Habían transcurridos varios años ya desde que se
produjo la escisión. No fueron años fáciles para la antigua España. Varias de
las comunidades más ricas venían demandando su separación del Estado Español y,
finalmente, tras un proceso largo y tedioso que generó situaciones demasiado
tensas, lograron su fin.
El proceso, como se ha indicado, no resultó fácil,
fue necesario cambiar la Constitución, pero antes el Estado Central se vio
obligado a hacer algunas concesiones. La comunidad catalana y vasca, adalides
de este movimiento y con diferencia las regiones más ricas de la antigua España
fueron quienes orquestaron estas acciones; bueno, en realidad fueron sus
políticos; bueno, en realidad algunos de sus políticos que se erigieron en
representantes de todos los ciudadanos y que de forma sibilina consiguieron
incorporar al grupo de los secesionistas
a aquellos que estaban indecisos y sumieron en la más absoluta
indiferencia a quienes no querían tomar parte de esa corriente.
Antes de conseguir la escisión total y constituirse
como naciones, estados o países, que la discusión semántica llevó algunos años,
se produjeron una serie de circunstancias que merece la pena tratar por cuanto
suponen históricamente un punto de inflexión en lo que en su momento fue un
país que albergaba una extrema riqueza cultural deseada por muchos, pero
escondida intencionadamente por otros de dentro y fuera de la piel de toro.
Tal y como se ha comentado fue necesario modificar
la Constitución, pero antes de llegar a ese punto, desde las comunidades que protestaban
por una “extraña” opresión e imposibilidad de manifestar su identidad propia
como consecuencia de las políticas del Gobierno Central -que según algunos fueron impulsadas tras la
crisis de principios del siglo XXI, en la que numerosas comunidades tuvieron
que solicitar ayudas al Estado- clamaron gestos, mediante violentas
manifestaciones -incitadas, según los gobiernos nacionalistas locales, por los
miembros de seguridad del Estado Central-, por parte del Gobierno español que
demostrasen ese solícito respeto por la identidad regional. Se llegó a esta, en
cierto modo, caricaturesca situación ya que las reclamaciones soberanistas
resultaron infructuosas tal y como fallaron los tribunales de apelación
europeos ante las demandas de algunas comunidades presentadas en Bruselas.
Ratificaron que era necesario modificar la Constitución y eso conllevaba el
concurso de todos los españoles, y ahí encontraban el mayor recelo e
incertidumbre. En realidad esos gestos escondían una orquestada maniobra que
procuraba la revolución social de los ciudadanos de dichas regiones. Ante este
escenario, que escapó de las manos del Gobierno de la nación, se produjeron
algunas cesiones, inicialmente escondidas tras el velo de asociaciones de toda
índole. Esto fue lo que ocurrió con la Fiesta Nacional, denominación que
resultaba tremendamente hiriente para ciertos sectores reaccionarios de la
política nacionalista y que fue suprimida al amparo de la protección animal.
Estas manipulaciones subrepticias terminaron por desaparecer y los
secesionistas reclamaron abiertamente al Estado que “no impusiese su historia” -paradójica frase donde las haya-, la de
España.
Los dirigentes, representantes de las comunidades
vasca y catalana principalmente, solicitaron por ejemplo, con la excusa de que
la visualización de la letra “ñ” producía en sus ciudadanos una enfermiza
angustia opresiva -llegando incluso a
justificarlo con informes médicos- que se eliminase esa letra del nombre de la
nación e incluso del alfabeto. No consiguieron sin embargo ponerse de acuerdo
entre ellos cuando se les instó desde el Gobierno Central, entregado a la causa
por necesidades políticas, a proponer una alternativa. Los unos presentaron el
nombre de “Espantxa” y los otros el de “Espanya”. Incluso algunas otras
comunidades con aspiraciones nacionalistas menos exuberantes hicieron sus
propias apuestas con “Espanha” o “Espança” otras para satirizar aún más el
hecho propusieron nombres como “Jespaña” o “Ssspaña”. En el Congreso de los
Diputados se estableció una discusión enfervorecida que, uno de los pocos
estadistas que había conseguido un asiento por un partido político
independiente, consiguió zaherir más, al tiempo que aportaba el nombre de
“Espana” que fue graciosamente asumido con naturalidad y aceptado por todos. Se
cambiaron, libros, textos, periódicos, panfletos, logotipos, etc. Por supuesto
hubo gente que protestó, pero la indiferencia generalizada y el cansancio de la
mayor parte de la población ante la actitud enfermiza y grotesca de los
políticos hizo que finalmente prosperase la primera modificación que se hacía
de la Constitución desde hacía muchos años.
