La cloaca.


La pestilencia de la inmundicia que recorría los conductos del subsuelo político invadía el parlamento. Los representantes ideológicos de cada partido político, erigidos como miembros no electos por el pueblo, tapaban sus apéndices nasales con toda suerte de ingenios para evitar que, a través de sus narinas, penetrase el hedor del ambiente que provocaría que el moco nasal del conjuntivo fijase las moléculas aromáticas y las transportase hasta los cilios, cuyas prolongaciones nerviosas alcanzarían el bulbo olfativo produciendo un terrible malestar y agónico sufrimiento que desembocaría en espantosos y atroces dolores que podrían llegar a producir finalmente la muerte. Todos sabían perfectamente qué hacer en ese instante y salían sinuosamente del recinto en un tenue murmullo, arrastrando sigilosa y sibilinamente sus zapatos lustrosos sobre las alfombras del congreso para poder desembarazarse de la más que posible mierda que sus suelas pudiesen portar y que, a la postre, ocasionaban ese espeluznante olor.

Cada cierto tiempo, y sin previo aviso, se producía un escape de estas características que contaminaba todo el ambiente de la sociedad, sin que los numerosos estudios, auditorías e informes encargados por los partidos políticos supiesen determinar el porqué, más allá de las miles de páginas que producían pingües emolumentos en las consultoras encargadas de elaborar dichos legajos. Rara vez se obtenía algún resultado satisfactorio para la ciudadanía y más extraño era aún poder determinar el origen de tamaño tufo. Sin embargo, sí que resultaba previsible el final de semejante fetidez: se dejaba correr el aire durante el tiempo apropiado y necesario, a través de los grandes ventanales de las instituciones, y todo concluía con algo de paciencia y algún que otro damnificado menor que ejercía las veces de cabeza de turco. La historia venía repitiéndose sistemáticamente una y otra vez.

Continuamente se enarbolaba la bandera de la decencia y de la dignidad propias, remarcadas con sanguinolentas cuchilladas en forma de acusaciones a los contrarios, en el firme convencimiento de que las siguientes cicatrices serían recibidas por los ahora denunciantes. Los gritos nasales (para que el olor no penetrase en sus narices) de los unos, eran normalmente respondidos con la indignación de los otros y el insoportable rugido del “tú ya lo hiciste” (al menos tenían la decencia de guardarse el “tú lo volverás a hacer” aunque estuviese firmemente presente en sus pensamientos junto con el “yo también repetiré”).

La desconfianza y la desafección social con respecto a la clase política se había convertido en un hecho normal que determinaba en gran medida el comportamiento de la ciudadanía con respecto a las instituciones. Todo el mundo excusaba su conducta egoísta en la simple comparación con el abuso de las clases poderosas, auspiciando precisamente su deshonra, en el poder que ejercían. Del sopor se pasó a la vergüenza, de la vergüenza se pasó al cansancio, del cansancio se pasó a la indignación y de la indignación a la acción, pero la represión ejerció su primacía y en el ciclo se volvió al sopor, con lo que eternamente estaríamos condenados a repetir una y otra vez la misma historia. El círculo vicioso, al que solo se accedía con carnés de egoísmo, avaricia, egolatría, soberbia y codicia, pero con el que la mayor parte de la ciudadanía se veía obligada a convivir, dominaba los designios de la sociedad que se dejaba embaucar y manipular en momentos puntuales, coincidentes, por término general, con los períodos electorales en los que los unos o los otros conseguían, en un ejercicio majestuoso de malabarismo, renovar la confianza con falsas promesas de cambio.

El aire, irrespirable por momentos, venenoso en su composición, mefítico y apestoso, terminaba por asumirse con naturalidad como parte indisoluble de esta nuestra sociedad, procurando nuestra memoria los mecanismos necesarios para superar la rabia y sobrellevar con chanza y jarana lo que finalmente terminaba siendo un maloliente tufillo pasajero procedente de alguna sucia cloaca que alguien olvidó limpiar.


Mérida a 1 de febrero de 2013.
Rubén Cabecera Soriano.

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