Colapso. (Tres)

Llevaba caminando casi un mes. Escapó de la ciudad por el hambre, por la sed y por el miedo. Al principio iba uniéndose a grupos que encontraba en la carretera descansando a un lado o bien organizando el siguiente trayecto que iniciarían en breve, hasta que una de esas catervas le robó todo, las escasas pertenencias que llevaba en su mochila, y la dejaron tirada en la cuneta. Perdió el agua, la poca comida que le quedaba tras asaltar junto con otros muchos un pequeño ultramarinos en los bajos de su vivienda y a cuyo propietario conocía de toda la vida y frente a quien solo pudo hacer una mueca de desolación para excusarse por sus actos, un saco de dormir que salvó del asalto que sufrió su casa y una gruesa chaqueta que le servía para resguardarse del frío de las noches y de las lluvias que comenzaban a amenazar. La golpearon hasta hacerla llorar de dolor y de angustia cuando ofreció alguna resistencia e intentaron violarla -la vileza del ser humano se acrecienta en momentos de tensión- pero se salvó porque las dos mujeres del grupo de ladrones lo impidieron.

Ahora caminaba sola, alejada de las carreteras, por caminos, sin un destino fijo, huyendo del frío y de cualquier contacto con seres humanos. Iba hacia el sur, al menos eso creía, intentando esquivar el incipiente invierno que se cernía sobre el país y frente al que no sabría qué hacer. Tenía miedo a morir, aunque en momentos de desesperación pensaba que ese era el mejor final posible. Deseaba quedarse dormida plácidamente al anochecer y no despertar por la mañana.

Todo había ocurrido demasiado rápido, apenas habían pasado algunos meses desde el atentado que sufrió el presidente. Soledad estaba sentada tranquilamente en el pequeño salón de su casa, que también hacía las veces de dormitorio y de cocina, viendo en la televisión el discurso, cuando el atronador disparo ensordeció a la multitud y se produjo un instante de absoluto silencio en el que pareció que el tiempo se había detenido, pero el presidente se tambaleó, cayó, golpeó el suelo y repentinamente se produjo la total conmoción del público que asistía al evento, chillos y gritos por doquier, gente corriendo, sorteándose los unos a los otros en un fútil intento de abandonar a golpe de empujones el recinto.

Entonces se levantó perturbada de su asiento para acercarse a la televisión mientras el realizador repetía una y otra vez las imágenes del asesinato: El cuerpo del presidente golpeando el suelo en su caída y manchando la tribuna con su sangre, hasta que la pantalla se volvió negra, alguien decidió que había que cortar la emisión. Minutos después todos los canales se llenaron de informativos especiales difundiendo noticias no contrastadas y especulando sobre las motivaciones del magnicidio, incrementando, en definitiva, la incertidumbre de la gente, ya de por sí desbocada. Desde entonces todo había transcurrido muy rápido, demasiado rápido, una cosa llevó a la otra, aunque la gente apenas si fue consciente de la relación entre los distintos acontecimientos que se iban sucediendo. Solo les interesaba sobrevivir. Un día cortaron la electricidad y el agua, otro ya no hubo transporte público, otro se vio en la calle robando comida, otro encontró su casa desvalijada, al siguiente decidió marcharse. Cogió algunas pertenencias que no se habían llevado, las metió en una mochila y se puso en marcha sin tener claro el destino. Salir de la ciudad resultó ser una aterradora experiencia, ya había cadáveres por las calles, las revueltas estaban sucediéndose a cada momento, Soledad procuraba evitarlas como podía escondiéndose en callejones en cuanto oía algún tumulto. Le llevó algo más de dos días escapar de las redes de la metrópoli donde ya solo gobernaba el caos.

A la semana tiró el par de libros que llevaba en la bolsa, el móvil al que ya no le quedaba batería al igual que la pequeña radio de bolsillo que encendía todos los días con la esperanza de recibir alguna señal y la bolsa de aseo que se había convertido en algo inútil ya que apenas había tenido la oportunidad de usarla. Era demasiado peso, inservible, una carga que ralentizaba su avance y que le producía intensos dolores de espalda en cuanto paraba. Conservó una pequeña linterna de dinamo, que obtuvo en una promoción de un producto alimenticio, y que le ayudaba por las noches a establecerse en algún lugar más o menos recogido. Se arrepintió profundamente de no haber cogido cerillas o un mechero, a pesar de ser, mientras hubo tabaco, una empedernida fumadora. Le habría sido muy útil para encender algún fuego nocturno que le ayudase a entrar en calor. Los escasos alimentos de los que se había apoderado en su huida estaban casi agotados cuando le robaron, aunque llevaba ya algunos días procurándose algo de comida de las casas abandonadas, o no, de los pueblos que encontraba a lo largo de la carretera. Intentaba, siempre que podía, entrar en alguno de esos antiguos hogares cerciorándose previamente de que estaban vacíos, abandonados, para descansar en camas extrañas donde sufría constantemente pesadillas en las que imaginaba las calles llenas de muertos destrozados y apaleados o esqueléticos por el hambre.


Rubén Cabecera Soriano

Mérida a 17 de agosto de 2013.

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