La televisión último modelo estaba encendida. Un
señor encorbatado acompañado de una joven bien parecida estaba leyendo,
manteniendo la vista a la cámara, una noticia poco trascendente. Mientras, la
señorita, con la cabeza levemente ladeada, atendía con sorprendente y sutil
renuencia además de una curiosa sonrisa en los labios lo que estaba comunicando
su compañero. Estaba hastiado y aburrido y decidí cambiar de canal. En el
siguiente había otra pareja, esta vez ambos eran hombres, que, con idéntica
disposición ante el plano que se abría cada vez más, estaban narrando los
mismos hechos. Cambié nuevamente y encontré ahora dos mujeres contando lo mismo.
Exasperado cambié y cambié y cambié hasta que no me quedó más remedio que
decidir apagar el televisor, pero no pude porque no había botón de apagado. La
televisión estaba programada para mantenerse encendida sin ser manipulada más
allá de los cambios de canal. Quise levantarme para dejar de ver ese horror,
pero entonces me di cuenta de que estaba, literalmente, amarrado al sillón. No
podía moverme y apenas si era capaz de girar la cabeza a causa de una orejas
acolchadas que se apoyaban en mis sienes. Mi mano derecha estaba atada al brazo
del asiento y a la altura de la palma se encontraba empotrado el mando a
distancia a cuyos botones accedían mis dedos sin dificultad. La otra mano
también estaba amarrada, pero la correa permitía cierta movilidad aunque no la
suficiente como para alcanzar mi cara y permitirme tapar mis ojos.
Transcurridas un par de horas en las que se
repitieron sin cesar las mismas noticias narradas de idéntica forma en todos
los canales, automáticamente se me liberó de las ataduras y pude levantarme. Me
desentumecí, estiré las piernas, me acerqué al baño a liberar la presión a la
que mi vejiga estaba siendo sometida, lavé mis manos y mi cara, caminé hasta la
cocina, bebí algo de agua fresca y volví al salón donde incomprensiblemente tomé
nuevamente asiento en el sillón frente a la pantalla. Se pusieron en marcha
todos los dispositivos . Mis piernas y manos quedaron asidas, mi cabeza se fijó
junto con mi espalda en el respaldo y el volumen de la pantalla subió hasta
hacerse audible tras la pausa. El noticiero comenzaba y durante los créditos
iniciales en los que aparecía el renovado rótulo de la televisión pública, tuve
tiempo de recordar que durante los breves instantes de mi paseo por la casa no
dejé de oír, ni el tiempo que estuve en el baño, un ruido de fondo que se
asemejaba a un canal de audio. El corte recordaba al oyente, al menos esa era la
impresión que me quedó, la importancia de la radio pública.
La música inicial se atenuaba y en primer plano
aparecía un locutor, cuyo rostro me resultaba excesivamente familiar, presentando
un breve resumen de los contenidos del programa y haciendo gran hincapié en la
importancia de las decisiones que el gobierno había tomado en el último Consejo
y que asegurarían el bienestar de todos los ciudadanos sin excepción. Creo
recordar que incluso pusieron un corte en el que aparecían todos los Diputados
del Congreso vitoreando y aplaudiendo el listado de medidas tomadas, pero lo
que más me llamó la atención fue la sonrisa sardónica del presidente mientras
las leía. Sin embargo, y a sabiendas de que esas medidas supondrían un recorte
en mis derechos, tan sólo pude sentir una pasajera animadversión que desapareció
al comenzar la presentadora de deportes a narrar las hazañas de la selección
nacional.
La sesión terminó varias horas después, entonces me
di cuenta de que las correas que me sujetaban las manos y los pies hacía tiempo
que no me apretaban porque se habían abierto y que las orejas del sillón se
habían abatido dejándome libre el
movimiento de la cabeza. A pesar de esta libertad no me moví del asiento hasta
que el televisor dejó de emitir. No recuerdo la hora, solo que marché hacia el
dormitorio y tras ponerme el pijama me metí en la cama a descansar. Al día
siguiente trabajaba. No salí a la calle ni un instante durante todo el fin de
semana, abrí la puerta de mi casa un par de veces para recibir la correspondiente
entrega de comida a domicilio del Servicio Nacional de Alimentación dependiente
del Ministerio de Trabajo y apenas si me asomé a la única ventana del piso
durante uno de los descansos de la sesión informativa para relajar los ojos
que, a pesar de los avances y desarrollo de la tecnología en los nuevos
dispositivos, se me cansaban de tener fija la vista en el monitor.
Durante el café en la pausa matutina de mi trabajo
conversé con algún compañero, cuyo nombre no recuerdo, acerca de las medidas
que había tomado el gobierno. Ambos coincidimos en que eran buenas e
imprescindibles. No había miedo a escuchas en nuestras afirmaciones, estábamos
convencidos.
Rubén
Cabecera Soriano.
Mérida a 14 de julio de 2012.
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