“Espana” terminó convirtiéndose el hazmerreír de
muchos y en una fuente de conflicto permanente entre las comunidades secesionistas
más ricas y el resto de la nación, que llegó incluso a generar tal tensión que
pudo haber desembocado en una guerra civil. El mismo estadista que propuso el
nombre de “Espana”, indicó, en un discurso público que no consiguió apenas
difusión, que, tristemente, lo que a la nueva “Espana” le había faltado en su
momento era haber participado como nación en la Segunda Guerra Mundial e
ironizó sobre que los motivos que habían provocado la Guerra Civil de 1936
terminarían justificándola si volvíamos a sufrir un conflicto como consecuencia
de la maldita letra “ñ”; acusó de egoísmo a los representantes de las
comunidades secesionistas pidiéndoles reflexión y una mirada objetiva a la
historia de la antigua España que evitase la continua sucesión de barbaridades
que se estaban produciendo; habló de que las comunidades pobres no lo eran por
gusto y que las comunidades ricas tampoco lo eran porque sus gentes fuesen más
listas, más inteligentes o más emprendedoras- incluso muchas de ellas provenían
de las más necesitadas-, sino porque tenían más recursos o más infraestructuras
de las que adolecían las otras. En definitiva venía a decir que el único
interés que movía el separatismo promovido por algunos políticos de ciertas
comunidades era precisamente ese egoísmo y se aventuraba a afirmar que el
problema no era identitario, sino
económico considerando que la convivencia entre los distintos pueblos de las
distintas comunidades era totalmente factible, razonable y natural, solo había
que eliminar los intereses políticos y promover la igualdad y la riqueza
cultural frente a ese egoísmo que estaba terminando con miles de años de
historia. Invitaba además a estos políticos a viajar a otras regiones y
conocerlas, así como él mismo había hecho para ver, para comprender, para
entender sus realidades salvando prejuicios injustos. Por supuesto no se le
hizo caso.
Finalmente lograron convocar un referéndum nacional
en el que se proponía otra modificación de la Constitución “Espanola” que
terminó permitiendo la total autodeterminación de aquellas comunidades cuyos
ciudadanos en mayoría lo solicitasen. La operación de márquetin desarrollada,
escondida tras un sencillo sufragio, fructificó y de la votación se obtuvo
finalmente una nueva Constitución que permitió que dos comunidades, la vasca y
la catalana, iniciasen el proceso de separación y de constitución de un nuevo
país. Otras estaban ya al acecho.
El papel del Parlamento Europeo ante tamaño
disparate fue expectante, aunque inicialmente apoyó la iniciativa estatal de
frenar el proceso, pero viendo el desarrollo de los acontecimientos decidió
establecer un velo que permitiese a “Espana” decidir sobre ella misma sin la
intervención europea. Sin embargo, cuando el proceso separatista se vio
resuelto favorablemente, aceptó la incorporación de los dos nuevos países a la
Comunidad Europea, no sin antes hacerles firmar todos los tratados que
comprometían a los países miembros. Estos tratados pasaban por ceder una parte
importante de sus ingresos para aquellas regiones europeas más pobres cuyo
objetivo era la convergencia de toda Europa. Comprobaron estos nuevos estados cómo,
de manera más o menos directa, gran parte de lo que cedían como naciones ricas
iba a parar a regiones pobres, alguna de ellas españolas. Eso sí, sin pasar por
el filtro previo de “Espana”, lo cual, en cierto modo y lamentablemente,
parecía satisfacerles, aunque estaban siendo obligados a ser solidarios,
incluso más que antes, pues proporcionalmente resultaban ser “más” ricos.
Los nuevos países, con una economía potente, pero un
producto interior bruto pequeño en comparación con el de otras potencias
europeas, se incorporaron con naturalidad a la política internacional.
Deportivamente hablando, crearon sus propias federaciones y organizaron sus
propias competiciones con la lógica y consecuente huida de numerosos atletas
que, movidos por razones económicas, no veían la prosperidad que deseaban en
unos “pequeños”, pero orgullosos recién creados estados. Terminaron por
prohibir cualquier referencia a lo “espanol” incluido lógicamente el idioma y
tal y como ocurrió en su momento, pero a la inversa, este hecho provocó la
emigración de muchos que huían ahora de una situación que recordaba con total
claridad tiempos pasados. Otros decidieron quedarse y luchar por lo que, desde
una postura españolista, consideraban suyo. Una “nueva” represión y opresión identitaria se cernía sobre muchos
ciudadanos de esos nuevos países. Tan solo le habían dado la vuelta a una
tortilla que, enmohecida, terminaría por envenenar a todo un pueblo.
Rubén
Cabecera Soriano.
Mérida
a 14 de septiembre de 2012.
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