miércoles, 22 de mayo de 2013
La bombilla de Carola.
Carola llevaba despierta desde muy temprano. No era habitual en ella,
pero los primeros rayos de luz, o tal vez la curiosidad que durante el día
anterior le había descubierto entre los cachivaches del abuelo un antiguo y
polvoriento libro, la hicieron brincar de la cama cuando todavía las gallinas
dormitaban. Silenciosamente se acercó al armario del estar donde sabía que su
madre habría guardado el libro la noche anterior; “ahora te acostarás y ya mañana podrás ver qué contiene”, le dijo la
madre, y Carola se encamó enfurruñada ofreciéndole la mejilla con desgano para
recibir el beso diario de buenas noches. Casi no pudo conciliar el sueño hasta
que el cansancio o la rabia, que induce mucho esfuerzo, la venció y los
párpados pesados ocultaron el hilillo de luz que se colaba bajo la puerta de su
dormitorio.
Ya al alba abrió el segundo cajón bajo la vitrina en que se mostraba la
vajilla de porcelana y allí estaba. Era su tesoro, su descubrimiento, hallado
de improviso, inopinadamente cuando ayudaba en la limpieza del cuarto del
abuelo que había permanecido cerrado mucho tiempo, “demasiado tiempo”, según su madre. Estaba dentro de una maleta
antigua, de madera, con remaches de latón, cerrada con una aldabilla oxidada
cuya llave colgaba del asidero de cuero recosido una y otra vez, seguramente
por la abuela, trabada por un cordón rojo decolorado. La excitación del
hallazgo casi provocó que rompiese la maleta al tirar de ella desde debajo de
la cama donde acumulaba suciedad y le supuso recibir una reprimenda de su madre
que acogió ceñuda, cruzándose de brazos. “Vamos,
no te entretengas con la maleta y ten cuidado no la vayas a romper; trae unos
trapos para pasarlos por estos muebles y unas bolsas para tirar esta basura; ¡venga!,
¿no me has oído?”, Carola se apresuró a la cocina todavía con el enfado en
ciernes, pero sorprendida por el tono tan serio y le trajo el mandado, aunque
en cuanto su madre se despistó un instante volvió a la carga con la maleta, con
su maleta recién descubierta. La abrió. Se decepcionó. La madre, al verle el
rostro triste, quiso consolarla, “¿qué es
eso que hay ahí?, no será un libro, ¿verdad?; el abuelo una vez me dijo que
guardaba un secreto dentro de un libro; tal vez sea ese, ¿no crees cariño?;
dámelo y lo guardo, así mañana podrás ojearlo”. Carola, entusiasmada por el
descubrimiento del libro, quiso ponerse de inmediato con él, pero la madre le advirtió
que ya era hora de dormir y que mañana sería otro día, frase que todas las
madres dicen a sus hijos y que nunca los hijos acabaron de entender por cierta.
Allí estaba el libro, cubierto por un paño dentro del cajón. Carola lo
sacó con sumo esmero. Lo colocó sobre la falda de la mesita del brasero y lo
desenvolvió. Apenas si había luz, así que Carola se dirigió al interruptor de
la salita para encenderlo y hete aquí que la luz no funcionó. Repitió la
operación una y mil veces con el mismo resultado: oscuridad, penumbra más bien,
pero tan poca luz, que Carola intuyó que no podría ver lo que el libro le brindaba.
Así pues, decidida, se dirigió al trastero donde su padre guardaba las
herramientas y aquellos extraños cacharros a los que solía dedicarles horas y
horas durante los fines de semana, con la esperanza de encontrar una bombilla
de repuesto. No había o no se topó con ella. Varias luces dio en su camino
hasta llegar al trastero, cuya luz también encendió, y otras tantas apagó en su
regreso al salón. Colocó una silla bajo la lámpara y se subió a ella. Cara a
cara frente a la bombilla estropeada, la miró con ira culpándola de no poder
disfrutar del libro de su abuelo. Alzó la mano y la apretó en su casquillo,
creyó percibir que estaba floja y no pudo evitar que una mueca levantase la
comisura de sus labios. Se bajó de la silla pensando que habría dejado el
interruptor bajado y se apresuró a subirlo, nuevamente sin éxito.
