Juan Olvidado es un buen amigo, aunque en honor a la verdad
debería decir que apenas si le conozco, al menos eso creo. Es un tipo serio,
poco sociable. Parco en palabras. Nada crédulo, pero con corazón; visceral.
Siente profundamente lo que dice, aunque no lo exprese con vehemencia, su tono
apenas deja entrever que cree lo que explica. Confía en la gente, te mira a los
ojos y ve qué eres, quién eres.
No suelo intercambiar mucho más de un “buenas tardes” cuando nos cruzamos en el ascensor. Vivimos en el
mismo bloque de pisos. Son pequeños, de protección. Creo que no tiene familia.
Vive solo. Es funcionario y cuando coincidimos en el bar (no suele faltar a su
cita diaria) siempre se queja amargamente de lo mal que está gestionada la administración;
de la cantidad de recursos que se pierden entre la ingente cantidad de papeles
que tiene que mover cada día. Sacó la plaza de administrativo hace ya algunos
años; se decidió por esa en no sé qué consejería, que ha cambiado tantas veces
de nombre que creo que ni siquiera él sabe cuál es ahora. Poco le importa ya,
pero lo lamenta y le duele que sea así. Tomamos juntos el café, de pie, con el
periódico frente a nosotros sobre la barra. Hay pocas palabras, pero, si surgen,
siempre procura dejarme claro con resignación que para él es vergonzoso tener
que aprovecharse de todos nosotros, incluido él mismo, de ese modo, con su, por
decirlo de algún modo, “trabajo”. Aun
así “de algo he de vivir”, se
consuela irremediablemente.
Juan sufrió durante algún tiempo el paro. Confiaba plenamente
en el sistema, le ofreció una educación pública aceptable que consiguió
terminar gracias a algunas becas. Fue buen estudiante. Responsable. Se creía en
deuda con el Estado y quería resarcirse devolviendo al país lo que con su
trabajo en una empresa privada podría aportar, pero “¿quién iba a mantener en nómina a un filósofo de espíritu y de carrera
como él?”, así pues, en el primer paquete de recortes que la multinacional
que lo tenía contratado tuvo que hacer con la maldita excusa de la crisis y de
la optimización de recursos se lo ventilaron. Visto lo visto, hizo lo mejor;
aprovechó el subsidio para estudiar y, aunque en realidad sabía que esa
convocatoria era tan sólo una compra encubierta de votos, o más bien un medio para
evitar que algunos dejaran de votar al organizador de la oposición, se presentó
a una de las miles de plazas de administrativo que se promovieron y la obtuvo. Para
él. Toda ella. Entera. De por vida. Al principio creyó que el sistema era
mejorable: Muy mejorable. Procuró hacer algunos cambios, pero sólo logró que
sus compañeros le mirasen con extrañeza al inicio y con recelo posteriormente.
Abandonó. Ahora cumple con lo suyo escrupulosamente, cincuenta y siete poco
exhaustivos minutos diarios cronometrados de trabajo. Eso es todo. Su café dura
veinticinco minutos, ni uno más.
El otro día nos encontramos nuevamente a la hora del
desayuno. Le saludé con contenida efusión; le veía enfrascado en unos papeles y
no quería molestarle. Hacía una semana que no coincidíamos porque me había
tenido que marchar de viaje por negocios. “Buenos
días”, me respondió amablemente como solía hacer, pero nada más, tal y como
presuponía. Vi que llevaba una abultada carpeta de plástico repleta de folios con
la imagen corporativa y el nombre de la administración en la que trabajaba de
la que seguramente había sacado el documento que ojeaba. Me resultó extraño y
me atreví a preguntarle tras el primer sorbo: “Y ¿eso?”, sabía que me arriesgaba a un silencio prolongado y a una
mirada inquisitiva, pero la curiosidad me pudo y caí sin remedio en la trampa.
“¿Esto?, está impreso a doble cara y lo
he reducido para gastar menos papel”, respondió sin aclarar de qué se
trataba y anteponiendo una excusa frente a una acusación que yo no había hecho.
Prosiguió, “he sacado el programa
electoral de los dos partidos políticos mayoritarios y he estado leyéndolos...
Después de terminar mi trabajo”. No sabía si se sentía cómodo habiendo
confesado, aunque de forma sutil, que se había aprovechado de la
infraestructura de la administración para un uso propio. Sabía que no era algo
que le gustase hacer y no quise incidir. Decidí callar, pero él continuó: “He estado en dos mítines estos últimos días.
