El camino a la felicidad.




Había una vez —así empiezan los cuentos tradicionales por más que este no lo sea, lo que, dicho sea de paso, no deja de ser un recurrido cliché— un señor de aspecto sobrio y carácter agriado por el tiempo que decidió que prefería no ser feliz. Había reflexionado mucho sobre esta cuestión —pues era filósofo de profesión— y leído todo lo que uno podía imaginar sobre este aspecto —pues era empedernido en sus lecturas—. Pensó que evitar la felicidad le evitaría tener que dejar de ser feliz. Creía que la felicidad no podía persistir durante todo el tiempo que uno permanecía con vida y que, por tanto, no era más que una sucesión de estados alternos entre la euforia que provocaban momentos concretos de bienestar, prosperidad, amor, éxito, salud o placidez y la pena que suponía la pérdida de estos, a lo que tenía que añadir el dolor, la tristeza o el sufrimiento que provocaba la enfermedad, la desgracia, el hambre, el fracaso, el desamor, la pobreza o la muerte. Había echado sus cuentas y pesado en la balanza de su mente las dispares realidades con las que, a lo largo de su vida, se había enfrentado. El resultado era claramente desfavorable para la felicidad. Recordaba momentos felices, eso no podía negarlo, pero eran tan escasos y tan poco gratificantes en comparación con los momentos de dolor, de tristeza, de sufrimiento o de pena, que consideró que no merecía la pena luchar por encontrar el camino a la felicidad. Además, se había dado cuenta de que, con la edad, los momentos felices excusaban su presencia cada vez más haciéndose los remolones entre los momentos de dolor, tristeza, sufrimiento o pena. En los últimos tiempos, reflexionaba, nada le había producido una triste sonrisa —disculpen la paradoja— y no había encontrado siquiera un breve consuelo para el desconsuelo que le venía acompañando con cada año que cumplía. Estaba solo, su mujer ya no estaba con él, había fallecido, y con sus hijos y amigos —los que quedaban— se comportaba de forma tan arisca, gruñona y antipática que ya nadie quería estar con él. Lo hacía porque solo así, solo, conseguía evitar el dolor que le provocaba la pérdida de un ser querido. Sabía que no obtendría la felicidad de la compañía, de la conversación o del saludo, pero lo prefería al sufrimiento de la pérdida. Se conformaba con todo y no buscaba nada que pudiera satisfacerle; se dejaba llevar por la vida sin pena ni gloria, cual barco sin timón que navega a la deriva empujado por corrientes fluctuantes que amenazan con hacerlo naufragar o encallar. Pareciera que solo esperaba su muerte como único fin posible para su vida —cuestión esta que, por ser humano, es y no puede dejar de ser—, pero esta espera no era pasiva, antes al contrario, seguía haciendo lo que él denominaba su «rutina». Y la hacía cada día, a cada instante. Sin embargo, no se resignaba a su propia conmiseración, no llegaba a sentir pena de sí mismo, no renegaba de su existencia por más que considerase que todo lo que podía hacer ya, «a su edad», decía, era esperar su fin. Así pues, nuestro filósofo, y a pesar de todo, no había abandonado el barco y caminaba, comía, leía, dormía, enfermaba, entristecía y sufría, es decir, vivía. No era consciente, o prefería no serlo, pese a su excelsa sabiduría, de que la vida era consustancial a la felicidad y que, por tanto, el mero hecho de estar vivo era suficiente para vivir estados de felicidad, vivir provocaba felicidad, es imposible huir de la felicidad si uno está vivo. Podrán ser pocos, escasos, ridículos o parcos, los momentos de felicidad, pero existen, están y, salvo enfermedad, es imposible eludirlos pues constituyen una parte indisoluble de nuestra existencia, al igual que ocurre con el dolor, con la pena o con la tristeza.

Estar vivos nos hace felices, también tristes, apenados o dolientes. Son emociones que surgen en nosotros como reacción a lo que nos rodea, así pues: estamos vivos porque nos emocionamos y nos emocionamos porque estamos vivos. Como quiera que la felicidad es una de esas emociones, ser felices forma parte de nosotros, configura nuestra idiosincrasia. Surge, sin embargo, el problema cuando buscamos la plena felicidad, la felicidad idealizada, esa a la que todos aspiramos y deseamos alcanzar con ahínco como fin último sin caer en la cuenta de que la felicidad no puede ser el fin, sino la reacción a un fin, la emoción que provoca alcanzarlo. Sobrevaloramos la felicidad cuando la consideramos nuestro objetivo. Eso incita una profunda frustración y dificulta alcanzar la maravillosa emoción que es la felicidad sentida cuando conseguimos algo, por pequeño e insignificante que pueda ser.

Quiso la fortuna que nuestro filósofo estuviese paseando un día por un parque en un invierno nevado de no hace demasiado tiempo. Quiso la fortuna que nuestro filósofo llevase puestas las gafas por olvido, ya que cuando paseaba prefería no ver demasiado bien lo que le rodeaba intentando huir de algunas emociones no deseadas por él. Quiso la fortuna que nuestro filósofo llevase varios días acatarrado con lo que un profundo cansancio enseguida le hacía acto de presencia y requiriese con profusión un banco en el que reposar tranquilo aprovechando los escasos rayos de sol que escapaban a las densas nubes amenazantes del cielo. Quiso la fortuna que un banco apareciese ante él, y gracias a que llevaba puestas las gafas, lo viese, estaba vacío pero húmedo, aunque tentador. A partir de ahí la fortuna poco tuvo que ver y fue él, nuestro sobrio y agrio filósofo, el que decidió sentarse, no sin antes secar con su pañuelo la tabla húmeda del banco, para reposar tranquilamente unos instantes calentado por los rayos de sol, y dejándose llevar, apoyó su espalda en el respaldo también secado por él. Cerró los ojos y sucumbió a su propia lasitud. La boca se le abrió ligeramente cuando pasó del duermevela al sueño y el cuello se le retorció buscando una geometría imposible para un ser humano. Una preciosa niña de cabellos dorados con un globo rojo en la mano, abrigada hasta la saciedad, se sentó a su lado. No hizo nada, pero no podía evitar ofrecer una hermosa imagen que hubiese arrancado una alegre sonrisa a cualquier transeúnte. Él no se inmutó porque no se percató de su presencia, de haber sido consciente, probablemente le hubiese hecho a la niña un horrible mohín ahuyentándola de su banco. Allí estaba él, sentado, dormido, sonriente, feliz...



Felicitación de rutina para el año 2020.


En Plasencia a 29 de diciembre de 2019.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera