Como cada mañana se
despertó a las siete, se levantó, se puso sus zapatillas, fue al baño, se
duchó, se asomó a la ventana para comprobar si refrescaba.
Como cada mañana se
puso unos vaqueros y una camiseta de manga corta, unos calcetines y las
deportivas con las que venía haciendo prácticamente todos los días el recorrido
desde casa de sus padres hasta la oficina de empleo que quedaba a dos manzanas.
En su ropero tenía un traje de chaqueta delicadamente planchado con un par de
corbatas y camisas que combinaba y alternaba según asistía a alguna boda de sus
amigos o a las, cada vez menos numerosas, entrevistas de trabajo.
Como cada mañana se
acercó a la estantería que había sobre su escritorio y revisó todos y cada uno
de los libros que le habían acompañado a lo largo de tantos años: durante su
carrera, su doctorado, su especialización, su máster, sus oposiciones, sus
idiomas. Muchos de ellos llevaba algún tiempo empaquetados en el trastero del
garaje de sus padres; no había sitio para más en su dormitorio. Recogió su
cartera y revisó su dni: 1976, la fecha era inconfundible, evidente,
irrefutable. Salir de su habitación le suponía un sufrimiento insoportable,
quería a sus padres, eso lo tenía claro, pero la convivencia cada vez resultaba
más difícil y depender de ellos económicamente le producía una angustia
permanente que enturbiaba la relación.
Como cada mañana se
preguntó cuál fue el error que cometió, dónde tomó la decisión desacertada que
le llevó a una situación de la que difícilmente saldría a tenor de las noticias
que cada día le minaban el ánimo. A veces se arrepentía de no haberse metido en política, frase peyorativa,
cuya contextualización en la realidad le repugnaba profundamente. Algún conocido
suyo de la época colegial había labrado su carrera en ese mundo. Envidiaba
maliciosamente su estabilidad económica obtenida políticamente, a pesar de la
más que demostrada falta de formación –sobre todo comparada con la suya-,
incompetencia e incapacidad dialéctica que le impedía siquiera mantener un
discurso coherente y armado, recurriendo sistemáticamente a los manidos clichés
prototípicos de la desgraciadamente avenida clase política, creada desde el
amiguismo, frente a la valía y el interés ciudadano. Por esto le aborrecía y
antipatizaba. Daba por hecho que era corrupto, lo fuese o no de facto, porque
su partido, y él con ellos, cada día demostraba que admitía condescendientemente y coadyuvaba a
la permanencia, en militancia o cargos públicos, de mentirosos, ladrones,
desfalcadores o prevaricadores, con lo cual, atestiguaban, con su connivencia
ante esa situación, un nivel de implicación más o menos profundo en esas
denigrantes prácticas contra la sociedad y en beneficio propio. Además, eran
incapaces de desmentir las acusaciones vertidas contra ellos, más allá de sus
leves e intolerables insinuaciones acusadoras contra quienes clamaban las
denuncias. Le repugnaba esa putrefacta política con la que forzosamente se veía
obligado a convivir y cuyas estructuras, firmemente sólidas e implantadas en el
seno de la sociedad, le impedían luchar por un verdadero cambio, una
alternativa real, produciéndole una permanente sensación de frustración e
impotencia. A pesar de ello no desfallecía y conservaba su compromiso, ayudando
siempre que podía a organizaciones apolíticas que desarrollaban un fin social.
Hoy, sin embargo,
no como cada mañana, sería la última vez que despertaría en su dormitorio. Al
lado de la silla con el respaldo desgastado se encontraba la maleta que le
acompañaría en su nuevo periplo. Emigraba. Se acordó de su abuelo y las
historias que le contaba cuando marchó de España a luchar contra el hambre:
cómo tuvo que trabajar de peón llevando durante años piedras en carretillas a
las construcciones, sin poder decir una palabra porque desconocía el idioma y
recibiendo a cambio un mísero puñado de monedas que celosamente guardaba para
enviarlas a su tierra y poder regresar en cuanto le fuese posible. Años
después, su nieto iniciaba el mismo camino. Ahora, como antes, la llegada de
inmigrantes supone una auténtica bendición para el país de acogida. Pero ahora
él y otros muchos como él, que marchan irremediablemente, harán las delicias de
su nueva patria porque constituyen la generación mejor preparada de la historia
de España. No se trata de gentes deslomadas por la pesada carga que transportan
a sus espaldas, son personas preparadas en las que España invirtió innumerables
recursos que, desesperadas, huyen del interesado maniqueísmo político en busca
de una digna prosperidad en un país que demuestre apreciar su valía y en el que
no sean tratados como deshechos, acusados de vivir por encima de sus
posibilidades cuando ni siquiera tuvieron la oportunidad de vivir. Sin duda el
problema es que esta generación que huye, que huimos, no lo hace pensando en su
vuelta. La desafección y el rechazo que la clase política ha provocado en
ellos, en nosotros, genera un denostado sentimiento contra lo que se suponía
nos pertenecía: la sociedad, el estado de nuestro bienestar, pero que se ha
demostrado es manipulada por unos pocos que atienden a intereses espurios y
egoístas. Esta circunstancia provoca, como cada día, que miles de españoles
digan adiós para marchar y no regresar.
Mérida a 3 de marzo de 2013.
Rubén Cabecera Soriano.
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