El siervo del hambre.





Allá a lo lejos, en la blanca torre de la iglesia, el tañido de las campanas no le despierta. Cinco veces suena anunciando el incipiente amanecer que, hasta donde recuerda, nunca le cogió dormido. Está preparando la yunta de bueyes. Azada al hombro y arado al lomo del burro que lleva los sacos con las semillas en sendos esportones. La criba, el trillo y la artesa en una esquina del cobertizo, junto al carro. Un quebrado yugo de madera descansa empolvado en una esquina. La vaca, antojadiza de madrugada, está siendo ordeñada por la mujer: leche fresca para el queso que venderán en la próxima feria, solo un tazón para los tres niños; los menores menores aún dormidos; el mayor, de catorce años y al que ya nadie “hijo” le llama, ayuda al padre, lleva una hoz al cincho y carga en la alforja una bota de vino y un par de hogazas de pan con una breve longaniza: la comida de la jornada. Parten con los primeros rayos a abrir la tierra y sembrar. Ya pidieron permiso al alcalde para usar las acequias y preparar el riego, les tocará esperar el turno bajo la supervisión del mayoral; no cayeron en gracia en su momento.

Dos horas de camino polvoriento les espera al cruzar el portón, momento en que la madre despierta a los dos niños que comparten cama en el dormitorio principal, los viste, los lava, los sienta, toman la leche donde mojan el pan duro de ayer. Mucho es el tiempo que transcurre y poco el provecho aparente: padre e hijo llegaron a la parcela; madre llevó a los pequeños a la escuela. Ahora empieza lo duro, el sufrimiento, el trabajo, la miseria: son carne de yugo. Unos abrasándose bajo el sol, otros peleando en la huerta. Todos con las manos encallecidas para arrancarle unos míseros frutos a la tierra arpía que otros comprarán al precio que estimen con el menosprecio de su esfuerzo.

Una pobre y solitaria encina cubre al padre y al hijo de sombra en medio del campo, mientras, la mujer arrastra bajo el impío mediodía a los niños juguetones a su humilde casa por las calles medio hechas del pueblo. Unos, navaja en mano, cortan el pan, la otra, doblada por el zacho, ofrece unas míseras judías a los chiquillos, que ella apenas probó antes. Terminado el refectorio, un breve descanso para todos que los pequeños prolongan en siesta tumbados en el fresco suelo de barro del salón. Madre, padre e hijo mayor prosiguen la tarea. Una en la huerta, los otros en el campo. El límite lo pone el sol que consuma las energías de los esclavos impidiéndoles con la oscuridad permanecer arañando el suelo o arrancando hortalizas, al tiempo que insinúa el merecido descanso para los sudorosos y rendidos cuerpos. Descanso imposible para ella que, a la luz de candelas, debe preparar la última comida del día para los hombres que vienen de regreso y encamar a los pequeños.

La cena transcurre como siempre, en silencio, pocas ganas de hablar pueden tener quienes no han parado durante todo el día de trabajar. Los platos los recoge ella, el hijo amarra las bestias, el padre toma un vaso de vino que le sabe a gloria, ese es su cielo, no el que encontrará a su muerte. Mañana domingo prepararán la casa, arreglarán las herramientas, vestirán a los niños, herrarán el burro, cada cual sabe qué le toca. Después irán juntos a la iglesia donde el párroco les recordará cuánto deben a quien tanto hizo por ellos sacándoles del hambre, pero conservándoles la miseria -que esa les viene de nacimiento-, aunque deban devolverlo todo con el sudor de su frente y la implacable vigilancia del mayoral, que bien bueno es el sacrificio para el espíritu.

El paseo hasta la iglesia, decorada con grandes vidrieras coloreadas y ubicada en el centro del pueblo, frente a los soportales del ayuntamiento, es agradable. El sol calienta menos si las espaldas no se queman. El reflejo de las paredes de las viviendas encaladas, pero por terminar, deslumbra por momentos. Los niños corretean entre los árboles del bosquete. La cantina se vacía cuando repican las campanas llamando a la oración. El médico no asistirá a la misa pues está en la ciudad donde suele pasar los fines de semana. El maestro no siempre va, nadie le pregunta, ni el alcalde, ni el párroco, aunque a ambos les molesta su ausencia. Tendrá problemas, es inevitable. La gente se agolpa bajo el insólito pórtico de acceso al templo. Los primeros bancos suelen quedar libres, reservados para el alcalde, el alguacil, el perito y sus familias. Reverencias y respetos se les vierten cuando acceden por el corredor central instantes antes de iniciarse el servicio. El resto, el pueblo, los colonos, se colocan como pueden, detrás. Otros, braceros y temporeros, permanecen de pie, creen que no tienen derecho a sentarse. Todos comulgan, sin excepción.

Tras el culto, vuelven a sus casas, las conversaciones en el atrio son breves: saludos, cómoestamos, quétalteva, ytushijos, se suceden indistintamente entre unos y otros, respetando, como no habría otro modo, las clases a las que cada uno saben que pertenecen. Ya regresados al hogar toda la familia se desviste y la mujer dobla cuidadosamente las pobres galas a la espera del próximo domingo. Toca algún remiendo en los pantalones del más pequeño, travieso y azotado por el padre, lloroso. La tarde transcurre silenciosa esperando la venida de una nueva mañana. El padre se mira las manos: firmes, duras, anchas, manos de un trabajador que nunca encontrarán descanso.

Fotografía: Archivo del Centro de Estudios Agrarios de la Junta de Extremadura.

Mérida a 9 de marzo de 2013.
Rubén Cabecera Soriano.

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