Las persianas de las dos ventanas de la sala estaban bajadas, como era
costumbre en la casa, especialmente en las tardes de verano cuando el sol de
poniente golpeaba con fuerza la fachada oeste, pero era la madre quien las
subía, habitualmente a media mañana, como una rutina doméstica cuyo deber
recayese sistemáticamente en la misma persona; nadie parecía haber reparado en
ese detalle. Carola se movía inquieta esperando ver a su madre salir del
dormitorio para pedirle ayuda, sin embargo, cuando aconteció, la irritación y
el desdén de Carola impidieron decirle a su madre lo que ocurría cuando esta le
dio los buenos días y le preguntó “¿qué te
pasa?” al ver su cara compungida. Esa es una pregunta maldita que remueve
las entrañas de los cariacontecidos y que les sella la boca evitando que
cualquier palabra más allá de un bisbiseante
y murmulloso “nada” sea pronunciado. “Vente
a desayunar, cariño”, le impelió la madre. Carola sabía que eso era algo de
lo que no podría escapar y la siguió refunfuñando. Se sentó a la mesa de la
luminosa cocina invadida por los rayos de sol de la mañana y se desayunó con
poco apetito, su cabecita solo podía pensar en el libro y en la oscura
habitación, culpa de la bombilla. Cuando terminó, saltó de la silla y, casi a
la carrera, se abalanzó nuevamente sobre el libro que reposaba sobre la mesa de
camilla de la la habitación, pero su madre, a la voz de “¡Carola!”, la hizo regresar de inmediato, sabía que debía recoger
los platos y ayudar a fregar la loza. “Después
tenderemos la ropa”, le recordó la madre a lo que Carola asintió a regañadientes.
El sol brillaba con fulgor y madre e hija sudaban por el esfuerzo,
cuando una ligera brisa que se levantó les alivió el calor, aunque Carola
seguía concentrada en su libro y en su bombilla, su mente solo tenía ojos para
ese problema, así que cuando terminaron la tarea salió corriendo nuevamente
hacia la salita y se sentó a la mesa, frente al libro, en penumbra, bajo la
bombilla. Lo abrió por una página al azar e intuyó lo que apenas se
vislumbraban como fotografías, ni siquiera podía apreciar si eran en color o en
blanco y negro; observó lo que creyó eran algunos garabatos o tal vez apuntes
que seguramente su abuelo habría dibujado; entrevió algunas letras manuscritas
o, al menos, eso creía. Pero no podía disfrutar del libro, la oscuridad se lo
impedía, la maldita bombilla inservible. Carola se sentía afligida; de haber
sido flor, estaría marchita. Quiso olvidarse un rato de su problema y salió al
patio, se recostó en la deslumbrante pared blanca y se dejó caer hasta
sentarse. El sol la obligaba a entornar los ojos, casi llorosos, tal vez por la
luz, tal vez por la frustración. Encogió las piernas y las abrazó entremetiendo
la cabeza entre los brazos. Estaba cansada y el sueño iba ganándole terreno a
la consciencia por el madrugón, cuando la madre salió al patio y se dirigió
hacia ella; Carola no quiso siquiera levantar el rostro, pero sintió que su
madre se agachaba a su lado para instantes después incorporarse y regresar al
interior de la casa. Carola esperó pacientemente hasta asegurarse de que su
madre se había marchado y entonces, solo entonces, abrió los ojos y entre
brazos y piernas ladeó la cabeza para ver a su lado el libro que había
descubierto el día anterior. El libro de su abuelo. Sonrió.
A Cristina,
Rubén Cabecera Soriano
Mérida a 21 de mayo de 2013.
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Cuentos y relatos.,
La bombilla de Carola.