Mi religión, la economía.


En el retablo que presidía el templo había esculpida una figura en bronce con incrustaciones doradas y purpúreas que brillaban resplandecientes con los rayos de sol que atravesaban las vidrieras plomadas del rosetón de poniente. Los fieles, arrodillados, apenas podían entreabrir sus ojos deslumbrados por el reflejo de la luz en la superficie bruñida de la escultura. Se oían cánticos de alabanza y adoración, como suaves murmullos reverberantes, ofrecidos píamente al dios dinero, representado en el ábside por una moneda refulgente de tamaño desmesurado y barrocamente decorada. El oficiante, con los brazos abiertos, bendecía un billete colocado sobre una bandeja de plata en el altar para ofrecerlo lustroso a los feligreses que inadvertidamente bajaban la cabeza en señal de respeto, adoración o sumisión. El momento culminante de la liturgia se producía cuando el sacerdote bajaba a la nave central y, colocado bajo el óculo del crucero, iluminado por una tenue luz nebulosa, exhortaba a su rebaño para que se acercase a ofrecer su ofrenda que consistía en entregar cierta cantidad de dinero que era abiertamente declamada por el sacerdote para que fuese escuchada por todos, llenándose el santuario de bisbiseos y comentarios sobre las cuantías donadas. Posteriormente el cura bendecía a los presentes y los despedía hasta la siguiente asistencia al culto con una oración que exaltaba la grandeza de amasar dinero como ofrenda a dios.

La religión económica se había erigido como base moral y ética de la sociedad y dirigía sus designios con férrea solidez auspiciada por los poderosos sacerdotes que estaban convenientemente jerarquizados en función de su riqueza, obtenida de sus numerosas empresas, dedicadas a vender sus productos a la ciudadanía. Las familias trabajaban en estas compañías por una escasa remuneración, que debían devolver en parte en los oficios semanales, desempeñando las funciones que les eran requeridas bajo la amenaza de un castigo divino, que no era otro sino el desempleo, elevado a ignominioso pecado mortal del que solo se podía escapar con un nuevo puesto de trabajo en peores condiciones que el anterior. El sistema, estructurado en un fundamento claramente economicista, pero con las connotaciones morales de la religión, permitía un control monetario total de la sociedad que se veía sometida por los condicionantes psicosociales que el culto inculcaba en sus seguidores y, además, fijaba los parámetros de desarrollo y crecimiento económico según los intereses de su jerarquía eclesial. Además se había convertido en una religión de carácter mundial, sin fronteras, que se había implantado hacia ya años en toda la Tierra, y cuyo crecimiento iba en detrimento de las ahora exiguas religiones tradicionales que habían caído en el más profundo olvido.

Poco importaban ya los valores morales con los que esta religión económica nació, que preconizaban la igualdad social y la sostenibilidad económica en un mercado controlado por la cúpula eclesial inicialmente desvinculada de la actividad empresarial, pero que, poco a poco, fue introduciéndose, ante el asombro de los fieles, en dicha actividad, bajo el pretexto de evitar situaciones de desigualdad y abuso sobre la clase trabajadora. Finalmente las compañías se transformaron en extensiones de la religión y viceversa, siendo difícil establecer el límite de unas y otras hasta el extremo de que todas las empresas, incluidas las más poderosas, dedicaban un tiempo diario al rezo y adoración al dios dinero. Los presidentes, directores y gerentes de las compañías comenzaron a ser elegidos como miembros de la jerarquía eclesial y los sacerdotes fueron seleccionados para ocupar puestos de responsabilidad en distintas empresas.

La escasa capacidad predictiva de la economía, cuando aún estaba desvinculada de la religión y era considerada como ciencia -aunque muchos discrepasen de esta asociación ante su inutilidad a la hora de encontrar soluciones eficaces en situaciones de crisis, consecuencia entre otras cosas de la intromisión de los poderes fácticos y de consideraciones filosóficas sobre los mercados- hizo que algunos grupos de poder invirtiesen grandes cantidades de dinero para que se comenzase a asociar la economía a un movimiento religioso que comenzó a recoger numerosos adeptos inmediatamente. El éxito estaba asegurado y, aunque las motivaciones fueron inicialmente positivas –en términos globales-, el egoísmo social preponderante entre la clase poderosa invirtió pronto el proceso derivándolo hacia el oscurantismo y la coacción de la religión sobre su feligresía.

Esta religión, la economía; con su dios, el dinero; su fe, el llegar a él; sus principios, tergiversados y transformados en la avaricia y el egoísmo, y sustentados en el miedo a la condena eterna en pobreza; su jerarquía eclesial, donde todos los poderosos querían tener su papel; se convirtió finalmente en el centro de poder y de moral de una sociedad en la que nadie escapaba a los largos y extensos tentáculos de los dogmas económicos que sometían a la población, incapaz de presentar batalla ante el todopoderoso dios.



Mérida a 26 de enero de 2013.
Rubén Cabecera Soriano.

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