Soy estúpido, lo reconozco, o al menos eso deben pensar de mí… y de
ti, descuida, no te sientas ofendido por ello, es así. Probablemente cualquiera
puede pensar que el hecho de que a uno le digan que salvarle, económicamente
hablando, cuesta entre “poco” y “mucho” no deja de ser una estupidez. Qué más
dará decir entre veintipico mil y
ciento y pico mil millones. Yo, la verdad, no veo la diferencia. Supongo que terminar
un número con “… y pico mil” resulta
para el cerebro de los expertos economistas y analistas que evalúan mi futura
pobreza algo impreciso y por ende contraproducente para su distinguida
notoriedad. Así que prefieren completar la cifra inventando, no cabe otra
opción, un final redondo: “62.745
millones de euros”, por ejemplo. O mejor aún “el rescate a la banca, dependiendo de si la situación económica se hace
más o menos dura estará entre los 23.457 y los 73.452 millones de euros”.
Eso sí que es precisión, al menos han tenido la decencia de no llegar a los
céntimos de euro, aunque bien pensado, si yo hubiese sido preguntado al
respecto podría haber apurado que en realidad el rescate a la banca costará
68.231.548.343,47 euros. Bonita cifra, ¿verdad?, pues no sé si dar esa cifra me
permitirá embolsarme los emolumentos que esas reputadas auditoras ya se habrán
llevado de todos los españoles.
Imaginemos el escenario final en el que, dentro de unos años, cuando
todo haya pasado y estemos como estemos (mi opinión, si sirve, es que seremos
países en vías de subdesarrollo) pueda evaluarse el coste real de ese rescate,
porque, no nos engañemos, a día de hoy es desconocido, incluso para nuestros
queridos auditores. Supongamos que el importe total que tuvimos que costear
fuese de, digamos, ciento ochenta mil millones de euros, ¿les reclamaremos una
indemnización a Oliver Wyman y Roland Berger? o, al menos ¿devolverán el
dinero?, la verdad, lo dudo. Consecuentemente, qué diferencia hay entre que lo
digan ellos o que lo digamos cualquiera de nosotros, más allá de la
rimbombancia del nombre, que, todo hay que decirlo, la tiene. La respuesta:
ninguna. Bueno, para ser sinceros, toda, paradojas de la vida en la que nada y
todo son lo mismo. Es cierto, los mercados, ese bicho malo cuya prima nos tiene
bien sujetos por donde más duele, esto es, por el dinero, que ya es triste,
quieren un número para aplacar su saciedad, aunque olviden al instante
siguiente esa cantidad y sigan a lo suyo.
Este baile de cifras, al margen de la vergüenza matemática ajena que
me produce, tiene un sentido nada pueril. Los bancos no han debido hacer bien
su trabajo. Yo, la verdad no tengo argumentos para defender esta aseveración,
más allá de las noticias que el día a día me ofrece, pero tengo claro que si
hay que darles dinero, algo habrán hecho mal. Bien, también parece que lo que
han hecho mal, entre otras cosas, es potenciar eso que llaman burbuja
inmobiliaria; sí, esa que lleva explotando más de tres años, pero que
curiosamente no ha producido aún el esperado bajón de precios. Hasta ahora.
¿Por qué? porque los bancos han dicho que tienen cosas (por casas) que valen
menos de lo que dijeron que valían… “esta
maldita crisis es lo que tiene”, pensarán los directivos enchaquetados,
encorbatados y engominados. Y como consecuencia de esto ahora dicen que, a todo
eso que no han sido capaces de vender y que es su inmovilizado, necesitan darle
el valor real de mercado que en la situación actual tienen. Eso supone que la
casa o cosa, según se mire, que dijeron costaba doscientos mil euros, pasa a
valer, digamos, cien mil. No está mal. El problema es que estos mismos
directivos escribieron, y las auditoras certificaron, que el beneficio que iban
a obtener por esa casa iba a ser, por ejemplo, de un veinticinco por ciento,
esto es, cincuenta mil euros. Claro, si ahora dicen que vale cien mil, no sólo
no hay beneficios, sino que tienen pérdidas. Pero voy más lejos, ese dinero no
han llegado a tenerlo nunca, lo iban a percibir cuando vendiesen la casa, en el
conocido proceso de subrogación, cosa que no hacen porque “no fluye el crédito”. ¡Ja!, no lo hacen porque la gente está en
paro y porque los bancos no tienen dinero, sino deuda, que ellos quisieran
convertir en liquidez al encasquetársela a pobres infelices como nosotros que
se lo devolveríamos mensualmente de forma pía y religiosa. Bueno, no hay
problema, pedimos el dinero a papá estado y ya está. Fenomenal, pero entonces,
si el banco dice que esa casa vale menos y, poniendo carita de pena, recibe
dinero para soportar con más alivio esas pérdidas, yo me pregunto, mi casa
también valdrá menos, ¿no papá? Y si quisiese venderla como intenta el banco,
no conseguiría el mismo valor que figura en mis cuentas, es decir, en mi
hipoteca, ¿verdad papá estado? Entonces, supongo que lo justo sería que alguien
me pagase el dinero que esas “pérdida potenciales” (recordemos que el banco
todavía no ha vendido la casa y no creo que haya nadie para comprobar que las
nuevas “bancobiliarias” vayan realmente a poner el precio que dicen que ahora valen)
van a generarme, ¿no? Es decir que mi hipoteca debería reducirse. El banco
recibiría menos, pero bueno, es la misma situación al revés, ¿no piensas así
papá estado?
Curiosamente este planteamiento está lejos de la realidad; será que
además de estúpido soy menos importante que cualquiera de las entidades
financieras que me rodean por doquier. Claro, ellos son el corazón del sistema
económico y yo, pobre de mí, tan sólo un triste dedo meñique, o tal vez ni eso,
así que, soy prescindible, soy un potencial objeto de ablación para la sociedad,
mientras que el corazón, la banca, si falla, todo se para. De hecho, supongo
que eso es lo que ocurre ahora mismo, la banca se para y todos nos paramos.
Quién sabe, tal vez confundimos los términos y deberíamos ser nosotros el
corazón y la banca los dedos prescindibles.
Como hijo que somos podremos exigirle (no sé si le convenceremos) a nuestro
padre que dé un golpe de autoridad y diga: “estos
hijos mayores, estos mis bancos, si no son rentables no pueden seguir en el
mercado y nosotros no vamos a resolverles el problema que han generado”,
que por cierto es lo que ocurre con las empresas y autónomos que están, o
estaban, trabajando al amparo del “papá estado”, que han desaparecido. “Así que se hundan los que peor lo hayan
hecho”, concluiría el discurso. Bien, desaparecido el servicio,
desaparecida la deuda, ¿no? No, no pensemos que tendríamos un boleto de lotería
premiado, en absoluto, nosotros somos los auténticos “exterminadores de deuda”,
de la que ellos crearon con la usura, nosotros, con nuestro trabajo, siempre ha
sido así. Y nadie, nadie quiere prescindir de nosotros por eso mismo, porque
terminaremos resolviéndoles el problema; no nos quepa duda, a pesar de que eso
cueste que algunos caigan y nos conviertan en pobres para que sigamos luchando
por volver a tener dinero, castigándonos con nuevas deudas. Sólo puedo pedir
una cosa: Dejemos de mirar cautivados la moneda que sobresale del bolsillo de
los ricos.
Rubén Cabecera Soriano.
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