Una mujer.


La mujer lleva una gran bolsa deportiva cargada del hombro. Inclina ostensiblemente la cadera para contrarrestar el sobrepeso que soporta y que la hunde en el suelo, mientras se acerca apresurada a la puerta del vagón que ha hecho ya una última llamada antes de iniciar su marcha. Las luces de neón del túnel la muestran blanquecina, lleva el pelo recogido con un coletero negro y viste un traje roído en los bajos por el uso continuado en el que resaltan unos vaqueros más usados aún si cabe, al menos en la parte que se entrevé bajo el vestido. Sube con gesto derrotado al vagón y se sienta en el extremo del banco, al lado de la puerta, separada de los pocos usuarios que a esa hora usan el metro. Se descalza sin llegar a tocar con los pies el suelo, los apoya en un gesto de cansancio sobre los zuecos de suela decolorada por algún producto abrasivo de limpieza. Difícil precisar si inicia su jornada o la termina.

Arranca el vagón al tiempo que abre la bolsa que depositó entre ella misma y un señor que, al entrar, fue a sentarse a su lado. Ella puso la barrera, él iba trajeado. El traqueteo inicial no parece molestarla, acompasa el movimiento cadente a un leve contoneo de hombros que le permite sacar una laca y una lima de uñas con las que hábilmente comienza a hacerse su particular manicura. Es joven, pero algunas arrugas surcan su rostro y la envejecen más de lo que merece. No es feliz. Termina de pintarse las uñas tras varias paradas que ni se molestó en comprobar y saca un pintalabios y un pequeño espejo que apenas si abre para comprobar la precisión del trazado sobre sus jugosos bezos. Sobraba el espejo, pero cogerlo es un acto reflejo, olvidado por el consciente, que inadvertidamente repite cada día sin llegar siquiera a mirarse. Deshace lentamente el moño, reminiscencia sensual de lo que más odia en este mundo, pero que necesita para subsistir. Mueve levemente la cabeza para ayudar al pelo a recuperar su posición natural. Está cansada y no piensa, ni siquiera vive, sobrevive. Sus movimientos son desnaturalizados, han perdido su humanidad, la inocencia desapareció hace ya mucho tiempo, demasiado para su edad.

Llega su parada y acelerada corre directamente hacia el lavabo de la estación. Lo que allí hace pertenece a su intimidad, pero cuando sale cuesta reconocerla. Ha completado su maquillaje, los pantalones engruesan ahora el enorme bolso y el traje, doblado y alisado y tal vez cogido con algún sabio alfiler, escasamente perceptible, más que para quien hace de la costura su oficio, la ha transformado. Sin embargo los zuecos siguen cubriendo sus pies. Extrañamente atractiva se acerca a la consigna y en una taquilla deposita su carga para tomar otra, mayor aún si cabe: un minúsculo bolso de mano que la acompaña ahora en el que lleva lo que considera imprescindible. En el cambio, los zuecos se han transformado en altos zapatos de tacón que estilizan su esbelta figura. Apoya la mano derecha en la pared para ajustar el zapato izquierdo que con las prisas ha montado sobre el talón. Con las palmas de la mano se endereza el traje ajustándolo a la cintura aprisionada con una ancho cinturón, color blanco, que contrasta con el negro del vestido. Tampoco ahora necesita mirarse, sin embargo al pasar por delante de un escaparate ladea la cabeza para observar apenas su figura. No sonríe, no llora, impasible continúa su camino hacia la calle.


Nueva York a 13 de octubre de 2006 y Talavera de la Reina a 10 de noviembre de 2012.
Rubén Cabecera Soriano.

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