La vida transcurría de forma cómoda para Adelina y Carmela, al menos en apariencia. Los enfrentamientos provocados por Maria con Adelina eran frecuentes, pero Adelina los sufría con resignación. Maria sabía que su marido estaba enamorado de Adelina. Adelina sabía que Salvatore estaba enamorado de ella. Maria culpaba a Adelina. Adelina procuraba mantenerse al margen. Rehuía a Salvatore cada vez que él intentaba acercarse. Adelina lo rechazaba firmemente, pero Salvatore era persistente. En realidad, nunca se propasaba, pero las insinuaciones y las miradas le dolían a Adelina, que tenía por amiga a Maria. Entendía su sufrimiento, pero no comprendía cómo era posible que Maria no viese que ella no era culpable. María consideraba a Adelina como una embaucadora que había convencido a Salvatore para que le permitiese vivir en su casa a ella y a su hija.
Carmela y Concetta jugaban juntas, aprendían juntas y, a veces, dormían juntas. Se estaban convirtiendo en una suerte de hermanas. Se querían mucho. Adelina las quería mucho. Maria, sin embargo, veía en Carmela a una suplantadora. La trataba mal, peor que a una de las chicas del servicio. La despreciaba, como a la madre, pero cuando Salvatore estaba delante, cambiaba radicalmente su actitud y transformaba el odio y el rencor en una sonrisa hierática que llenaba de frases amables que a Adelina le chirriaban en el cerebro mientras que Carmela no las entendía.
En ocasiones, sobre todo los domingos cuando los padres solían asistir a misa, Rosalia llegaba de casa de Vicenzo para jugar con ellas. Se quedaban solas al cuidado de alguna de las chicas que trabajaban para Salvatore y bajo la atenta mirada de sus guardaespaldas. Unas veces, antes del mediodía, sus padres la recogían o, en ocasiones, se quedaban a comer todos juntos. Adelina en esas comidas lo pasaba mal. Se sentía sola y, sobre todo, se sentía rechazada por Maria y también por Rosalia, que forjó una alianza con Maria contra Adelina. Vicenzo mantenía una actitud ajena. Ignoraba a Adelina. Escasamente le dirigía la palabra. Para él era como una silla más de la mesa del comedor.
Las niñas, sin embargo, ajenas a todos aquellos tejemanejes de sus padres, disfrutaban juntas hasta que anochecía y los padres de Rosalia se la llevaban a su casa y Concetta y Carmela comenzaban a prepararse para la cena de la mano de sus respectivas madres. De una forma casi natural Adelina se había convertido en la niñera de Concetta. Eso, al principio, satisfizo a Maria, pero, al poco tiempo, la madre comprobó que Concetta le había tomado mucho cariño a Adelina y comenzó a sentir envidia de ella, lo que, como resulta evidente, no ayudó mucho en la relación entre Maria y Adelina.
Adelina le había pedido muchas veces a Salvatore que la dejase trabajar, que quería ayudar, que prefería estar con el servicio, cocinando, limpiando… Necesitaba sentirse útil, pero, especialmente, quería desaparecer de Maria para que la dejase en paz; Salvatore se negaba. Rechazó una y otra vez la proposición hasta que Adelina desistió. Se sentía enjaulada. No tenía apenas libertad para hacer lo que le apetecía. No podía salir de la casa, sino era con el permiso de Salvatore y siempre escoltada. Apenas podía comprar lo que necesitaba y cada vez que requería algo debía pedírselo a Salvatore. Pero veía que su hija estaba teniendo oportunidades que ella no podría haberle dado. Comprobaba como avanzaba en sus estudios y se consolaba pensando que así su hija iba creciendo protegida en un ambiente que, sin ser maravilloso, era mucho mejor que cualquiera que ella pudiera imaginar. Además, se preocupaba de educarla inculcándole sus valores e intentando protegerla de Maria que la trataba con desdén.
El tiempo fue transcurriendo y la presencia de Adelina se convirtió en algo cotidiano para Maria que ya no disimulaba su menosprecio contra ella ni tan siquiera frente a Salvatore. Y Salvatore, a fuerza de ser rechazado una y otra vez, comenzó a ver a Adelina como una residente de su casa que permanecía allí sin más. Sin embargo, Carmela se había convertido en una preciosa adolescente que hacía carantoñas a su «tío Salvatore» y se había ganado a Maria a base de cariño y perseverancia. Concetta y ella eran uña y carne. Ambas eran preciosas. Ambas eran inteligentes y buenas estudiantes. Y ambas habían tomado consciencia, con los matices que la adolescencia establece, de qué ocurría en su casa. A veces lo hablaban desde la inocencia de su edad e intentaban comprender aquella extraña familia a la que pertenecían.
Vicenzo se había marchado a los Estados Unidos hacía unos años, en 1901, con Vito Cascioferro y se llevó con él a su mujer y a su hija. Así que las tres amigas se convirtieron en dos con la marcha de Rosalia. Ambas habían entrado en la adolescencia de forma repentina. Y el regreso de Rosalia en 1906, dos años después de que lo hiciera Vito de forma abrupta acusado por su supuesta implicación en algunos asesinatos de barriles en Nueva Orleans y Nueva York a manos de la Mano Negra y de los Morello, supuso una gran noticia para ellas, pero, de repente, entre las dos muchachas y Rosalia había aparecido un muro que, sin embargo, no tardaría mucho en quebrarse, pero que las chicas habían percibido nada más verse. Vicenzo regresó con mucho dinero y con un vehículo que participaría en la primera de las carreras Targa Florio que se celebró en 1906 en los montes Madonia. Rosalia le pidió a su padre que las llevase a dar un paseo y, aunque el vehículo era un biplaza, Vicenzo se las apañó, tras convencer a las madres de que no había peligro alguno, para llevar a las tres muchachas juntas a dar una vuelta por los caminos de la finca de Salvatore. A las chicas solo les hizo falta ese paseo para derruir el muro que había surgido a consecuencia de la distancia durante los cinco años que habían estado separadas. Las tres gritaban mientras el aire les golpeaba en la cara y entrecerraban los ojos para protegerse del polvo. El padre de Rosalia, con las gafas protectoras colocadas por encima de sus ojos, les pedía mientras conducía que se mantuviesen quietas. Pero no podían. Años después recordarían ese paseo que dieron por los caminos de la finca de Salvatore como una de las mejores experiencias de su vida. Volvían a estar unidas.
Imagen creada por el autor con IA.
En Mérida a 12 de octubre de 2025.
Rubén Cabecera Soriano.
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