la frase- de la comarca, así pues sabía que no se toparía con ningún asentamiento humano, a menos que fuese reciente. En cualquier caso, el miedo no la abandonó hasta que se instaló en su nuevo hogar que desgraciadamente no le proporcionaba más que cobijo y una cierta, pero falsa seguridad, así que se veía obligada a procurarse agua y alimento cada día. No era sencillo, el invierno había caído a plomo y el hambre había comenzado a hacer mella en su cuerpo ya de por sí delgado y escaso de reservas como marcaban los cánones vigentes hasta hacía solo unos meses.

El miedo al hombre dio paso a la desesperación por el hambre. Durante algunas semanas consiguió hacerse con ciertas hierbas que recordaba podían comerse gracias a los consejos que recibió de su abuela durante los veranos de su infancia en un pequeño pueblo costero que la adolescencia le obligó a abandonar, pero esto no fue suficiente. Intentó una suerte de caza para atrapar liebres o conejos –apenas los diferenciaba-, que creyó haber visto en la zona, sin ningún éxito. Se las ingenió para fabricarse algo parecido a una caña de pescar que comenzó a usar en un riachuelo cercano, pero, o no había peces, o no sabía cómo pescarlos. Buscó nidos de aves, poco importaba qué fueran, donde hallar huevos que le calmasen algo el hambre, pero no era época de crías. Finalmente optó por buscar insectos y algún alimento obtuvo una vez superado el asco y la repugnancia inicial, a pesar de la necesidad. Sin embargo fue consciente de su inminente muerte si se quedaba aislada, sin conocimientos para valerse por sí misma. Así pues se vio obligada a ponerse en marcha nuevamente.

A pesar de su aparente falta de valía, había aprendido mucho de la naturaleza. Ahora sí estaba segura de encaminarse al sur en cuanto retomó la marcha. Quería ir hacia allí con la esperanza de que el clima fuese benevolente con ella. Procuraba esconderse de grupos numerosos o los observaba persiguiéndolos durante algún día que otro hasta cerciorarse de que podía unirse a ellos porque estudiaba su comportamiento y qué hacían quienes los formaban, a pesar de que en la mayor parte de las ocasiones, cuando finalmente se les acercaba, no era bien recibida con la excusa de que no había alimento para todos. Finalmente consiguió que la aceptaran en una pequeña comunidad que se había organizado en torno a una antigua granja, pidiendo comida a cambio de trabajo, pero allí sufrieron el ataque, una y otra vez, de desalmados, armados hasta los dientes, que pretendían valerse del esfuerzo de los demás para satisfacer sus necesidades, todas. Vio morir a muchos de los que se habían convertido en sus amigos, con los que había aprendido a cultivar el campo para el cubrir el consumo de la comunidad, a procurarse alimentos de la naturaleza, a convivir con ella sin maltratarla. Ella misma sufrió las consecuencias de esos ataques y tuvo que defenderse junto con sus compañeros en numerosas ocasiones, demasiadas. Mató para vivir. Este contacto con la muerte le hizo darse cuenta del extremo al que se había llegado. Hacía no demasiado vivía plácidamente en su casa, aislada de una absurda realidad en la que era sencillo sentirse cómodo a pesar de la escasez… de dinero que sufría: No recordaba haber pasado hambre o sed en toda su vida, ni haber tenido que luchar por evitar que le robasen lo que consideraba suyo y, por supuesto, nunca había matado. Sin embargo, fue consciente de que sin pasar hambre, nunca tuvo todo lo que necesitó, porque siempre se sentía obligada a conseguir más en un afán consumista irracional que se había enquistado en su cerebro; sin tener que luchar, sistemáticamente se sentía robada por quienes gobernaban; y, sin haber matado, en demasiadas ocasiones deseaba lo peor para quienes dirigían la sociedad porque se sentía insatisfecha con todo lo que le rodeaba. De repente un nuevo mundo se había instalado en la Tierra, un mundo en el que lo principal era no morir, un mundo en el que el instinto de supervivencia del ser humano se anteponía a cualquier otra urgencia que, por importante que pareciera, se convertía en trivial ante la perentoria necesidad de alimentarse y preservar la descendencia. Una nueva oportunidad se abría frente a ellos, frente a quienes entendían que el egoísmo no era el camino, que el desarrollo desaforado no conducía más que a la destrucción, que las desigualdades solo provocaban enormes rencores irremediables que la humanidad, permisiva, no había logrado solventar en milenios de existencia fundamentada en el consumismo exacerbado y en las profundas diferencias de clases. Una oportunidad de la que muchos intentarían valerse para reinstaurar el abuso si ya lo practicaron anteriormente y otros lo procurarían por haberlo sufrido con anterioridad, pero una oportunidad al fin y al cabo que se sentía obligada a aprovechar.


Rubén Cabecera Soriano

Mérida a 23 de agosto de 2013.

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