Uno de cada partido. Sólo he oído barbaridades. Sólo he escuchado lo que
claramente quería oír la gente que había acudido, lo que estaban deseando
aplaudir para regocijo del orador. No era más que una caterva lo que allí había
y como tal se comportaba. Fueron más de dos horas de una perorata continua, de
insultos poco inteligentes y seguramente injustos, pero al mismo tiempo
velados, nunca directos. No oí ni un solo cabrón, ni gilipollas, ni hijo de
puta, que no proviniese de la muchedumbre, claro está, aunque lo cierto es que
durante todo el tiempo que cada político estuvo hablando no dejaron de humillar
y despreciar al contrincante ni un instante. Hicieron grandes honores a la
cultura del y tú más. Sin descanso y con poco denuedo, con palabras cultas por
supuesto; buscando la socarronería y el sarcasmo y con una dicción memorable,
pero nunca renunciando a emitir toda suerte injurias contra el otro. Poco
importa que sean ciertas o no, la gente las estaba esperando con ansia para
romper en estruendosos aplausos y vítores, guiados eso sí por un avispado
regidor con una copia del guión en sus manos”. Realmente no daba crédito a
lo que estaba escuchando, mi querido Olvidado hablándome de política. “Juan, ya sabes, la política es así”, no
me atrevía a decir otra cosa, no quería interrumpirle. “Sí, eso dice todo el mundo, pero me cuesta creer que esto se organice
sólo para que unos pocos satisfagan su ego y reciban loas de ánimo de sus
supuestos correligionarios. No creo que les haga falta a estos dirigentes una
dosis de autoestima para poder hacer carrera política. Están bien aprendidos,
se ve claramente”. Entendía perfectamente lo que me decía, “sí, pero no por ello van a dejar de salir a
la calle a presentar sus programas, ¿no te parece?”. Me sentí mal porque le
estaba forzando a que siguiese, seguramente contra su voluntad (nunca se me dio
mal el método socrático, pero finalmente resultó que él quería). Juan
prosiguió, “efectivamente, ha sido tan
frustrante la experiencia, me he sentido tan defraudado y engañado por los
únicos que tendrán opciones a dirigir el país en que vivo, que he necesitado
darles otra oportunidad. He hecho de tripas corazón y esforzándome en olvidar
el terrible y lamentable espectáculo que ofrecieron, he leído con arrojo sus
respectivos programas electorales: Casi doscientas páginas uno y algo más el
otro. Créeme, los he leído. De principio a fin. Me ha llevado varios días,
aunque dudo mucho que ellos mismos los hayan examinado y si lo han hecho me
preocupa porque imagino que los consienten por completo y por tanto suscriben
indefiniciones, generalidades e intenciones, poco más. Apenas hay concreciones,
ahora bien, puedes encontrar toda suerte de compromisos, proposiciones,
impulsos e incardinaciones, todos ellos vagos, excesivamente imprecisos que con
seguridad nadie les exigirá cumplir y si lo hacen, sabrán diluirlo entre
noticias impactantes auspiciadas por los medios y con su connivencia, o con
excusas sorprendentes y falsas sustentadas en las culpas de los demás. A veces
tenía la sensación de estar leyendo la letra pequeña de una póliza, allá donde
con seguridad ponen la traba para no pagar si tienen que cubrir el riesgo
asegurado. El problema es que esos párrafos deberán ser las directrices del
nuevo gobierno que resulte tras las elecciones. Siendo así, ¿quién va a poder
reprocharles nada?, si nada dicen. Se otorgan a sí mismos carta blanca para
hacer y deshacer, teniendo claro las materias en las que van a actuar, que son
todas, no falta ninguna. De todas hablan y de todas nada dicen. Tenía la
sensación, durante la lectura, de estar frente a un manual de demagogia. Apenas
he localizado unas pocas cuestiones claras, pero éstas, además de ser menores,
son populistas. Sólo les faltaba decir como corolario de sus programas: Pan y
vino para todos y espectáculos gratuitos los fines de semana si me votas.
Vergonzoso”. El café ya estaba frío, “la
verdad es que es triste”, sólo eso se me ocurrió decir.
Juan Olvidado me miró con pena. Tal vez no era por mí, tal
vez su amargura era por todos, por la sociedad, por no entender cómo ese
maldito quijotismo que forma parte de nuestra idiosincrasia no nos deja ver la
realidad y nos mantiene sosegados y dóciles siempre y cuando consigamos
llevarnos algo a la boca, por poco que sea y aun a costa de lo que quitamos a
otros. Tal vez su aflicción es mi resignación, y la suya, y la de todos. Tal
vez no haya tenido la oportunidad de mirar a ningún político a los ojos y
descubrir que lo que realmente esconden tras su verborrea no es más que
intereses, manipulaciones, favores, obediencias y sumisión a los poderosos. Tal
vez su amargura sea que ha entendido que no es posible un mundo justo sin
sufrimiento. Tal vez no haya perdido la esperanza.
Tomó el último sorbo de su café, recogió todos los papeles
que tenía sobre la mesa, los ordenó con meticulosidad y los encajó escrupulosamente
en su carpeta. Se la puso debajo del brazo y se despidió con un “adiós” apenas
audible, al que respondí con una sonrisa y un gesto de asentimiento con mi
cabeza. Creo que sé a quién votará.
Rubén
Cabecera Soriano.
Mérida
a 11 de noviembre de 2011.
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