No tengo por costumbre cuando escribo, referirme
abiertamente a personajes públicos actuales. Me gusta mucho más pensar que la
imaginación juega con el texto, hace sutiles reflexiones y establece
similitudes para que cada cual pueda intuir o decidir qué o quién es el
receptor del mensaje o de la cavilación, pero en esta ocasión no he sido capaz
de contenerme y debo hablar de una persona con nombre y apellido concreto, Esperanza
Aguirre y Gil de Biedma, condesa de Murillo y grande de España, nacida en Madrid el 3 de enero de 1952. Por todos es
conocido que es una política española,
perteneciente al Partido Popular; es licenciada en Derecho por la
Universidad Complutense de Madrid y funcionaria del cuerpo de Técnicos de
Información y Turismo del Estado. Ha desempeñado numerosos cargos políticos de
confianza en interinidad y fue elegida Presidenta de la Comunidad de Madrid.
(Estos datos han sido obtenidos de su propia página web a excepción de los
títulos nobiliarios cuya fuente procede de la Wikipedia).
El hecho de que esta señora resulte ser el foco de
atención de este escrito no resultaría demasiado interesante si no fuese porque
la acumulación de declaraciones realizadas en los últimos tiempos
desacreditando, insultando y faltando al respeto, y probablemente a la verdad o
con seguridad tergiversándola y manipulándola en su favor, ha agotado mi
paciencia. Para aquellos que puedan intuir prejuicios por mi parte o partidismos
tendentes hacia algún color distinto al que viste dicha señora, aclarar la
confusión indicando que considero que la
política debe ser realizada por verdaderos estadistas, no “politicuchos” del
tres al cuarto, y para el pueblo, no para los poderosos ricachones -sálveseme
de connotaciones peyorativas con esto vocablos, pueblo y richachones-, con lo
que me importan un carajo los colores de quienes gobiernen si lo hacen por el
bien de la mayoría.
- Todos los
arquitectos deberían morirse. De forma inmediata. Ya. – Era una especie de
orden, ¿dada a quién? La presidenta
había cogido uno de sus frecuentes berrinches, arrebatos provenientes en su
mayoría de su propia impotencia al comprobar que alguna de sus monsergas “mandatarias”
no era llevada a cabo en tiempo y forma, o si cualquiera de sus cacicadas
trascendía a la prensa antes de poder anunciarlas ella. Así pues, necesitaba
algo con lo que desahogarse, aunque bien pudiera ser que no conociese otra
forma de actuar distinta a la que ella misma frecuentemente demostraba; malsana.
- Han sido tan
dañinos, tan egoístas, solo pensando en ellos mismos, en su fama y reconocimiento
que no merecen recibir otra cosa sino la muerte. Solo supera en tamaño a sus
edificios su propio ego, esto sin entrar a valorar las corruptelas en las que
se meten, el dineral que les cuesta a la sociedad y, siendo sutil y amable, -vaya con la presidenta-, la poca gracia que tiene lo
que hacen. No creo que nadie pueda decir que no haya echado de menos alguna
balaustrada bien colocada en esos malditos edificios modernos. Deberían
aprender algo de los antiguos constructores con esas iglesias tan preciosas,
tan bien hechas, tan magníficas...
- Pero,
perdóneme que le interrumpa…- Uno de los asistentes, persona de confianza y
asesor para asuntos culturales, elegido de entre el bien nutrido grupo de
técnicos especialistas del partido, intentó hacerle una aclaración, pero poco le
importaba en realidad a la presidenta lo que tuviera que decir si el resto de
los presentes asentían sonriéndole su perorata y asintiendo insistentemente con
la cabeza, procurando cada cual ser el más visto en su alzada y bajada de testa
mientras ella se pavoneaba entre ellos.
- Cállate.
Cerró la boca inmediatamente, ni se le ocurrió
rechistar.
- Pero además,
- inició nuevamente la presidenta- que se
mueran de forma inmediata todos los profesores, que no hacen otra cosa más que
disfrutar de vacaciones sin dar ni golpe. Y hay que ver lo maleducados que
salen todos los críos, que no hay quien les hable, están todo el día diciendo
palabras malsonantes y eso es sin duda alguna culpa de ellos, que se mueran – cualquiera
hubiera encontrado un parecido más que razonable con la Reina de Corazones
mandando cortar cabezas a diestro y siniestro, lástima que esta presidenta no
fuese también de ficción-. No se me
ocurre mejor forma de terminar con los problemas que tenemos con la educación; que
todos mueran, pero sobre todo los interinos, que ya nos cuestan demasiado los
profesores de carrera como para soportar también a los otros.
- Señora
presidenta, y los niños…
La osadía de los asesores estaba comenzando a
exasperar a la presidenta cuyos niveles de paciencia no solían ser demasiado
elevados, aunque nunca hubiera pensado que su asesora para la educación pudiese
oponérsele.
-Tú, cállate
también, los niños a los privados católicos, que no hay cosa mejor. Y si sus
padres no tienen dinero que pidan préstamos para educación en lugar de andar
comprando casas, que luego nos pasa lo que nos pasa.
Todos los demás sonreían alegremente, tal vez y en
realidad ante lo chistoso de la situación: Una señora de aspecto entrañable
mandando matar a cualquiera que se le pasase por su cabeza como si nada, pero
dando a entender que efectivamente se le iba a obedecer.
- Y, ya
puestos, que se mueran los funcionarios, que esos sí que son una lacra,- en ese momento alguna luz en su cerebro se encendió
que le recordó su propia condición y la de alguna de los “suyos”-, pero no todos, los que han dedicado su
vida a los ciudadanos se salvarán, los demás, vagos, holgazanes, todos, que se
mueran sin excepción. – Un auténtica predicadora esta presidenta, el
hazmerreír de muchos, pero también el centro de atención y el soniquete deseado
para muchos otros.
Ahora nadie se atrevió a decir palabra, aunque bien
sabían, incluidos los que se reían, que la presidenta sería portada en todos
los telediarios, bueno, en casi todos, al día siguiente.
La señora presidenta se acercó sigilosamente a su
jefe de prensa, le cogió del brazo y le espetó al oído, - prepárame para mañana a medio día una rueda de prensa; voy a pedir
disculpas y todo estará resuelto. Que vengan todos los medios.- Olvidó
decir “por favor”, aunque en realidad
era otra orden más, por tanto cualquier signo de amabilidad y educación resultaba
innecesario. Se trataba de un subordinado. Ya le resultaba demasiado indignante
tener que salir frente a las cámaras a pedir perdón, pero sabía que el daño ya
estaba hecho y el mensaje enviado.
Rubén
Cabecera Soriano.
Mérida
a 8 de septiembre de 2012.
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