El último libro que ha caído en mis manos se titula “Historia del fin del motor de combustión.
Una reinterpretación de la revolución urbana”. Está escrito por un autor de
perfil técnico, más bien desconocido, con poca obra publicada y, al parecer,
idéntico éxito editorial.
Este tema ya no tiene interés, fue una cuestión manida en su tiempo,
pero ampliamente superada por la tecnología actual. Ya casi ni se trata en los
programas educativos por estar desfasado. Aun así ,en mi vocación de historiador
frustrado, en cuanto supe del libro, en realidad el título es lo que me llamó
la atención, me lo procuré y comencé una ávida lectura que terminará hoy mismo…
y mañana visitaré Valdevaqueros. Se trata de un lugar al sur de España del que
el autor realiza una profusa descripción, poética a mi entender, y por tanto
alejada, al menos inicialmente, de mis expectativas didácticas, aunque fue precisamente
ese hecho el que más me llamó la atención; es decir, la visión de un científico
que está explicando una cuestión y que, llegado a cierto punto, pierde el
enfoque técnico y lo transforma en pura poesía narrativa, tal vez obligado por
los recuerdos o forzado por los sentimientos, describiendo en suma un lugar que
obviamente le enamoró, aunque resulte sorprendente su inclusión en un texto
técnico. Debo aclarar que Valdevaqueros, hasta donde sé, sigue siendo un lugar
de culto, así que fue precisamente este texto, el que encendió en mí la
necesidad de visitarlo y disfrutarlo como este escritor había hecho.
Después de un frugal desayuno, hoy, en la mañana del viaje, me pongo
en marcha. El trayecto se me hace largo, pero tengo la esperanza de que valga
la pena. El silencio en el vagón de tren es absoluto. Hay numerosos pasajeros,
todos ellos absortos en el paisaje, como yo. Creo que duermo, pero sólo una
cabezada, no más. El aturdimiento al despertar de un sueño profundo me
impediría disfrutar del día de naturaleza. No tengo mucho tiempo y quiero
aprovecharlo. El tren se para. Bajo y salgo de la estación. Me acerco a una
taquilla de un edificio acristalado destinado a la atención al turista. Pregunto
cómo llegar a la playa, amablemente una chica convenientemente ataviada me
responde que es un breve paseo de tres minutos siguiendo el camino de hormigón
tal y como se indica en un cartel de aluminio cercano que me señala con el
índice, alargando la mano, pero sin sacarla de su caja de vidrio. Me distrae
levemente el ruido del aire acondicionado. Me mira girando la cabeza para
llamar mi atención y me advierte que es necesario sacar una entrada para
acceder que puedo adquirir allí mismo. Asiento, saco mi cartera y pago, tomo el
billete y lo guardo en el bolsillo de mi pantalón. Comienzo a andar. A ambos
lados del camino se levantan, como inmensos panales de acero, construcciones a
cual más alta, compitiendo por la escasa luz que llega abajo. Miro hacia arriba
y tengo la sensación de no ver el cielo. Siento un ligero mareo y decido descansar
en uno de los bancos de hierro que me acompañan a lo largo del camino. Al lado
hay una papelera y alrededor, en el suelo, restos de colillas, papeles y un
trozo de helado casi derretido. A lo lejos se ve mucha gente agolpada. Debe ser
la cola. Me encamino nuevamente hasta llegar a la última posición. Compruebo
que detrás de mí no dejan de llegar familias con niños. Curiosamente el
silencio sigue apoderado del ambiente. No hay un ruido. Avanzamos lentamente,
muy lentamente, pero se aprecia que el espacio se ensancha al fondo, incluso
los edificios parecen algo más bajos, aunque puede ser sólo un efecto de la
perspectiva. Hay una especie de plaza circular al final de la cola, flanqueada,
al igual que todo el camino, por rascacielos. La gente camina en círculo en
torno a algo que aún no puedo ver. Está en el suelo, lo sé porque todos tienen
la cabeza agachada, como si estuviesen haciendo una reverencia. En breve podré
verlo. Me asomo entre los cuerpos de una pareja joven y veo. Se trata de un
cajeado en el hormigón, rehundido. Algo quiere brillar dentro. Es arena. Un
cartel empotrado en el suelo dice: “arena de la playa de Valdevaqueros”. La
gente hace fotografías sin parar, no sé si al cartel o a la arena. El mar no se
ve. La gente sigue la cola que va abandonando el recinto por otro camino que
lleva a otra plaza idéntica con otro cajón recortado en el suelo. Éste tiene
agua, estancada, alrededor otra frase: “mar de Valdevaqueros”. Ya he visto el
mar. La gente se retira, parecen felices, pero siguen en silencio. Me dirijo
nuevamente a la estación; no me interesan las tiendas del centro comercial por
el que se hace necesario pasar para regresar. Camino de nuevo por delante de la
oficina de turismo; miro al interior. Ahora hay un chico. Llego al andén y
espero la llegada del tren que me devolverá a la ciudad. Ironías. Subo y me
siento donde me indica el revisor, no cabe nadie más. Saco el libro por donde
tenía marcado y leo lo subrayado, “… el
mar embiste con fuerza y el clamor de las olas me adormece mientras descanso
entre las dunas. La huellas de mis pisadas desaparecen barridas por el implacable
viento. Estoy perdido en la naturaleza, felizmente perdido …”, cierro el
libro y lloro en silencio.
Rubén Cabecera Soriano.
Mérida a 29 de junio de 2012.
No te ofendas Rubén, pero en cuanto el tren salió a escena comprendí que se trataba de uno de tus relatos de ciencia de ciencia ficción. bromas aparte: fantástico texto.
ResponderEliminartal como tratamos al planeta tierra, no se si es ciencia ficción. Yo también lloro...
ResponderEliminarYo me refería a que hoy por hoy, en esta apartada región, no hay mucho tren disponible.
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