La luna cuadrada. Parte IV.






No me gusta lo que veo por la ventana de mi cuarto. Es otra ventana, son muchas otras ventanas. Es la misma ventana repetida infinitamente, hacia arriba y hacia abajo, a la derecha y a la izquierda. Siempre la misma. Nunca las he contado. Tal vez haya cien o tal vez mil, el caso es que mi ventana solo ofrece otras ventanas y no me gusta. No sé si mi edificio es igual, puede que quien viva enfrente —nunca he visto a nadie asomarse— vea algo parecido. No lo sé. No me interesa. Solo pienso que no me gustan las ventanas que veo. Sé que más allá está el mar, la montaña, incluso la ciudad, pero no puedo contemplar nada de eso porque ese maldito edificio gris de ventanas minúsculas con rejas me lo impide. No entiendo las rejas, por esas ventanas no creo que cupiese ni un niño pequeño y, sin embargo, las tiene: una, otra y otra más. Una serie eterna que apenas da luz a quien viva en ese edificio —¿podrá alguien vivir dentro?—. Por eso me levanto pronto, siempre intento que sea aún de noche, aunque con mi trabajo es difícil, para que cuando subo la persiana apenas pueda ver lo que tengo frente a mí. Dejo entreabierta la ventana y salgo de mi habitación hacia el baño. Orino. Me lavo las manos y la cara. Me visto. Lo hago en el baño que no tiene ventanas, lo prefiero. Luego en la cocina, que es comedor y salón, aunque no hay mesa ni sofá, me preparo el desayuno, que normalmente es comida por mi horario laborar, y salgo a pasear. La cocina, que es comedor y salón —me hacen mucha gracia estas estancias plurifuncionales—, sí tiene ventana, pero esa está siempre con la persiana echada. Es más grande que la de mi dormitorio y también asoma al maldito edificio gris de infinitas ventanas. No es que me guste la oscuridad. Es que la persiana se rompió, no recuerdo cuándo, y aún no he encontrado el momento de llamar a alguien para que la arregle —a mí no se me da bien el bricolaje—, pero, además, sé que cuando lo haga lo que voy a ver no me va a gustar. Así que intento pasar el menos tiempo posible en mi casa. 

Cuando estoy fuera me siento libre. En realidad, más que libre, me siento liberado. En mi casa todo lo que me rodea, en realidad se trata del maldito edificio, me constriñe y quiero huir, y puedo hacerlo, aun así, necesito pasar parte de mi tiempo en mi casa. Es inevitable. Lo sé bien, porque hubo un tiempo en el que no tuve casa. Salgo y me siento en un banco de un parque. Da igual el que sea, de hecho, suelo cambiar de parque y de banco. Me siento y miro, me siento y observo. Contemplo cada persona que pasa frente a mí e imagino su vida. A unos los hago felices a otros los hago sufrir. No es que quiera desearles mal alguno, es solo que cada uno de ellos es una historia para mí y no solo hay cuentos con final feliz. A veces alguien se sienta a mi lado. Tiene un perro o viene con un carrito. Incluso hay ocasiones en que alguien me habla, me pregunta sobre la hora, el tiempo, o alguna dirección. No suelo responder. Como mucho me encojo de hombros, no como si no conociese la respuesta, sino, más bien, como si no conociese el idioma. Entonces se marchan murmurando alguna despedida más o menos amable, o sencillamente se van en silencio. Para la gente que se acerca a mí invento historias de felicidad. Siempre, incluso cuando alguno se molesta si no le contesto. No sé por qué lo hago, tal vez es una forma de resarcirme con esa persona por no haberle prestado la atención merecida. Desgraciadamente sé que esas historias de felicidad son falsas, al menos, en el supuesto de que esa persona sea feliz, si es que hay alguien que pueda ser feliz, más bien pienso que la gente podrá sentirse feliz en ciertas ocasiones, en ciertas circunstancias, esa felicidad no será nunca como yo la imagino. Sería demasiada coincidencia y, además, nunca podría comprobarlo. 

Hoy se ha sentado un niño. A mi lado, en el banco del parque que he elegido al azar. Tendría siete u ocho años, me cuesta calcular la edad de los niños. Estaba tomándose un helado. Creo que era de chocolate. Tenía un cerco marrón alrededor de la boca. Me ha mirado y me ha preguntado por qué estaba solo. He pensado en la camarera. No estoy solo, le he respondido. La persona con la que estoy no está aquí, conmigo. Ha seguido mirándome y me ha vuelto a repetir la misma pregunta. ¿Por qué estás solo? Entonces le he mirado. He guardado silencio como acostumbro a hacer con la gente que se acerca a mí. He encogido los hombros, no como si no conociese la respuesta, sino, más bien, como si no conociese el idioma. Entonces me he marchado murmurando una despedida amable. Él se ha quedado allí, sentado en el banco, tomando su helado, con la boca sucia, viendo como me alejaba.



Imagen: Rubén Cabecera Soriano. Imagen de un edificio en Alicante, 2018.



Plasencia a 23 de diciembre de 2018.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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