El día del trabajo.


Siempre me gustaron las celebraciones. Recuerdo en mi infancia cuando mis padres me llevaban junto a mi hermano a ver algún acontecimiento deportivo, la inauguración de una exposición o a cosas tan nimias como la apertura de alguna tienda. Casi cualquier cosa era una festividad para mí con el ritual de preparación en familia que repetíamos ceremoniosamente, casi como un mantra que liberaba nuestras mentes y que nos acercaba a esa extraña sensación de alegría que me producía el evento de turno. En realidad poco importaba que dicho evento me gustase, lo que realmente me fascinaba era comprobar cómo la gente se reunía y conseguían aunar sentimientos con un único fin reivindicativo, celebrativo, lastimoso o compasivo.

Sin embargo, hasta donde recuerdo, nunca fui a una manifestación de El día del trabajo. Tal vez a mis padres no les gustaba la idea de conmemorar con una festividad un día que para ellos tenía tantas connotaciones, alguna de ellas con final verdaderamente trágico. Con todo, desde que alcancé mi mayoría de edad, que el gobierno incrementó en dos años en la última legislatura, hasta los 25 años, (la misma que para la escolarización obligatoria, con lo que se atenuaban las aterradores estadísticas de desempleo) he venido tomando parte en esas concentraciones, no sé bien si por reivindicar el carácter social de las mismas o sencillamente como signo de protesta ante la atroz realidad que nos rodea, aunque lo más probable es que participe porque ya no tengo otra cosa que hacer.

Siempre he creído en el trabajo como un medio para la realización personal, para el crecimiento de uno mismo y como aportación de un pequeño grano de arena a la sociedad en la que se desempeña, percibiendo a cambio de esa misma sociedad una compensación, monetaria, según indican los manuales, que permite al trabajador retornar económicamente mediante un sistema de mercado esa compensación a la sociedad, y digo según indican los manuales, porque nunca he tenido la oportunidad de trabajar. Nuestro gobierno instituyó, pese a la violencia que engendró inicialmente, superada, por cierto, con más violencia, un nuevo sistema de aportación de esfuerzo a la sociedad que denominó “gratificar” por el que la población debía contribuir con esfuerzo no remunerado a la sociedad en signo de gratitud por el cobijo que se le ofrecía y la protección social que se le daba que, de otra parte, tan solo cubría parcialmente, puesto que había sido privatizada y debía ser pagada por el usuario, si tenía la fortuna de trabajar, o mediante gratificaciones adicionales por parte de aquellos que no tenían empleo, es decir, recurriendo al mismo sistema que el gobierno había implantado, con lo que este se retroalimentaba y crecía inexorablemente.

El término no fue elegido casualmente, se hizo con el objeto de suprimir, desde un punto de vista semántico, la mala imagen asociada a gratificación, normalmente “en sobre”, que provocó la entrega de las mismas por parte de empresarios a políticos o de políticos a políticos para obtener prebendas, desarrollar corruptelas o facilitar la prevaricación.  La mayor parte de los estudiosos y eruditos decían, no sin razón, que este simple y retrógrado sistema de gratificaciones era una forma avanzada y sutilmente encubierta de esclavitud, mucho peor aún en realidad porque, al fin y al cabo, el esclavo tenía asegurada la comida y el cobijo por pobre que fuera, mientras que los gratificadores, esa fue la denominación con la que se nos designó, no teníamos derecho a nada y este esfuerzo (por cuestiones eufemísticas el término trabajo se eliminó en cualquier referencia al sistema implantado) era nuestra obligación social. Así pues, la ciudadanía debía suministrar al gobierno esas gratificaciones que se establecían en jornadas cuya duración y contenido se alteraba en función de las necesidades del régimen de turno y de las empresas adscritas a él, que resultaban ser la práctica totalidad. Para estas gratificaciones no existía edad mínima con la excusa de que todos éramos protegidos por la sociedad (aunque a los efectos prácticos se consideraban los 8 años), además la ciudadanía debía procurarse adicionalmente un empleo, un trabajo al uso, que le permitiese obtener la remuneración suficiente para subsistir. Los sueldos eran ínfimos y el mercado, ante la falta de consumo, centró su producción en productos de lujo que solo estaban al alcance de las grandes fortunas cuyo capital amasado resultaba inagotable frente a la miseria de la mayor parte de la población que, a duras penas, conseguía alimentarse y que malvivía en los campos de gratificación en los que el gobierno hacinaba a los desempleados que solo gratificaban.

Evidentemente todas las empresas querían adscribirse al sistema gratificatorio puesto que les evitaba, previo pago de un canon al gobierno, tener que remunerar a trabajadores y conseguían, a coste prácticamente nulo, desarrollar su producción mediante el programa implantado, lo que les aseguraba mano de obra gratuita de forma constante. Las estadísticas de desempleo eran aterradoras, a pesar de la avanzada edad de escolarización obligatoria y de la reducción de la edad de jubilación, superando con creces el  25% de la población activa, sin embargo el gobierno supo utilizarlo como excusa para potenciar el sistema gratificatorio, con el que justificaba que la sociedad seguía viva, cuando en realidad estaba siendo esquilmada y las abismales diferencias sociales entre ricos y pobres habían crecido exponencialmente en los últimos tiempos.

Estos eran los motivos que me movían a participar en las manifestaciones de El día del trabajo. Así que este año me disponía, una vez más, a acercarme a la plaza de la capital donde se había convocado. Se preveía una mayor asistencia que en ocasiones anteriores por lo que probablemente el dispositivo policial sería también mayor (la policía estaba, obviamente, obligada a desempeñar su esfuerzo mediante gratificaciones). La gente comenzó a llegar y se ubicó con pancartas reivindicativas acerca del trabajo como derecho y contra el sistema de gratificaciones. Las previsiones se superaron con creces, tal vez llegamos a reunirnos una centena de manifestantes frente a las puertas del Ayuntamiento. La policía, por miles, nos rodeaba como todos los años en un cordón doble que nos impedía movernos más allá del pequeño espacio que ocupábamos en el centro de la plaza. No éramos problema alguno, esperarían a que finalizase la hora que nos habían concedido para manifestarnos y nos disolverían con firmeza. Al día siguiente todo olvidado. La gente nos miraba huidiza, aunque los allí presentes sabíamos que nos admiraban por poco que esto sirviese. Nadie quería seguir viviendo así, pero habían conseguido obligarnos a agachar la cabeza.




Rubén Cabecera Soriano
Mérida a 1 de mayo de 2013.

No hay comentarios:

Publicar un comentario