Llevaba caminando casi un mes. Escapó de la ciudad por el hambre, por la
sed y por el miedo. Al principio iba uniéndose a grupos que encontraba en la
carretera descansando a un lado o bien organizando el siguiente trayecto que
iniciarían en breve, hasta que una de esas catervas le robó todo, las escasas
pertenencias que llevaba en su mochila, y la dejaron tirada en la cuneta.
Perdió el agua, la poca comida que le quedaba tras asaltar junto con otros
muchos un pequeño ultramarinos en los bajos de su vivienda y a cuyo propietario
conocía de toda la vida y frente a quien solo pudo hacer una mueca de
desolación para excusarse por sus actos, un saco de dormir que salvó del asalto
que sufrió su casa y una gruesa chaqueta que le servía para resguardarse del
frío de las noches y de las lluvias que comenzaban a amenazar. La golpearon
hasta hacerla llorar de dolor y de angustia cuando ofreció alguna resistencia e
intentaron violarla -la vileza del ser humano se acrecienta en momentos de
tensión- pero se salvó porque las dos mujeres del grupo de ladrones lo
impidieron.
Ahora caminaba sola, alejada de las carreteras, por caminos, sin un
destino fijo, huyendo del frío y de cualquier contacto con seres humanos. Iba
hacia el sur, al menos eso creía, intentando esquivar el incipiente invierno
que se cernía sobre el país y frente al que no sabría qué hacer. Tenía miedo a
morir, aunque en momentos de desesperación pensaba que ese era el mejor final
posible. Deseaba quedarse dormida plácidamente al anochecer y no despertar por
la mañana.
Todo había ocurrido demasiado rápido, apenas habían pasado algunos meses
desde el atentado que sufrió el presidente. Soledad estaba sentada
tranquilamente en el pequeño salón de su casa, que también hacía las veces de
dormitorio y de cocina, viendo en la televisión el discurso, cuando el
atronador disparo ensordeció a la multitud y se produjo un instante de absoluto
silencio en el que pareció que el tiempo se había detenido, pero el presidente
se tambaleó, cayó, golpeó el suelo y repentinamente se produjo la total
conmoción del público que asistía al evento, chillos y gritos por doquier,
gente corriendo, sorteándose los unos a los otros en un fútil intento de
abandonar a golpe de empujones el recinto.
Entonces se levantó perturbada de su asiento para acercarse a la
televisión mientras el realizador repetía una y otra vez las imágenes del
asesinato: El cuerpo del presidente golpeando el suelo en su caída y manchando
la tribuna con su sangre, hasta que la pantalla se volvió negra, alguien
decidió que había que cortar la emisión. Minutos después todos los canales se
llenaron de informativos especiales difundiendo noticias no contrastadas y
especulando sobre las motivaciones del magnicidio, incrementando, en
definitiva, la incertidumbre de la gente, ya de por sí desbocada. Desde
entonces todo había transcurrido muy rápido, demasiado rápido, una cosa llevó a
la otra, aunque la gente apenas si fue consciente de la relación entre los
distintos acontecimientos que se iban sucediendo. Solo les interesaba
sobrevivir. Un día cortaron la electricidad y el agua, otro ya no hubo
transporte público, otro se vio en la calle robando comida, otro encontró su
casa desvalijada, al siguiente decidió marcharse. Cogió algunas pertenencias
que no se habían llevado, las metió en una mochila y se puso en marcha sin
tener claro el destino. Salir de la ciudad resultó ser una aterradora
experiencia, ya había cadáveres por las calles, las revueltas estaban
sucediéndose a cada momento, Soledad procuraba evitarlas como podía
escondiéndose en callejones en cuanto oía algún tumulto. Le llevó algo más de
dos días escapar de las redes de la metrópoli donde ya solo gobernaba el caos.
A la semana tiró el par de libros que llevaba en la bolsa, el móvil al
que ya no le quedaba batería al igual que la pequeña radio de bolsillo que
encendía todos los días con la esperanza de recibir alguna señal y la bolsa de
aseo que se había convertido en algo inútil ya que apenas había tenido la
oportunidad de usarla. Era demasiado peso, inservible, una carga que
ralentizaba su avance y que le producía intensos dolores de espalda en cuanto
paraba. Conservó una pequeña linterna de dinamo, que obtuvo en una promoción de
un producto alimenticio, y que le ayudaba por las noches a establecerse en algún
lugar más o menos recogido. Se arrepintió profundamente de no haber cogido
cerillas o un mechero, a pesar de ser, mientras hubo tabaco, una empedernida
fumadora. Le habría sido muy útil para encender algún fuego nocturno que le
ayudase a entrar en calor. Los escasos alimentos de los que se había apoderado
en su huida estaban casi agotados cuando le robaron, aunque llevaba ya algunos
días procurándose algo de comida de las casas abandonadas, o no, de los pueblos
que encontraba a lo largo de la carretera. Intentaba, siempre que podía, entrar
en alguno de esos antiguos hogares cerciorándose previamente de que estaban vacíos,
abandonados, para descansar en camas extrañas donde sufría constantemente
pesadillas en las que imaginaba las calles llenas de muertos destrozados y
apaleados o esqueléticos por el hambre.
Rubén Cabecera Soriano
Mérida a 17 de agosto de 2013.