domingo, 24 de diciembre de 2017
La felicidad no vendida.
Reconozco que este
año se me han adelantado. Es un reconocimiento vano y vago que tiene poca
utilidad, más allá de una simple queja con un alcance muy reducido. Mucho más
del que uno aspiraría a tener, sobre todo si quien te adelanta es una empresa
que vende millones de muebles por todo el mundo y que tiene unas redes
publicitarias que alcanzan a otros tantos millones, no como yo, con mi modesto
blog que aspira a servir de desahogo personal y a compartir unas letras con
unos pocos.
Pues bien, esta
empresa ha comenzado a vender felicidad este año. Es algo que ya vienen
haciendo otras compañías de postín que anegan nuestras sobremesas —y ahora
también nuestras informáticas redes sociales— en ciertas épocas del año con
mensajes entrañables y conmovedores que nada tienen que ver con lo que venden, recuérdese
cierta bebida enlatada que tiene como color el rojo más característicamente
navideño, pero en los que se reconoce manifiestamente su mano, especialmente al
final del mensaje, mejor dicho, anuncio. En cierto modo este es el poder y la
magia del márquetin —no he podido vencer la tentación de escribir así el
archiconocido vocablo “marketing”, reconocido, por cierto, por la RAE, aunque
bien podría haber usado la palabra mercadotecnia, pero se me antojaba algo más
rebuscada— de aquellas empresas que ya no necesitan mostrar lo que venden y que
pueden vender otro mensaje para que recordemos su marca.
Ese mensaje vendido
es la felicidad: «Mi marca vende
felicidad», aunque realmente se anuncie como «Mi marca ofrece felicidad» y la palabra «marca» está escrita tan
pequeña que casi se convierte en ilegible y pasa desapercibida para quien
recibe el mensaje, pero está ahí, siempre está ahí. Para eso han pagado mucho
dinero a expertos publicistas y psicólogos, y se han hecho cientos de
entrevistas que se han convertido en extenuantes estudios estadísticos que
reflejan lo que la sociedad demanda porque lo necesita en un determinado
momento para poder dárselo, casi sin que se dé cuenta, eso sí, de que se lo han
dado.
Bien, pues ya lo he
recibido, y me refiero al mensaje, ¡claro!, que no la felicidad, a pesar de que
sea esto precisamente lo que «ofrecen»; y es que hay cosas que no es posible
vender, y la felicidad es una de ellas, por mucho que se empeñen en lo
contrario e incluso logren engañarnos y caigamos en la trampa de beber ciertos
líquidos o montar ciertos muebles para procurarnos mayor felicidad. Sin
embargo, es más que probable que consigamos que otros sean tristemente más
felices porque reciban ingentes emolumentos gracias a nuestras compras y que
sean precisamente esas cantidades desorbitadas de «dineros» las que les aporten
algo parecido a la felicidad. Esta sí es la felicidad vendida, falsa felicidad
la que les proporciona el intercambio de los bienes o servicios que venden por
dinero. Seamos sinceros, el dinero, hoy en día, sirve para conseguirlo todo,
literalmente, pero a ese todo le falta un calificativo, lo material. Lo
inmaterial, lo espiritual y los sentimientos no los pueden cambiar las monedas
por mucho que estas sean de oro de tantos o cuantos quilates, y por mucho que
haya quienes se empeñen en procurar demostrar lo contrario. Ayudará, eso es
innegable a conseguir estabilidad, tranquilidad, permitirá sufragar gastos más
o menos necesarios y, sobre todo, caprichos, pero dar felicidad, me temo que
no. Puede que efímeramente se encuentre algo de satisfacción, aun así, será de
carácter pasajero. Y, ¡cuidado!, no quiero dar a entender que la felicidad, si
se llegase a alcanzar, tenga cualidad permanente, antes bien, tiende a ser
puntual, ocasional y en ocasiones «tal vez cuando más se disfruta de ella»
inesperada.
Ayer vivimos un
momento de felicidad, ayer recibimos un regalo que ya teníamos, pero que llegó
nuevamente. Podría decirse que una suerte de halo misterioso nos envolvió para
darnos un motivo por el que sonreír, no reír, no, sonreír con los labios
levemente torcidos, casi con nerviosismo, pensando que mañana sería otro día,
pero que la tensa espera del de hoy bien mereció la pena, por más que haya
tocado sufrir durante más tiempo del que uno quisiese. La felicidad nos invadió
contenida, sin aspavientos, sin champán, acompañada de un sencillo puré de
puerros que asentó estómagos y un pescado a la plancha que alivió los excesos
de pábulo que caracterizan otras celebraciones tan peculiares en estas fechas.
La felicidad llegó modesta y humilde, casi pidiendo permiso para entrar en una
casa que estaba fría, por más que quisiésemos calentarla. Ya sabíamos que venía
de camino, pero, sin embargo, la recibimos con gran alegría y entusiasmo.
Bienvenida seas, siempre que quieras tendremos un hueco para ti.
Imagen: Un amanecer feliz, Rubén Cabecera Soriano.
Plasencia a 24 de diciembre
de 2017.
Rubén Cabecera
Soriano.
@EnCabecera
Etiquetas:
Cuentos y relatos.,
La felicidad no vendida.