Lo habían compartido todo, pero, dejémoslo claro desde el primer momento,
nada en el sentido bíblico del término y, aunque posiblemente sus
subconscientes en algún momento les pudiesen haber jugado una mala pasada
–tanto compartir puede provocar confusiones en las mentes más rectas-,
inmediatamente se lo hacían corregir eliminando el más mínimo atisbo de duda, que no la había, se repetirían hasta la
saciedad.
El uno tenía el teléfono personal del otro y el otro el del primero, y
no se privaban de hacer uso de ese privilegio que no demasiados tenían en el
partido, sin embargo no gustaban de abusar de él, más allá de algunos mensajes
aparentemente inocentes, pero cargados de contenidos suculentos para cualquier
periodista que se precie. En ocasiones cenaban juntos acompañados de sus
respectivas mujeres y en otras lo hacían en solitario cuando tocaba tratar
algún tema escabroso –de esos en los que es mejor que no haya testigos- o sencillamente
para disfrutar juntos de alguna caja de habanos recién traída de Cuba.
Todo era felicidad y jolgorio entre ellos haciendo partícipe a sus más
íntimos de este saber vivir que el transcurso de los años les había enseñado.
Fueron muchas las horas de duro trabajo, a sabiendas que las leyes estaban de
su parte, pues eran ellos quienes las hacían, para conseguir que a nadie en el
partido le faltase nada, muchos los favores realizados y muchos también los
favores debidos. Acusaban, tal vez, algo de avaricia para con sus cuentas
personales, pero ¿quién no caería en esta tentación cuando son tantos los
millones que se han de gestionar y tanta la gente dispuesta a donar de forma
privada y anónima suculentas cantidades -sin ánimo compensatorio- para
procurarles la financiación adecuada que una avara ley electoral les confería
año tras año con presupuestos a todas luces insuficientes? Además, se trataba
de porcentajes insignificantes en el monto total gestionado y, en cualquier
caso, los pingües beneficios producidos por la gestión de esos mismos fondos
justificaban, más que de sobra, esas ridículas comisiones que, de otra parte,
en un gesto altruista que les honraba repartían entre todos los suyos
utilizando el método más ajustado a la legalidad vigente. Solo alguien muy
corto de miras tendría la desfachatez de valorar globalmente la suma total. ¿Cómo
se podría referir esa cantidad sin estimar las décadas dedicadas en constante esfuerzo
por el bien del partido para desarrollar, entre otras cosas, campañas legislativas
competitivas que impidiesen que otros, indignos por más referencias, obtuviesen
un premio que les correspondía a ellos en exclusividad, y poder así perpetuarse
en los cargos y en el poder?
Esto es una
familia, se repetían constantemente, y
en una familia todos lo dan todo por los demás -al menos los del núcleo duro-.
Ellos así lo habían hecho con la connivencia del resto de familiares, claro
está, que, en mayor o menor grado, eran conocedores, ¡cómo no iba a ser si no!,
de la trama general.
Sin embargo, y como también ocurre en las familias numerosas, por más
que sus miembros hayan recibido la más exquisita de las educaciones, las
envidias y los celos terminan por anteponerse a los amores más intensos
frustrando lo que aparecía como sempiternas relaciones. Siempre hay algún
miembro díscolo que se quiere procurar para sí lo que otro tiene, aún a riesgo
de romper el tenso equilibrio que sustenta al grupo, y entonces aparecen
estirpes con idéntico apellido, pero distinto nombre. Esos revoltosos,
alardeando con posterioridad de lealtad y nobleza, al tiempo que exigiendo
contundencia frente a los hechos para con sus fieles seguidores y por el bien
de la democracia, no tienen reparo en descubrir -por supuesto anónimamente- pasteles de los
que no han recibido porción alguna o, en todo caso, insignificante y
difícilmente rastreable. Y aquí se produce la triste y dolorosa ruptura: nadie
quiere –es comprensible- ser cabeza de turco cuando ha amasado inmensas
fortunas que la privación de libertad amenaza con no permitirle disfrutar. Así
pues, lo que venía siendo una relación amorosa, que en los últimos tiempos
estaba perdiendo intensidad como consecuencia de las veraces calumnias
–paradoja incontestable- vertidas sobre unos más que otros, se transforma casi
de la noche a la mañana en un odio irrefutable que mantiene en jaque a las
partes que no se atreven a dar paso alguno y esperan que el tiempo todo lo haga
olvidar. Pero hay cosas que no se olvidan y la pestilencia maloliente es una de
ellas. Allá donde vayan siempre hay algún incómodo mensaje, reflexión, artículo
o grito que hace rememorar el tufillo que les acompaña por donde quiera que se
muevan. Es insoportable, pero la inacción no hace sino empeorar las
circunstancias que no mueren entre dimes y diretes como algunos desearían. La
manta ha comenzado a abrirse, y quienes tiran de ella lo hacen de forma
paulatina, avisando de lo que puede llegar con posterioridad para que alguien,
el más poderoso dé un golpe de mano, efectivo y contundente, para limpiar toda
la mierda o, alternativamente, termine engullido por ella como a otros les terminará
ocurriendo irremediablemente. Así terminan siempre los amores -este tipo de
amores- y así terminará este, aunque no signifique que nosotros, el común de
los mortales, lleguemos a ver las consecuencias –judiciales se entiende- de
estos actos, por más que fuese lo deseable –democráticamente-.
Rubén Cabecera Soriano
Mérida a 14 de julio de 2013.