Un mar blanco de muerte y belleza.


Despierto. Estoy tumbado sobre un suelo extrañamente blando, firme sin embargo. Abro despacio los ojos y la claridad va cegándome poco a poco, como si volviese a la ablepsia del sueño, pero de un blanco reluciente contrapuesto a la oscuridad del onírico descanso. Siento, con cada rayo de sol que traspasa la fina piel de mis párpados, agujas clavándose en mis ojos. No veo otra cosa sino la albura del cielo que se une en una temblorosa horizontalidad con la nacarada tierra. Es precioso, demasiado, tal vez esté muerto. Sin embargo comienzo a sentir mis manos y de forma inexplicable buscan apoyo para permitir mi incorporación lenta, tranquila, pausada. Cielo y tierra comienzan a separarse y mis ojos alcanzan a distinguir en la infinitud el color rosa de la vida. Entonces descubro mi renacimiento. Estoy desnudo, aquí, en este mundo, pero no necesito nada, todo lo tengo ahí mismo, a mi alrededor, lo puedo tomar. Me esfuerzo en entender cuán pequeño soy, cuán insignificante, al tiempo que me reconozco como individuo, puede que tal vez no mucho más que un quídam, pero capaz de vivir en esta nueva realidad una vez que mis pupilas se han acostumbrado a esta luz de la que me he enamorado profundamente y que quisiera retener hasta que llegue mi verdadera muerte.

Giro y giro, y siempre veo lo mismo, más allá tal vez no haya nada, tal vez no necesite buscarlo, mis ojos son incapaces de ver por detrás del horizonte que el sol hace temblar. No sé cuánto tiempo llevo de pie, mis piernas comienzan a entumecerse y necesitan movimiento, así que camino. Caminar, eso es lo que hacemos, caminar, siempre hacia delante, pocas veces miramos atrás, pero aquí todo es lo mismo, apenas se perciben matices que pudieran servir para identificar y diferenciar un punto de otro. El suelo está abierto, herido por los rayos de sol implacables; parece sangrar sal que brilla refulgente ante el impetuoso resplandor del cielo. Me siento observado, pero no hay nadie que me pueda mirar, tal vez son los ojos de la soledad los que perciben mi inquietud y sigo caminando hasta que el cansancio me hace detenerme. Me siento, el suelo parece amoldarse a mí, quiere ser yo mismo, busca apoderarse de mi realidad, de mi total conciencia para que tierra y hombre seamos uno, algo que nunca debió dejar de ser. Descanso inclinándome ligeramente hacia atrás y sujetándome con las manos cuando percibo que realmente no peso o tal vez no estoy sosteniéndome realmente, algo o alguien, o las dos cosas lo hacen por mí. Siento una ingravidez transformadora, reconfortante. Por vez primera sonrío, puede que sea lo más parecido a la felicidad como estado, como sensación espiritual de quien abandona su materialidad para encontrarse en sí mismo con la naturaleza. Es la belleza pura, encontrada en un mar blanco carente de agua, pero lleno de vida… y de muerte.

De repente soy consciente de que mi mente pertenece a otro mundo, de que no puedo perpetuarme allí, no tiene sentido, no es racional, tal vez no sea ni humano. Nuestra virtud es nuestra condena y debemos aferrarnos a ella con dignidad, conocedores como somos de nuestra naturaleza, esa que nos separa de la otra, de la que nos rodea y permanentemente buscamos destruir. El amor nos permite conservar ese vínculo que, como un hilo fino, nos ayuda a conservar el extraño equilibrio que nos concede la vida. Regreso, ya estoy aquí, he vuelto, seguiré caminando.




Rubén Cabecera Soriano.

Lago Manyara, Tanzania, a 23 de julio de 2011.

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