José María, caudillo de España.

Hoy era el día en que lo anunciaría; para él estaba claro que era una decisión esperada, ansiada por muchos, pero no por ello menos anhelada a sus ojos y a los de sus fieles e incondicionales partidarios. Terminó su dura y estricta tabla de ejercicios diaria siguiendo las animosas indicaciones de su preparador físico personal y, tras la espartana ducha con agua fría y esponja de cerdas rígidas, se dispuso a recibir sus clases de inglés, avanzado, pero no demasiado, aunque su orgullo –engreimiento para muchos- le impedía reconocer sus carencias, especialmente en pronunciación, que denotaban un marcado acento entre tejano y mejicano –si es que en algún momento llegó a diferenciar un acento de otro- de películas con bajo presupuesto en traducción. La señora que le daba estas clases particulares debía llevar preparado cada día un tema distinto para practicar vocabulario, pero sobre todo debía, tal y como se indicaba específicamente en alguna de las cláusulas de su contrato, representar el papel de un alto dignatario, preferible y lógicamente de origen anglosajón, con el que trataría asuntos –inventados, pero cruciales para el destino del mundo- del más alto nivel. Indudablemente disfrutaba mucho en esas clases que se celebraban –como si se tratase de una trascendental reunión política celebrada entre estadistas- en su despacho personal de una de las oficinas centrales de Madrid pertenecientes a una de las empresas en las que formaba parte integrante del consejo de dirección. Se tomaba tan en serio estas reuniones que cada día –bajo la sorna escurridiza y perfectamente disimulada en el rictus serio de su secretaria personal- debían presentar a su profesora con un cargo político distinto, siendo el de diplomática y enviada especial de un primer ministro el más esperado, y tenían la obligación de entregarle un dossier el día anterior con los datos básicos y la información más relevante acerca de su interlocutor y de los temas a tratar. Se le secaba la boca del regusto que le producía escuchar atentamente las pertinentes indicaciones de su secretaria anunciando la próxima vistita de algún jefe de estado, especialmente el norteamericano. Se tomaba tan en serio estas reuniones que, en ocasiones, tras anunciarle la reunión del día siguiente con la entrega del correspondiente memorándum, no conseguía conciliar el sueño durante la noche previa por la angustia que le producía el siguiente encuentro matutino, con la consiguiente preocupación de su mujer que se levantaba diligentemente a prepararle una tila bien caliente que sorbía con avidez. Sin embargo, hoy la clase sería más liviana puesto que quería repasar el discurso –sin preguntas posteriores- que ofrecería en la rueda de prensa que había convocado en la sede de su partido a mediodía. Las palabras estaban escritas por él –aunque repasadas por su estilista literario con quien había escrito ya varios libros, pero que solo estaban firmados con su nombre-. El alegato no le producía el más mínimo titubeo, destilaba seguridad con cada palabra. Para él ese discurso constituía un reflejo inequívoco de la realidad, de su realidad, y estaba convencido de que sería aceptado con efusión y veneración por todos y cada uno de los españoles, aunque no le cabía duda alguna de que la repercusión internacional de la noticia que iba a ofrecer sería portada al día siguiente en los rotativos de todo el mundo –también era consejero en alguno de ellos-. Sus más cercanos habían asentido convenientemente ante cada una de sus preguntas –nunca dudas-, dándole la razón sistemáticamente. Rebosaba ego por los cuatro costados y ni siquiera intentaba disimularlo bajo falsa humildad, no le hacía falta.

El chófer le esperaba pacientemente en los sótanos del edificio, de pie. Le avisaron de que bajaba. Se alisó la chaqueta y se colocó la gorra. El ascensor sonó y paró. Se abrieron las puertas, salió de la cabina. El traje perfectamente planchado, la corbata exquisita, manicura en las manos, vacías. Detrás, a tan solo uno o dos pasos, su secretaria llevaba un portafolios de cuero del que estaba sacando los papeles con el discurso escrito en tipografía muy grande, tal vez demasiado. El chófer le abrió la puerta para que accediese con un lacónico, pero sonriente “buenos días don José María”, del que no recibió respuesta. Ya en el interior la secretaria le ofreció los folios que rechazó con una soberbia que indicaba lo innecesario del gesto, se lo sabía de memoria, sin embargo le indicó que los dejase en el asiento central. Nada más salir de la cochera los tomó: “[…] tengo el placer de comunicarles que me presentaré a las próximas elecciones, las ganaré y salvaré este país que nuevamente irá bien, como ya lo fue en mi anterior etapa […]”, esta era la parte que más le gustaba y estaba subrayada insistentemente en color azul, su azul. Sonrió. El coche llegó a las cocheras de la sede y José María se bajó  cuando le abrieron la puerta. No detectó la inquietud del asesor cuando se intentó dirigir a él para explicarle no sabía bien qué cosa, pero ahora solo necesitaba seguir concentrado y nadie debía interrumpirle. Detrás de él este mismo asesor cuchicheaba con su secretaria. Se giró y les mandó callar autoritariamente. Callaron. Subió por las escaleras, quería activar sus músculos y entrar en la sala de prensa en tensión. Llegó a la antesala, tomó los folios que le tendió su secretaria y se dispuso a entrar. Agarró el pomo de la puerta y antes de abrirla miró hacia atrás, allí estaba su secretaria y su mujer –que había venido en otro coche-, ambas sonrientes, él también sonrió, poco. Abrió y entró con paso firme dirigiéndose directamente al atril colocado en el centro del estrado. En la sala no había nadie.


Rubén Cabecera Soriano

Mérida a 31 de mayo de 2013.

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