La locura de dios.



El paseo matutino le levantaba el apetito, así que la vuelta a casa siempre era más rápida. Solo pensaba en preparar una gran tostada de aceite con tomate y una taza de café que le mantendría despierto durante toda la mañana. Después se sentaría a escribir. Era domingo y hacía mucho calor, o al menos eso le parecía, a pesar de ser muy temprano. Bajo las vestiduras  se desvelaban unas delgadas piernas. El pelo, largo y canoso, junto con la barba, también blanquecina, le confería un aire maduro que su edad no revelaba, pero, sin embargo, resultaba extrañamente evidente que había vivido mucho. Avanzó hasta el portal de su casa; la puerta, entreabierta, dejaba hacer a las corrientes de aire para evitar que el calor le angustiase en el interior. El umbral de mármol, que solía pisar descalzo, le refrescaba si no había recibido aún los crueles rayos del sol. Antes de traspasar el portón dejaba las sandalias apoyadas en la jamba para introducirse en la protectora sombra del zaguán donde inspiraba profundamente el aire fresco que le reconfortaba hasta hacerle olvidar las incómodas gotas de sudor que le recorrían la espalda empapando la túnica blanca de lino.

El escritorio le esperaba tras el reparador desayuno. Una mesa grande, amplia, de caoba, con miles de papeles manuscritos, enfrentada a una hermosa y antigua vidriera coloreada que deformaba la divina vista del idílico jardín que gustaba de cuidar día tras día y al que dedicaba algunas mañanas, tardes o noches, regando, paseando o arando. La silla, con dos cojines entrecruzados y apoyados en el respaldo que dejaba a los pies antes de sentarse, también de carpintería en caoba, estaba desfigurada por el uso y hecha a su cuerpo. Nadie más se sentaría en ella. Ordenó algunos folios, abrió y cerró cajones, cogió una pluma que entintó antes de comenzar a escribir; estaba impaciente y tenso como cualquier escritor ante la primera hoja en blanco del día. Releyó el texto del día anterior, corrigió y anotó algún comentario en un par de páginas y se dijo a sí mismo que debería coser un primer volumen esa misma tarde si completaba lo que le quedaba del capítulo en que estaba trabajando. Ya no encontró más excusas y se centró: Génesis, capítulo 1:26. Hacía algún tiempo que había decidido no escribir en primera persona, le resultaba extraño; finalmente optó por un narrador que transcribiese sus palabras, aunque no pudo evitar incluir el mayestático, a pesar de que en ocasiones se le hacía demasiado rimbombante y excesivamente recargado para un texto tan largo como el que esperaba hacer; dedicó muchas horas a corregir lo que llevaba escrito, pero sin embargo el resultado le convino. Comenzó:  

“Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y señoree en los peces del mar, en las aves de los cielos, en las bestias, en toda la tierra, y en todo animal que se arrastra sobre la tierra. Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó. Y los bendijo Dios, y les dijo: Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra, y sojuzgadla, y señoread en los peces del mar, en las aves de los cielos, y en todas las bestias que se mueven sobre la tierra. Y dijo Dios: He aquí que os he dado toda planta que da semilla, que está sobre toda la tierra, y todo árbol en que hay fruto y que da semilla; os serán para comer. Y a toda bestia de la tierra, y a todas las aves de los cielos, y a todo lo que se arrastra sobre la tierra, en que hay vida, toda planta verde les será para comer. Y fue así. Y vio Dios todo lo que había hecho, y he aquí que era bueno en gran manera. Y fue la tarde y la mañana el día sexto.”

Este párrafo completaba el capítulo en que estaba trabajando con lo que podría encuadernar un volumen completo tal y como había decidido antes. Lo repasó, le convenció. Lo colocó entre las hojas correspondientes ordenándolo todo escrupulosamente. Y después, como cada día, reflexionó sobre lo que acababa de escribir. Le preocupaba lo que pudieran pensar quienes lo leyesen, si es que alguien lo leía –ese pensamiento, ni el más afamado escritor puede evitarlo-, pero también sabía lo que esas palabras podrían significar y las interpretaciones que se harían de ellas y sin embargo prosiguió porque realmente eso fue lo que hizo, crear al hombre a su imagen y semejanza, varón y hembra. Tal vez se precipitó, tal vez no debió hacerlo así, tal vez dotarles de una inteligencia ¿superior? no fue sino un acto de locura transitoria del que se arrepentiría durante toda la eternidad. Conceder un don tan preciado y no establecer unas condiciones básicas de uso resultaba una temeridad, pero eso era algo que ya no podía cambiar. Incluso para él había reglas, sus propias reglas. Podría reescribirlo como quisiese, pero el hecho estaba resuelto, las circunstancias determinadas. La responsabilidad estaba otorgada y los responsables últimos no eran tales, no hacían honor a semejante presente. La codicia, el odio, el egoísmo, la envidia se imponían de forma natural al resto de valores dentro de esa capacidad concedida al ser humano de decidir, de ser inteligente, de ser como él mismo era. Sabía que podría infligirles castigos horribles, condenarlos, incluso hacerles expiar los pecados, pero eso no cambiaría nada, retornarían a la misma senda antes o después, solo era cuestión de tiempo. El resultado final solo podría ser su destrucción, su apocalipsis, aunque él mismo no la ejecutase, sino que serían los propios hombres quienes la llevasen a cabo como culminación de ese momento de debilidad en que confió en ellos, en que les concedió la inteligencia a su imagen y semejanza. 




Rubén Cabecera Soriano
Mérida a 18 de mayo de 2013.

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