Salió y caminó por la ciudad.
Regresó al parque donde no hacía mucho —o sí— había sentido que su mundo se
había derrumbado. Se sentó en el mismo banco en el que había sido violada y en
el que quebrantaron su alma. Miró hacia arriba. Tenía la esperanza de ver a
todos aquellos a los que se había encontrado. Quería que todo se repitiera otra
vez, para defenderse, para matar. Sentía odio, un odio atroz que había vencido
al miedo, pero que no había acabado con la vergüenza. Nadie pasó. Hacía calor.
El sol implacable convertía en huidizas a las personas y nadie se atrevería a
pasear bajo su precepto. Sacó la llave que guardaba en su monedero. La miró.
Sabía qué significaba. Sabía qué puerta cerraba. Se levantó y se dirigió
resoluta al centro de la ciudad, allí donde ahora, con su aspecto, sería mirada
con desdén, con desprecio, con repugnancia, tal y como ella, no hacía demasiado
tiempo, hacía con otras mujeres que mostraban su aspecto, poco importaba qué
fueran, cómo fuera su alma, lo que los ojos veían era lo que juzgaban.
Paseó entre grandes
edificios, mostró su rostro sin pudor, ¿por qué habría de tenerlo?, ¿acaso era
ella culpable de lo que estaba sufriendo?, ¿acaso era ella responsable de su
vida? Ya no. Hubo un tiempo en que pudo haberlo sido, hubo un tiempo en que
creía tener el control, pero la vida, en nombre de otros, había decidido por
ella y ahora, cuando nuevamente quería ser ella quien tomase las decisiones, debía
enfrentarse a su propia vergüenza.
Frente a un espejo de un
escaparate se paró. Se miró, no buscó sus incipientes arrugas que la alejaban
de su prístina belleza. Miró más allá, miró en la profundidad de su alma. Vio
cuánto había sufrido, vio cuán lejos de la felicidad había llegado y la habían
llevado. Vio y siguió viendo durante un rato hasta que desde dentro encendieron
las luces porque el crepúsculo invadió el día y retornó a su presente. Entonces
se vio hermosa, fuerte, poderosa, invencible. No reparó en los harapos que
llevaba puesto, ni en los zapatos rotos, ni en el pelo enredado, ni en el
rostro demacrado. Solo se vio a ella y se reconoció.
Anduvo un buen trecho entre
restaurantes caros y tiendas de lujo. Habían sido tantas las veces que había
recorrido ese camino que no necesitaba ninguna referencia para guiarse. Gente
con la que habitualmente se cruzaba, incluso gente que la había tratado, no
consiguieron reconocerla. Toda su envoltura había desaparecido; de ella
quedaban las cicatrices de las profundas heridas que sus dos vidas le habían
provocado. No se sintió culpable, no, ya no, nunca más.
Llegó al edificio en el que estuvo
su residencia, en el que había vivido durante los últimos años, en el que había
desaparecido su propio ser no hacía demasiado, a pesar de que recientemente lo había
encontrado de nuevo. Era un edificio de apartamentos muy caros, imposibles para
la gran mayoría de la gente. El cristal dominaba, pero en su forma espejada
porque nadie debía ver el interior, pero desde el interior todo se podía ver.
El morbo indiscreto de los inquilinos se ponía de manifiesto mientras
observaban a las gentes de una ciudad que se rendía ante la imponente figura
del rascacielos. Se paró en el portal de entrada. Sabía que no podría penetrar;
el portero no se lo permitiría por más que le conociese, pero no pudo reprimir
sus ganas de verlo nuevamente e intentó traspasar el umbral.
—Lo siento señora —le dijo
amablemente Pedro, ese era su nombre—, no puede pasar.
—Creí que este era mi cielo,
pero ahora sé que en realidad fue mi infierno. No son estas las puertas que
quiero cruzar. Sin embargo —prosiguió tras una larga pausa—, me gustaría verlo
un instante. Pedro, déjeme asomarme al vestíbulo, solo le pido eso, solo será
un momento.
—Dese prisa por favor, señora
—le dijo el conserje reconociéndola, pero evitándola.
—No se preocupe.
Se asomó, vio, recordó y
olvidó. «Muchas gracias, Pedro», se despidió alejándose orgullosa, casi podría
decirse que feliz, si no fuese porque la felicidad le estaba vetada.
Llegó a su destino: incierto,
atemporal, doloroso; adjetivos todos ellos que parecen contradecir el
significado intrínseco de la propia palabra, pero que bien definen la realidad
de lo que tenía frente a ella. Era su propia casa, la casa de sus padres, donde
había vivido su infancia, la casa en la que pretendieron convertirla en hombre
conservando su condición de mujer —son las paradojas de la vida que la sociedad
pretende convertir en indiscutibles—, la casa que había sido su hogar y de la
que huyó con el beneplácito de su padre y el consentimiento de su madre para
buscar un futuro que, en realidad, ya estaba trazado por su propia familia. Un
futuro que no previó la terrible caída que había sufrido, un futuro cuyo desenlace
no era el deseado, pero para el que no recibiría ayuda alguna si su deseo era
superarlo. Un futuro cuyo fin fue su principio.
