Mi amiga la muerte. (Parte iv y final).




Se levantó. Dio unos pasos hacia mí. La poca luz que entraba por la ventana creaba en torno a su figura una silueta siniestra que, la verdad, no ayudaba mucho a mi aprensión. Se detuvo justo delante de mí. A escasos centímetros de mi sillón. Su sola presencia imponía, saber de quién se trataba amedrentaba. Parecía alta, aunque era esbelta. No vestía una túnica, sino pantalones de pinza y algo parecido a una camisa sin cuello. No entiendo demasiado de moda, pero pensé que tenía un estilo oriental. «Menuda estupidez —pensé en ese instante—. Tengo frente a mí a la Muerte y estoy fijándome en su vestimenta». Justo entonces me ofreció su mano, la tendió con la palma hacia arriba. «Ven», me dijo. «¿Adónde?», respondí estúpidamente. Mantuvo la mano extendida hasta que me atreví a darle la mía. Pensé que ese era mi fin. «Tocar la Muerte y morir deben ser la misma cosa», imaginé mientras mi mano se acercaba lentamente a la suya. Cuando se tocaron percibí cierta calidez. Nada de una mano helada o con un tacto áspero. Piel, músculos y huesos, como cualquier persona. Me la apretó ligeramente. Supongo que intentando hacerme olvidar que era la Muerte, supongo que procurando que sintiera algo de confianza. «Tranquilo, ya te he dicho que hoy no morirás», eso me dijo y sí, consiguió tranquilizarme, lo justo para incorporarme como deduje por su leve tirón. Estaba frente a ella (o a él porque aún no tenía claro su sexo). Entonces me atrajo aún más y me agarró tibiamente con la otra mano. La pasó tras mi espalda y me abrazó. Entonces, lo recuerdo perfectamente, me invadió una profunda pena. Tan grande que lloré. Apoyé mi cabeza sobre su hombro. Noté como su cuello se torcía para amoldarse a mi cráneo. Su pelo, entonces me di cuenta de que lo tenía largo, cayó sobre mi frente. Me agarré a la Muerte desesperadamente. La rodeé con mis brazos atrayéndola hacia mí. Me sentí un niño indefenso que necesita la protección de sus padres para sobrevivir. Una terrible aflicción llenó mi corazón hasta el punto de que era incapaz de separarme de ella, de la Muerte. «Ven», repitió e intentó separarse, pero no la solté. Me aferré a ella con todas mis fuerzas, casi sentí cómo se quejaba, aunque no dijo nada, solo al cabo de un instante y tras reconfortarme ofreciéndome nuevamente su abrazo, insistió «Ven». Entonces me separé de ella sin soltarle la mano. Giró y se dirigió a la puerta de la habitación. Esa que había enmarcado mi triste entrada. Salimos y cerré los ojos. Fue un gesto instintivo, como el que pide un deseo porque pensé que abandonar esa estancia supondría poner fin a esa situación. Pensé que salir era abandonar. Estaba equivocado. Una fuerte luz alumbraba lo que momentos antes era un simple pasillo y ahora parecía un inmenso templo. Me tapé los ojos antes de abrirlos porque mis párpados no me parecieron suficiente protección. Poco a poco mi pupila fue amoldándose a la intensa luz menguando, tal y como yo fui sintiéndome cuando contemplé el grandioso espacio circular en el que me encontraba. Las paredes eran traslúcidas y dejaban penetrar, apenas filtrada, una cegadora luz. El techo, curvado sobre mí, sobre nosotros, casi apretándonos contra el suelo, de no ser por la inmensa altura que nos separaba, parecía de ónice, aunque su oscuridad contrastaba con las aberturas radiales por las que caían haces de luz dorada. En el centro había dos sillones hacia los que nos encaminamos. Noté que el suelo estaba ligeramente inclinado, precisamente hacia el centro que se elevaba sutilmente para dominar todo lo que le rodeaba. Llegamos, me ofreció uno de los sillones y la Muerte se sentó en el otro. Frente a mí. Como hacía unos instantes, pero en un escenario mucho más teatral, imponente, como si la Muerte pretendiera quitarse protagonismo, empequeñecerse ante la magnitud de lo que nos rodeaba. «Así ya no me tendrás miedo», me dijo señalando a su alrededor. «Siento toda esta parafernalia, pero si no vengo contigo aquí no me habrías escuchado». Asentí embobado. Evidentemente llevaba razón, aunque en cuanto la miré de nuevo me sobrecogió. Recordé el abrazo que me había dado instantes antes y no pude más que intentar perpetuar la placentera sensación de cobijo y sosiego que sentí.

Estaba nuevamente frente a la Muerte, rodeado de una luz tan potente que tampoco podía distinguir bien su rostro. Entonces todo aquello me pareció un juego.

