La bombilla de Carola.


Carola llevaba despierta desde muy temprano. No era habitual en ella, pero los primeros rayos de luz, o tal vez la curiosidad que durante el día anterior le había descubierto entre los cachivaches del abuelo un antiguo y polvoriento libro, la hicieron brincar de la cama cuando todavía las gallinas dormitaban. Silenciosamente se acercó al armario del estar donde sabía que su madre habría guardado el libro la noche anterior; “ahora te acostarás y ya mañana podrás ver qué contiene”, le dijo la madre, y Carola se encamó enfurruñada ofreciéndole la mejilla con desgano para recibir el beso diario de buenas noches. Casi no pudo conciliar el sueño hasta que el cansancio o la rabia, que induce mucho esfuerzo, la venció y los párpados pesados ocultaron el hilillo de luz que se colaba bajo la puerta de su dormitorio.

Ya al alba abrió el segundo cajón bajo la vitrina en que se mostraba la vajilla de porcelana y allí estaba. Era su tesoro, su descubrimiento, hallado de improviso, inopinadamente cuando ayudaba en la limpieza del cuarto del abuelo que había permanecido cerrado mucho tiempo, “demasiado tiempo”, según su madre. Estaba dentro de una maleta antigua, de madera, con remaches de latón, cerrada con una aldabilla oxidada cuya llave colgaba del asidero de cuero recosido una y otra vez, seguramente por la abuela, trabada por un cordón rojo decolorado. La excitación del hallazgo casi provocó que rompiese la maleta al tirar de ella desde debajo de la cama donde acumulaba suciedad y le supuso recibir una reprimenda de su madre que acogió ceñuda, cruzándose de brazos. “Vamos, no te entretengas con la maleta y ten cuidado no la vayas a romper; trae unos trapos para pasarlos por estos muebles y unas bolsas para tirar esta basura; ¡venga!, ¿no me has oído?”, Carola se apresuró a la cocina todavía con el enfado en ciernes, pero sorprendida por el tono tan serio y le trajo el mandado, aunque en cuanto su madre se despistó un instante volvió a la carga con la maleta, con su maleta recién descubierta. La abrió. Se decepcionó. La madre, al verle el rostro triste, quiso consolarla, “¿qué es eso que hay ahí?, no será un libro, ¿verdad?; el abuelo una vez me dijo que guardaba un secreto dentro de un libro; tal vez sea ese, ¿no crees cariño?; dámelo y lo guardo, así mañana podrás ojearlo”. Carola, entusiasmada por el descubrimiento del libro, quiso ponerse de inmediato con él, pero la madre le advirtió que ya era hora de dormir y que mañana sería otro día, frase que todas las madres dicen a sus hijos y que nunca los hijos acabaron de entender por cierta.

Allí estaba el libro, cubierto por un paño dentro del cajón. Carola lo sacó con sumo esmero. Lo colocó sobre la falda de la mesita del brasero y lo desenvolvió. Apenas si había luz, así que Carola se dirigió al interruptor de la salita para encenderlo y hete aquí que la luz no funcionó. Repitió la operación una y mil veces con el mismo resultado: oscuridad, penumbra más bien, pero tan poca luz, que Carola intuyó que no podría ver lo que el libro le brindaba. Así pues, decidida, se dirigió al trastero donde su padre guardaba las herramientas y aquellos extraños cacharros a los que solía dedicarles horas y horas durante los fines de semana, con la esperanza de encontrar una bombilla de repuesto. No había o no se topó con ella. Varias luces dio en su camino hasta llegar al trastero, cuya luz también encendió, y otras tantas apagó en su regreso al salón. Colocó una silla bajo la lámpara y se subió a ella. Cara a cara frente a la bombilla estropeada, la miró con ira culpándola de no poder disfrutar del libro de su abuelo. Alzó la mano y la apretó en su casquillo, creyó percibir que estaba floja y no pudo evitar que una mueca levantase la comisura de sus labios. Se bajó de la silla pensando que habría dejado el interruptor bajado y se apresuró a subirlo, nuevamente sin éxito.

Las persianas de las dos ventanas de la sala estaban bajadas, como era costumbre en la casa, especialmente en las tardes de verano cuando el sol de poniente golpeaba con fuerza la fachada oeste, pero era la madre quien las subía, habitualmente a media mañana, como una rutina doméstica cuyo deber recayese sistemáticamente en la misma persona; nadie parecía haber reparado en ese detalle. Carola se movía inquieta esperando ver a su madre salir del dormitorio para pedirle ayuda, sin embargo, cuando aconteció, la irritación y el desdén de Carola impidieron decirle a su madre lo que ocurría cuando esta le dio los buenos días y le preguntó “¿qué te pasa?” al ver su cara compungida. Esa es una pregunta maldita que remueve las entrañas de los cariacontecidos y que les sella la boca evitando que cualquier palabra más allá de un bisbiseante y murmullosonada” sea pronunciado. “Vente a desayunar, cariño”, le impelió la madre. Carola sabía que eso era algo de lo que no podría escapar y la siguió refunfuñando. Se sentó a la mesa de la luminosa cocina invadida por los rayos de sol de la mañana y se desayunó con poco apetito, su cabecita solo podía pensar en el libro y en la oscura habitación, culpa de la bombilla. Cuando terminó, saltó de la silla y, casi a la carrera, se abalanzó nuevamente sobre el libro que reposaba sobre la mesa de camilla de la la habitación, pero su madre, a la voz de “¡Carola!”, la hizo regresar de inmediato, sabía que debía recoger los platos y ayudar a fregar la loza. “Después tenderemos la ropa”, le recordó la madre a lo que Carola asintió a regañadientes.

El sol brillaba con fulgor y madre e hija sudaban por el esfuerzo, cuando una ligera brisa que se levantó les alivió el calor, aunque Carola seguía concentrada en su libro y en su bombilla, su mente solo tenía ojos para ese problema, así que cuando terminaron la tarea salió corriendo nuevamente hacia la salita y se sentó a la mesa, frente al libro, en penumbra, bajo la bombilla. Lo abrió por una página al azar e intuyó lo que apenas se vislumbraban como fotografías, ni siquiera podía apreciar si eran en color o en blanco y negro; observó lo que creyó eran algunos garabatos o tal vez apuntes que seguramente su abuelo habría dibujado; entrevió algunas letras manuscritas o, al menos, eso creía. Pero no podía disfrutar del libro, la oscuridad se lo impedía, la maldita bombilla inservible. Carola se sentía afligida; de haber sido flor, estaría marchita. Quiso olvidarse un rato de su problema y salió al patio, se recostó en la deslumbrante pared blanca y se dejó caer hasta sentarse. El sol la obligaba a entornar los ojos, casi llorosos, tal vez por la luz, tal vez por la frustración. Encogió las piernas y las abrazó entremetiendo la cabeza entre los brazos. Estaba cansada y el sueño iba ganándole terreno a la consciencia por el madrugón, cuando la madre salió al patio y se dirigió hacia ella; Carola no quiso siquiera levantar el rostro, pero sintió que su madre se agachaba a su lado para instantes después incorporarse y regresar al interior de la casa. Carola esperó pacientemente hasta asegurarse de que su madre se había marchado y entonces, solo entonces, abrió los ojos y entre brazos y piernas ladeó la cabeza para ver a su lado el libro que había descubierto el día anterior. El libro de su abuelo. Sonrió.


A Cristina,
Rubén Cabecera Soriano
Mérida a 21 de mayo de 2013.

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