Estuve en el hospital mucho tiempo. Al parecer me llevaron a Urgencias —nadie sabe quién lo hizo— y me dejaron allí. Creo que si hubieran querido matarme lo habrían hecho. Podrían haber descerrajado un par de disparos más sobre mí y todo habría acabado. Sin embargo, no lo hicieron. Querían que viviese. Tampoco entiendo muy bien por qué. Tal vez la intención era que me arrepintiese y regresase a su abrigo. No lo sé. Cuando desperté habían pasado unos meses. Todo ese tiempo había estado inconsciente, en coma. Los médicos me dijeron que habían informado a la policía y que esta había intentado localizar a algún familiar mío. Al parecer sin éxito. Aquello me sorprendió. Hacía mucho tiempo que no sabía nada de mis padres, pero que no los hubieran localizado no encajaba en mis pensamientos. En fin, seguí en el hospital durante algunas semanas más hasta que me recuperé del todo. Los dolores prosiguieron algún tiempo, pero, mal que bien, podía valerme por mí mismo. Cuando me dieron el alta me indicaron que debía personarme en la policía lo antes posible. La enfermera que me ayudó me preguntó si tenía algún familiar. Le dije que creía que mis padres, pero que la información que me habían dado era que no los habían localizado. Me dijo que si quería podía ayudarme a encontrarlos. Me preguntó si tenía algún número de teléfono al que llamar. Le dije que no lo recordaba —era verdad—, pero también necesitaba tiempo. Tiempo para mí, para encontrarme de nuevo. Salí del hospital con la misma ropa que entré. La habían limpiado. Supongo que les debió costar mucho quitar la sangre porque estaba realmente descolorida. Entonces intenté regresar a mi piso. Ya no era mío. El dueño lo había alquilado. Me dijo que la policía había estado allí investigando. No encontraron nada. Me insistió en que antes de ponerlo de nuevo en el mercado se dirigió a la policía para comprobar si podía hacerlo: le dijeron que sí. Había guardado mis cosas en unas cajas que entregó a los agentes. En realidad, como comprobé algunos días después, no estaban todas mis pertenencias, algunas digamos que habían desaparecido. Supongo que cayeron en algún vertedero. Alquilé una habitación en un hotel con el poco dinero que me quedaba en la cuenta y comencé a hacer gestiones para reanudar mi vida. Resulta sorprendente lo complejo que es volver a nacer. Porque eso es precisamente lo que me ocurrió a mí. Volví a nacer. Lo comprendí la primera noche que pasé fuera del hospital, tumbado en la cama, sobre un colchón cuyos muelles se clavaban en todo mi cuerpo y con una almohada dura como una piedra que me recordaba los dolores que había sufrido en el hospital. Había elegido una vida que no era mía, decidí abandonarla y quienes me la habían ofrecido no lo aceptaron, quisieron dejar claro que me la quitaban. Podrían haberme matado, pero no lo hicieron para que sufriese la otra vida, la vida para la que yo había nacido, la vida que determinaba mi futuro. Era una suerte de castigo con el que querían que recordase para siempre lo que había perdido. Estaba claro —eso pensé— que ya no había vuelta atrás. Pero, en cualquier caso, yo no quería una vuelta atrás. No estaba arrepentido de mi decisión y si alguna vez me alcanzaba la duda, que lo hacía, pues la otra vida que me habían ofrecido y que había disfrutado era fascinante, solo tenía que recordar la muerte de aquel pobre viejo para desembarazarme de la tentación. No es fácil ser pobre, eso lo sabía, pero es más difícil aún, mucho más, llegar a ser rico. Sí, ya sé que es una perogrullada, pero no por ello deja de ser real. Para alcanzar la riqueza material hace falta que acontezcan una serie de circunstancias que no son las habituales en nuestro mundo y muchas de ellas no eran asumibles desde un punto de vista ético para mí. Y, en consecuencia, hay más pobres que ricos. Aunque tardé en darme cuenta de todo aquello, hoy me siento orgulloso de haberlo hecho. Sin más. Es así de simple. Yo soy pobre y seguiré siéndolo hasta el día de mi muerte. Sin embargo, se puede vivir felizmente siendo pobre, mientras no sufras carestías, tal vez el nombre más apropiado no sea el de pobreza, sino más bien el de humilde riqueza, en fin, creo que se me entiende bien. Yo conseguí vivir feliz durante mucho tiempo, era una felicidad plena en una vida sin opulencia, en una vida modesta. Necesité sufrir una experiencia terrible, traumática, para darme cuenta de ello y aún me llevó mucho tiempo comprender que no precisaba todo aquello que me ofrecían para ser feliz, aunque debo dejar claro que no necesitarlo no quiere decir que no se pueda disfrutar. El caso es que conseguí reorganizar mi vida. Fue tras varias visitas a la policía en las que no dije nada acerca de nadie porque argumentaba no recordar más que un atronador sonido muy cerca de mí, a mi espalda, aquel día mientras abría la puerta del portal de mi casa y en el mismo instante perdí la consciencia. Les conté que tenía pesadillas en las que oía aquel disparo —era verdad—. Les dije que tenía dolores terribles por las noches —era verdad—. Les dije que aquel día regresaba tranquilamente a mi casa de la universidad —era verdad—. Les dije que me había mudado de piso porque no me encontraba a gusto en la residencia de la universidad en la que estaba —era verdad—. Les dije que renuncié a aquella universidad porque el ambiente era demasiado elitista y no encajaba conmigo —era verdad—. Les dije que allí apenas tenía amigos —era verdad—. Les dije que no podía asumir los gastos que conllevaba aquella universidad a pesar de la beca que me concedieron —era verdad—. Les dije que cuando cambié de universidad todo comenzó a marchar muy bien y había encontrado un trabajo a tiempo parcial que me ayudaba con los gastos —era verdad—. Les dije que no sabía quién podía haberme querido matar —era verdad— y era verdad porque estaba convencido de que en realidad no habían querido matarme, aunque evidentemente era una verdad a medias, más cercana a la mentira que a la realidad. Además, estaba convencido de que, si contaba algo más, terminaría muerto y no quería morir. Aproveché para preguntarles por mis padres porque había intentado localizarles y no lo había conseguido. Fui a visitarles a su casa, pero estaba vacía. Totalmente vacía. La policía me dijo que habían desaparecido. Es difícil desaparecer hoy en día. Yo intuía lo que había pasado, pero me daba un miedo atroz reconocerlo. «No tenemos constancia de que hayan fallecido, pero tampoco sabemos dónde están», recuerdo perfectamente que esas fueron las palabras del agente que me atendía cada vez que iba a la comisaría. Tal vez era una señal que me dejaban para que regresase a ellos y recuperar a mi familia, para vincularme nuevamente a aquella vida que no era la mía, pero no tenía mucho sentido. Tal vez, sencillamente mis padres habían decidido marcharse de la ciudad, abandonar un camino que eligieron porque querían cambiar de vida, pero que, como yo, vieron que no era posible. Dejé el hotel y regresé a mi casa, a la casa de mis padres. Terminé mis estudios. Encontré trabajo. Me casé. Tuve un hijo. Ahora vivimos los tres aquí, en la que fue la casa de mis padres. Y sí, somos pobres.
Imagen creada por el autor con IA.
En Mérida a 14 de septiembre de 2025.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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