sábado, 26 de enero de 2013
Mi religión, la economía.
En el retablo que
presidía el templo había esculpida una figura en bronce con incrustaciones
doradas y purpúreas que brillaban resplandecientes con los rayos de sol que
atravesaban las vidrieras plomadas del rosetón de poniente. Los fieles,
arrodillados, apenas podían entreabrir sus ojos deslumbrados por el reflejo de
la luz en la superficie bruñida de la escultura. Se oían cánticos de alabanza y
adoración, como suaves murmullos reverberantes, ofrecidos píamente al dios
dinero, representado en el ábside por una moneda refulgente de tamaño desmesurado
y barrocamente decorada. El oficiante, con los brazos abiertos, bendecía un
billete colocado sobre una bandeja de plata en el altar para ofrecerlo lustroso
a los feligreses que inadvertidamente bajaban la cabeza en señal de respeto,
adoración o sumisión. El momento culminante de la liturgia se producía cuando
el sacerdote bajaba a la nave central y, colocado bajo el óculo del crucero,
iluminado por una tenue luz nebulosa, exhortaba a su rebaño para que se
acercase a ofrecer su ofrenda que consistía en entregar cierta cantidad de
dinero que era abiertamente declamada por el sacerdote para que fuese escuchada
por todos, llenándose el santuario de bisbiseos y comentarios sobre las
cuantías donadas. Posteriormente el cura bendecía a los presentes y los
despedía hasta la siguiente asistencia al culto con una oración que exaltaba la
grandeza de amasar dinero como ofrenda a dios.
La religión
económica se había erigido como base moral y ética de la sociedad y dirigía sus
designios con férrea solidez auspiciada por los poderosos sacerdotes que
estaban convenientemente jerarquizados en función de su riqueza, obtenida de
sus numerosas empresas, dedicadas a vender sus productos a la ciudadanía. Las familias
trabajaban en estas compañías por una escasa remuneración, que debían devolver
en parte en los oficios semanales, desempeñando las funciones que les eran requeridas
bajo la amenaza de un castigo divino, que no era otro sino el desempleo,
elevado a ignominioso pecado mortal del que solo se podía escapar con un nuevo
puesto de trabajo en peores condiciones que el anterior. El sistema,
estructurado en un fundamento claramente economicista, pero con las
connotaciones morales de la religión, permitía un control monetario total de la
sociedad que se veía sometida por los condicionantes psicosociales que el culto
inculcaba en sus seguidores y, además, fijaba los parámetros de desarrollo y
crecimiento económico según los intereses de su jerarquía eclesial. Además se
había convertido en una religión de carácter mundial, sin fronteras, que se
había implantado hacia ya años en toda la Tierra, y cuyo crecimiento iba en
detrimento de las ahora exiguas religiones tradicionales que habían caído en el
más profundo olvido.
Poco importaban ya
los valores morales con los que esta religión económica nació, que preconizaban
la igualdad social y la sostenibilidad económica en un mercado controlado por
la cúpula eclesial inicialmente desvinculada de la actividad empresarial, pero
que, poco a poco, fue introduciéndose, ante el asombro de los fieles, en dicha
actividad, bajo el pretexto de evitar situaciones de desigualdad y abuso sobre
la clase trabajadora. Finalmente las compañías se transformaron en extensiones
de la religión y viceversa, siendo difícil establecer el límite de unas y otras
hasta el extremo de que todas las empresas, incluidas las más poderosas,
dedicaban un tiempo diario al rezo y adoración al dios dinero. Los presidentes,
directores y gerentes de las compañías comenzaron a ser elegidos como miembros
de la jerarquía eclesial y los sacerdotes fueron seleccionados para ocupar
puestos de responsabilidad en distintas empresas.
La escasa capacidad
predictiva de la economía, cuando aún estaba desvinculada de la religión y era
considerada como ciencia -aunque muchos discrepasen de esta asociación ante su
inutilidad a la hora de encontrar soluciones eficaces en situaciones de crisis,
consecuencia entre otras cosas de la intromisión de los poderes fácticos y de
consideraciones filosóficas sobre los mercados- hizo que algunos grupos de
poder invirtiesen grandes cantidades de dinero para que se comenzase a asociar
la economía a un movimiento religioso que comenzó a recoger numerosos adeptos
inmediatamente. El éxito estaba asegurado y, aunque las motivaciones fueron
inicialmente positivas –en términos globales-, el egoísmo social preponderante
entre la clase poderosa invirtió pronto el proceso derivándolo hacia el
oscurantismo y la coacción de la religión sobre su feligresía.
Esta religión, la
economía; con su dios, el dinero; su fe, el llegar a él; sus principios,
tergiversados y transformados en la avaricia y el egoísmo, y sustentados en el
miedo a la condena eterna en pobreza; su jerarquía eclesial, donde todos los
poderosos querían tener su papel; se convirtió finalmente en el centro de poder
y de moral de una sociedad en la que nadie escapaba a los largos y extensos
tentáculos de los dogmas económicos que sometían a la población, incapaz de presentar
batalla ante el todopoderoso dios.
Mérida a 26 de enero de 2013.
Rubén Cabecera Soriano.