El murmullo
continuo del televisor adormecía a Juan Olvidado que decidió incorporarse del
sofá para apagarlo. Hacía algún tiempo que el mando a distancia se había
quedado sin baterías, pero Juan decidió no reponerlas con el firme objetivo de
evitar encender el dichoso aparato, sin caer en la cuenta de que le obligaría a
levantarse para apagarlo en las contadas ocasiones que no conseguía evitar la
tentación de escuchar un noticiero mientras cenaba, sacrificando su sesión
vespertina de música clásica con la que tanto disfrutaba.
A Juan le costaba desentenderse
de la realidad en la que vivía día a día, más bien sufría teniendo que hacerlo,
porque era una persona comprometida, tal vez más de palabra que de hecho, con
lo que ese mismo compromiso no dejaba de estar en cuestión como él mismo
reflexionaba en la soledad de su piso, pero sería injusto no reconocer sus
acciones, pequeñas, pero convencidas. Sin embargo, esa misma preocupación por
la situación que vivía la sociedad en la que se veía inmerso era, precisamente,
la que terminaba por exasperarle cada vez que se procuraba información para
valorar, decidir y opinar. Estaba sobradamente acostumbrado a las peroratas de
los políticos en las que solo se lanzaban burdos libelos cuando su escaso y pobre
argumentario no daba para más, o bien cuando sacaban a relucir su más absoluta
prepotencia auspiciada, eso sí, en una mayoría obtenida justamente en las urnas
- entiéndase este adverbio en su doble sentido semántico, puesto que las
participaciones electorales reflejadas de forma porcentual nunca serán
indicativo de la realidad social por más que la oligarquía establecida así lo
pretenda y menos aún en citas cuatrienales- y que les permitía no tener que
defender sus propuestas razonada y técnicamente, sino más bien les confería la
absoluta libertad de desechar, tras un paripé de varias horas, aquello con lo
que, sin más, no estaban de acuerdo.
Así pues, Juan
seguía escuchando hora tras hora, día tras día, año tras año, las excusas, las
justificaciones, las explicaciones que los unos y los otros lanzaban al
respecto de todo, sin que sirviesen para más que acumular palabras más o menos
acertadas, aunque siempre evasivas y nunca sinceras, respecto a las cuestiones
preocupantes para la sociedad, sirviéndose, en algunos casos, de un barato y
efectista populismo y, en otros, haciendo gala de un caciquismo más propio de
tiempos pasados.
Bla, bla, bla, … solo
eso, palabras sin más motivación que palabras, con las que los políticos
actuales han confundido su noble profesión, la del gobierno del pueblo por
delegación y en defensa del pueblo, con una farsa continua en la que predominan
los intereses personales y partidistas -por ese orden- dentro de la establecida
alternancia cíclica más que presumible, que solo exige de los políticos algo de
paciencia que combaten, si su cuerpo no la soporta, con una buena dosis de la
consabida ristra de insultos - bien que relajan- o, alternativamente, si su
megalomanía, ansia de poder e impaciencia no se lo permite, desfalcando,
robando y malversando en la sombra, sin más preocupación que alguna que otra
noticia de prensa olvidada en unos meses y, a lo sumo, un proceso judicial con
cierta relevancia que, en todo caso, les obligará a dimitir de sus cargos, no
renunciando nunca al acta de diputado que con tanto esfuerzo han logrado
gracias al apoyo de la ciudadanía que votó “listas abiertas” y, digámoslo así,
le otorga la inmunidad y en su defecto genera amnistía.
Juan conocía
perfectamente el significado de la palabra “dialéctica” y le gustaba
especialmente, al margen de la componente etimológica y de las espléndidas
interpretaciones filosóficas que se le han dado a lo largo de la historia, la
acepción que refería la capacidad de afrontar una oposición mediante
razonamientos ordenados. Pensaba con frecuencia cuán bueno sería que esa capacidad
fuese innata, exigible al menos a los políticos que quisiesen ejercer o, más
bien, que no pudiese esconderse tras densas palabras inútiles, impenetrables,
oscuras, insultantes y ofensivas, que solo exasperan a los interlocutores,
cerradas como están nada más ser pronunciadas y habiendo perdido la capacidad
de escuchar. Son todas lo mismo y bien valdría sustituirlas por ese bla, bla,
bla, … porque se conseguiría el mismo efecto.
Imagen: http://piquiten.blogspot.com.es/
Mérida a 6 de diciembre de 2012.
Rubén Cabecera Soriano.