—Déjame que te prepare algo —se ofreció Rosamundo—. Estás nerviosa.
El chico se mantenía expectante mientras Casiana era tranquilizada por Rosamundo.
—Estoy bien, estoy bien… —respondió la mujer, intentando recomponerse como buenamente podía después del desagradable incidente que habían presenciado.
Rosamundo mantenía las manos de Casiana entre las suyas. Notaba su piel arrugada, envejecida, resultaba excesivamente elástica. Eran las manos de una mujer anciana. De una mujer cuya vida tenía mucho que contar, seguramente llena de sufrimientos, pero también de alegrías. «La vida da para mucho», pensó Rosamundo y frente a ella tenía una mujer que había vivido mucha vida.
Casiana intentó controlar sus temblores y a fuerza de tozudez lo consiguió. No quiso, sin embargo, liberarse de las manos de Rosamundo. Le proporcionaban un bienestar que hacía tiempo no sentía. Y le parecía una sensación maravillosa. Casiana levantó los ojos y miró a Rosamundo.
—Gracias, muchas gracias. —También se dirigió al muchacho que había intercedido por ella—. Vaya forma que habéis tenido de conoceros —les dijo y procedió a presentarlos—. Este es Alfredo, mi sobrino. Y ella es Rosamundo, ¿verdad? —Rosamundo asintió y Casiana prosiguió—: se hospeda aquí…
Ambos se saludaron ofreciéndose la mano y el rostro en un desencuentro absurdo y un tanto ridículo que se resolvió con una suerte de apretón de manos excesivamente próximo y leve acompañado de un balbuceo de ambos que recordaba a un cordial encantado y encantada. Los chicos sonrieron avergonzados como dicta su edad. Rosamundo intentó disimular las cicatrices de su rostro buscando algo de oscuridad y cubriéndose con fingida prestancia la cara con su pelo. Alfredo dio un paso atrás y Rosamundo se mantuvo al lado de Casiana.
—Alfredo me echa una mano aquí cuando puede. Me ayuda mucho. Sin él para mí sería imposible poder llevar esta maldita pensión. También trabaja fuera. Es un buen chico, aunque un poco vergonzoso —dijo sonriendo—. Siempre le digo que así nunca tendrá mujer alguna, aunque debo confesar que a mí no me interesa demasiado que encuentre ninguna chica. Cuando lo haga, seguro que me abandona —y ofreció su mano a Alfredo para que la tomase en un gesto de cariño que Rosamundo nunca habría imaginado para Casiana.
Alfredo tomó la mano y los tres se encontraron incómodamente juntos alrededor de la pequeña mesa de camilla que hacía las veces de mostrador. Un silencio incómodo les rodeó. Todos sonrieron y Casiana les invitó a desayunar juntos. Rosamundo aceptó agradecida. Alfredo asintió sonrojado. Pasaron a la cocina donde Rosamundo había comido el día anterior. Un intenso olor a café recién hecho que en realidad había estado presente todo el tiempo, levantó el ánimo y el hambre de Rosamundo. Casiana les pidió que se sentasen a la mesa.
—Yo lo preparo, por favor, no quiero que ninguno de los dos intente siquiera echarme una mano. Es lo menos que puedo hacer.
Los chicos sonrieron y se lanzaron una sutil mirada de complicidad. Casiana puso sobre la mesa tazas, cucharillas, platos y servilletas de telas con flecos y un estampado de cuadro rojos y blancos que a Rosamundo le recordó su antiguo hogar; también colocó un azucarero en un cuenco cerámico destartalado con una tapa de madera y una jarra de cristal, traslúcido por el tiempo, llena de leche fresca. Retiró el café del fuego y lo colocó sobre la mesa con un salvamanteles de madera. Preparó unas rebanadas de pan en el hornillo cuyo olor a tostado hizo que las tripas de Rosamundo y de Alfredo se removieran y gruñesen de impaciencia. Las dejó en un plato sobre la mesa junto a una aceitera de latón. Rosamundo pensó que aquello era un auténtico manjar, no solo por la comida, sino también por la compañía. Ella siempre había sido muy buena haciendo amigos. Intentaba ocultar su timidez con alardes de efusión, no era dicharachera, pero procuraba siempre que el silencio no invadiese sus encuentros porque así evitaba —estaba convencida de ello— que se fijasen en ella. Pero ahí, en la cocina, sentada junto a Alfredo, con Casiana cuidando de ella, sentía que no necesitaba fingir, sentía que podía permanecer callada, tímida, como consideraba que era. Estaba esperando que la señora Casiana tomase asiento para empezar a disfrutar del desayuno, para empezar a disfrutar de su nueva vida.
—Comenzad, por favor, no me esperéis, no dejéis que se enfríe el café ni las tostadas. Enseguida os acompaño.
Los chicos obedecieron mientras Casiana colocaba algunos cacharros en el fregadero. Luego se secó las manos en un trapo y se sentó junto a ellos. Tomó una tostada, echó un buen chorro de aceite sobre ella y le dio el primer mordisco.
—¿No pensáis decir nada? —les preguntó sonriendo—. Vamos, no seáis tímidos. Seguro que tenéis cosas que contaros. ¿Cuántos años tienes, Rosamundo?
Rosamundo levantó levemente la cabeza y sonriendo dijo que acababa de cumplir dieciséis.
—Mi niño —así llamaba a Alfredo, que hizo una mueca cuando lo escuchó— tiene dieciocho. Seguro que tenéis muchas cosas en común. No dejéis que una vieja cascarrabias como yo acapare vuestra conversación. Lo que yo puedo contaros lo viviréis dentro de mucho tiempo, aún os queda mucho y a mí ya no tanto —no lo dijo apenada, ni mucho menos, sino con cierta sorna y prosiguió—: dejaos de remilgos y contaros qué hacéis y qué no hacéis.
»Rosamundo, ayer no te pregunté si tenías intención de quedarte mucho tiempo aquí.
Rosamundo sonrió.
—Pues la verdad es que no lo sé, señora Casiana, depende de lo que tarde en encontrar algún trabajo. También me gustaría estudiar. Tengo algo de dinero —Rosamundo había pagado el primer mes completo a la señora Casiana—, pero debo conseguir un empleo.
—Mi Alfredo puede ayudarte con eso. Seguro que sabe de algún sitio donde puedan necesitar ayuda de una chica diligente y responsable. También te puede indicar dónde está la escuela para niñas. Alfredo —se dirigió a él—, ¿puedes llevar a Rosamundo al ayuntamiento para que pregunte?, ni se te ocurra llevarla a la iglesia, el párroco no puede verme y si se entera de que está aquí con nosotros no la tratará bien. En cualquier caso —ahora miraba a Rosamundo—, aquí puedes quedarte el tiempo que necesites. Estarás bien cuidada.
Alfredo se sonrojó al oír que le interpelaban, pero se asombró con el ofrecimiento de su abuela. No era nada habitual escucharla hacer ese tipo de proposiciones. Ya le había resultado extraño que la invitase a desayunar, incluso que él estuviese desayunando con su abuela. Normalmente desayunaba solo mientras ella permanecía fuera a la espera de algún huésped. Alfredo estaba encantado, aunque mantenía el gesto circunspecto propio de adolescentes.
Imagen creada por el autor con IA de Bing.
En Isla Cristina a 9 de abril de 2023.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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