—¿Por qué yo? —le pregunté—. ¿Qué quieres de mí?, ¿por qué te escondes tras la oscuridad y tras la luz?

—No soy yo. Eres tú quien no quiere verme. Te lo aseguro. Es tu imaginación la que no se atreve a ver quién soy. Ahora, a pesar de que te pueda parecer increíble estamos en la misma habitación en la que estuvimos sentados hace un rato. Pero tu mente necesita pensar que, como soy la Muerte, nada puede ser normal, que todo lo que me rodea debe ser extraordinario. Tenebroso al principio, pero maravilloso cuando has comprobado mi aparente normalidad. Te niegas a creer que soy como tú, casi como tú.

—Pero, mis ojos están viendo…

—Tus ojos no están viendo nada que no quiera tu imaginación. Ciérralos. No te preocupes. Cuando los abras estarás nuevamente donde estábamos antes. Es normal. Es así.

Cerré los ojos y la oscuridad me invadió. Al abrirlos mis pupilas se dilataron instantáneamente. Todo había vuelto a la situación anterior. Seguía frente a la Muerte, pero la luz había desaparecido y nos encontrábamos en la misma estancia de antes.

—Entonces, ¿no has sido tú?

—No, no he sido yo. No he utilizado mi poder infinito para cambiar lo que tus ojos ven. No tengo poder infinito. Solo soy la Muerte. Mi única labor es convencer a la Vida de que no os quite su más preciado regalo. La Vida es egoísta y poderosa, mucho. Nunca se mostrará ante ti ni ante nadie. Ella os da la vida y ella os la quita. Yo solo trato de retrasar lo máximo posible esa decisión. En realidad, velo por ti, por todos vosotros.

»Mira, no pretendo cambiar lo que sé que es imposible, solo me gustaría que entendieses que la Vida es quien manda. Ella decide. En realidad, yo hago bien poco, por mucho que durante miles de años la Vida se haya esforzado en culparme de los males de la Tierra, en culparme de la muerte, del dolor, de la enfermedad... Seguramente lo ha hecho para no ser ella la que tuviese que soportar las quejas, los lamentos, los llantos. Yo no tomo decisiones. Las toma ella. Ella da y ella quita. Sin embargo, yo, que fui hombre y que fui mujer, procuro convencerla de que no se lleve a la gente, de que las deje disfrutar, de que no les cause dolor, de que no las haga sufrir. Ella no me contesta, pero me muestra el egoísmo del ser humano, la codicia de los hombres, el mal que provocáis, pero yo no quiero verlo, solo pido por vosotros, solo le ruego que os deje durante más tiempo su regalo. Le pregunto que por qué os da la vida si luego decide quitárosla. Le pregunto que por qué os deja disfrutarla, que por qué os deja sufrirla. Para mí es muy duro ver como algunos viven sufriendo y mueren en dolor, en cansancio, en hambre, en sed. Pero también es terrible ver como quienes viven en amor, en felicidad, en alegría, mueren igualmente. Sé que esto que te cuento te sorprende, pero es así. La Vida me escucha, sé que lo hace, pero, sin embargo, no cambia. En muchas ocasiones le he pedido que no os deje ser conscientes de vuestra situación, que no os deje ser conscientes de que estáis vivos, pero no me hace caso. Nunca me responde, no habla, pero me escucha, lo sé, y se entristece cuando le recuerdo algunas de sus decisiones. Le muestro el dolor que causan las pérdidas que sufre la gente, pero ella, impasible, prosigue su trabajo. Seguro que le conmueve lo que le muestro, lo que ella hace, en definitiva, pero no deja de hacerlo. Una vez le pregunté que por qué lo hacía, que por qué daba y quitaba la vida, que por qué se entregaba para luego desaparecer. Entonces me miró, fue la primera y la última vez que me miró. Sus ojos eran tristes, apagados. Ella, que es la Vida, estaba desconsolada. Te diría que incluso se le saltó una lágrima, pero como las otras veces, no contestó. Tal vez no sepa las respuestas. Tal vez no pueda hacer otra cosa.

»Esa es la Vida.



Entonces un atronador ruido me sobresaltó. Un tren acababa de parar en la estación. Yo estaba apoltronado en un banco del andén (todo lo que un incómodo banco de hierro puede permitir) y me incorporé de inmediato. Era mi tren. La mujer que me había invitado a visitar a la Muerte había desaparecido. La Muerte no estaba. Cogí mi maleta. Subí al tren. Tomé mi asiento y esperé a que se reiniciara el viaje: mi viaje. Miré por la ventanilla justo cuando arrancaba y allí estaba aquella mujer con su extraño sombrero, sentada en el banco que acababa de abandonar, con su cigarro en la boca, casi caído, mirándome, sonriendo tal vez. Yo también sonreí.

Imagen: http://horizonteferroviario.blogspot.com.es/


En Plasencia a 23 de septiembre de 2017.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera

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