viernes, 1 de febrero de 2013
La cloaca.
La pestilencia de
la inmundicia que recorría los conductos del subsuelo político invadía el
parlamento. Los representantes ideológicos de cada partido político, erigidos
como miembros no electos por el pueblo, tapaban sus apéndices nasales con toda
suerte de ingenios para evitar que, a través de sus narinas, penetrase el hedor
del ambiente que provocaría que el moco nasal del conjuntivo fijase las
moléculas aromáticas y las transportase hasta los cilios, cuyas prolongaciones
nerviosas alcanzarían el bulbo olfativo produciendo un terrible malestar y
agónico sufrimiento que desembocaría en espantosos y atroces dolores que
podrían llegar a producir finalmente la muerte. Todos sabían perfectamente qué
hacer en ese instante y salían sinuosamente del recinto en un tenue murmullo,
arrastrando sigilosa y sibilinamente sus zapatos lustrosos sobre las alfombras
del congreso para poder desembarazarse de la más que posible mierda que sus
suelas pudiesen portar y que, a la postre, ocasionaban ese espeluznante olor.
Cada cierto tiempo,
y sin previo aviso, se producía un escape de estas características que
contaminaba todo el ambiente de la sociedad, sin que los numerosos estudios,
auditorías e informes encargados por los partidos políticos supiesen determinar
el porqué, más allá de las miles de páginas que producían pingües emolumentos
en las consultoras encargadas de elaborar dichos legajos. Rara vez se obtenía
algún resultado satisfactorio para la ciudadanía y más extraño era aún poder
determinar el origen de tamaño tufo. Sin embargo, sí que resultaba previsible
el final de semejante fetidez: se dejaba correr el aire durante el tiempo
apropiado y necesario, a través de los grandes ventanales de las instituciones,
y todo concluía con algo de paciencia y algún que otro damnificado menor que
ejercía las veces de cabeza de turco. La historia venía repitiéndose
sistemáticamente una y otra vez.
Continuamente se
enarbolaba la bandera de la decencia y de la dignidad propias, remarcadas con
sanguinolentas cuchilladas en forma de acusaciones a los contrarios, en el
firme convencimiento de que las siguientes cicatrices serían recibidas por los
ahora denunciantes. Los gritos nasales (para que el olor no penetrase en sus
narices) de los unos, eran normalmente respondidos con la indignación de los
otros y el insoportable rugido del “tú ya
lo hiciste” (al menos tenían la decencia de guardarse el “tú lo volverás a hacer” aunque estuviese
firmemente presente en sus pensamientos junto con el “yo también repetiré”).
La desconfianza y
la desafección social con respecto a la clase política se había convertido en
un hecho normal que determinaba en gran medida el comportamiento de la
ciudadanía con respecto a las instituciones. Todo el mundo excusaba su conducta
egoísta en la simple comparación con el abuso de las clases poderosas,
auspiciando precisamente su deshonra, en el poder que ejercían. Del sopor se
pasó a la vergüenza, de la vergüenza se pasó al cansancio, del cansancio se
pasó a la indignación y de la indignación a la acción, pero la represión
ejerció su primacía y en el ciclo se volvió al sopor, con lo que eternamente
estaríamos condenados a repetir una y otra vez la misma historia. El círculo
vicioso, al que solo se accedía con carnés de egoísmo, avaricia, egolatría,
soberbia y codicia, pero con el que la mayor parte de la ciudadanía se veía
obligada a convivir, dominaba los designios de la sociedad que se dejaba
embaucar y manipular en momentos puntuales, coincidentes, por término general,
con los períodos electorales en los que los unos o los otros conseguían, en un
ejercicio majestuoso de malabarismo, renovar la confianza con falsas promesas
de cambio.
El aire,
irrespirable por momentos, venenoso en su composición, mefítico y apestoso,
terminaba por asumirse con naturalidad como parte indisoluble de esta nuestra
sociedad, procurando nuestra memoria los mecanismos necesarios para superar la
rabia y sobrellevar con chanza y jarana lo que finalmente terminaba siendo un maloliente
tufillo pasajero procedente de alguna sucia cloaca que alguien olvidó limpiar.
Mérida a 1 de febrero de 2013.
Rubén Cabecera Soriano.
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