Conocía cada recoveco de esa residencia.
Recordaba en cada mancha, en cada desconchón, en cada esquina desgastada, en
cada ventana rota, en cada rincón polvoriento, una escena de su infancia. Buscó
y rebuscó en su memoria para perpetuar una sonrisa, un momento feliz, algo que
la convenciese de no hacer lo que su odio la llevaba a hacer y por lo que sabía
que terminaría sintiendo una profunda pena. Rodeó la casa y penetró por la
puerta trasera para pisar, años —que le parecieron siglos— después, el
abandonado jardín. Creyó ver, allá cerca del almendro, ahora mal desramado, sus
muñecas escondidas en una caja para que «Padre no las vea», recordó tal y como
le repetía su madre una y otra vez. Se descalzó y recorrió cada milímetro del
bordillo del patio de la fuente, ahora seca, donde se salpicaba en las tardes
estivales para refrescarse, para sentirse niña, asumiendo que recibiría la
reprimenda materna, asumiendo que tendrían que cambiarla y ella se dejaría
hacer, pero que ya nadie podría quitarle ese placer, que no diversión, de
sentirse mojada, fresca, de sentirse, por un instante, niña.
Quiso entrar por la puerta
trasera. Estaba cerrada. Buscó bajo los maceteros con flores marchitas la llave
que siempre estuvo allí para que las criadas pudiesen entrar sin molestar a la
señora, su madre, que solía dormir hasta tarde aquellas mañanas en las que su
marido, su padre, se encontraba ausente por trabajo. Allí estaba, tras levantar
el tercer macetero, sin haber perdido un ápice de confianza pues estaba
absolutamente segura de que la encontraría, la halló, oxidada, maltrecha,
descuidada, abandonada —como ella—. La sostuvo entre sus manos como quien
recoge un pajarillo caído de un nido. La miró deseando que comenzase a volar.
No lo hizo. La llevó hasta la cerradura y abrió la puerta sin dificultad,
entonces voló. María penetró descalza. La tarima de madera rechinó acusando el
esfuerzo de soportar el peso de alguien años después. No le importó. Siguió
andando. La penumbra dio paso, cuando sus pupilas así lo quisieron, a una media
luz que no necesitaba para orientarse. Caminó segura entre los muebles de la
cocina. Las sillas estaban quebrándose, la mesa estaba agrietada, los muebles deformados,
pero a ella todo le parecía reluciente, casi nuevo. Atravesó el salón para
dirigirse a la entrada donde el cristal esmerilado de la puerta iluminaba las
escaleras que debía subir. Allí estaba su padre, muerto, invisible para ella,
pero presente, terriblemente presente, en su consciencia. Estaba de pie, en el
rellano, mirándola, deseando ver en ella al hijo que nunca tuvo, hablándole con
disimulado rencor, intentando trasmitirle un cariño que no sentía e intentando
ocultar un odio imposible de callar y ella, allí frente a él, mirándole desde
abajo, respondiendo con denuedo a su interrogatorio. Subió: un peldaño, otro
peldaño, otro, al llegar al rellano, le esquivó. Él siguió mirando hacia el vestíbulo,
hablándole a su hija, que acababa de llegar de la escuela, pidiéndole mejores
notas, exigiéndole un mayor esfuerzo. Mientras, María, mujer, llegó al primer
piso. Ahí estaba su madre, muerta, invisible para ella, pero presente, tristemente
presente, en su consciencia. Estaba mirando hacia abajo, hacia la entrada,
separada ligeramente de la balaustrada de madera carcomida, en la penumbra del
distribuidor esperando pacientemente que finalizase el interrogatorio del
padre, para ofrecerle secretamente a la hija el consuelo que sabía que
necesitaba. María la esquivó apoyándose en el pasamanos que se quejó terriblemente
y recogiendo el polvo de años de abandono. Llegó a su habitación. Los muebles
estaban cubiertos con sábanas que fueron blancas y ahora presentaban un aspecto
amarillento decadente. La cama no tenía colchón. La movió ligeramente, lo justo
para dejar una de las lamas del suelo de madera libre, más aún, porque ya estaba
suelta. La levantó. Había hecho ese gesto miles de veces, millones en su
pensamiento. Sacó del entresuelo una cajita de hierro pintada con colores
apagados. Su abuelo se la había regalado. «Guarda aquí tu infancia», le dijo.
Ella entonces no lo entendió, pero ya sabía que su abuelo conocía su historia.
Puso la caja en el alféizar de la ventana y quitó algunas de las tablas que
protegían el hueco de curiosos indeseados, vivos o muertos. La luz encendió los
colores de su urna —de su ataúd—. Sacó la llave que portaba desde que era niña.
La miró y dudó. Al final la introdujo en la cerradura. Abrió la caja. Sonrió
dulcemente. Estaba vacía.
Imagen de origen desconocido
En Mérida a 18 de febrero de 2018.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera