Era un día nublado, pero el calor se hacía insoportable, brotaba del suelo, no así la vida que hasta hacía pocos días bañaba esa greda. Muerte y desolación.
Mi zapatos estaban grises de la ceniza que había
cubierto el manto de tierra yerma. Lo más aterrador, más allá incluso del
paisaje tétrico y sombrío del monte quemado, era el silencio. No se oía nada,
todo estaba muerto. Los cadáveres de los animales yacían calcinados allá donde
mirase. Sus rostros reflejaban angustia y sufrimiento. Pedían socorro ante la
incomprensión que les producía el fuego que les estaba robando sus hogares y
del que no podían huir. Madres y crías juntas, esqueletos con huesos
entremezclados. La piel reseca y arrugada, teñida de negro. La carne abrasada,
carbonizada. Muerte y desolación.
Los árboles, carbón; y aquellos cuyas copas altas
por extraña suerte habían logrado conservar cierto verdor, alguna pobre
hoja, estaban destrozados, ahuecados, a punto de desmoronarse con el primer
viento racheado del otoño. Ni el más mínimo resto de plantas pequeñas, de flores o de hierba. Rocas resquebrajadas
por el violento fuego esparcidas entre chaparros incinerados. Muerte y
desolación.
Algunas cortezas todavía humeaban, rozarlas con las
yemas de los dedos era quemarse. No les quedaba ni un soplo de vida. Alguien había hecho
todo eso. Inexplicablemente. Incomprensiblemente. Ni el más oscuro recodo de mi
mente puede siquiera imaginar semejante exterminio, semejante odio para
destruirlo todo, pero esto solo cabe en mentes podridas, desalmadas, indignas
de vivir, incapaces de estimar la vida más allá de su putrefacta existencia. Muerte
y desolación.
Muerte y desolación.
Fotografía: Rubén Cabecera Soriano
Mérida
a 1 de septiembre de 2012.
Rubén Cabecera Soriano.
Rubén Cabecera Soriano.
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