El muro. (Parte v).



La secretaria entró nuevamente en el despacho del presidente tras llamar insistentemente a la puerta.

—¿Está usted ahí? —preguntó al comprobar que la luz estaba apagada.

—Sí —respondió el presidente desde el sofá en el que se había echado para descansar un rato al tiempo que encendía la lámpara de lectura que estaba sobre la mesa—. ¿Qué hora es?

—Son las siete de la tarde. Todos están convocados para dentro de media hora. No faltará ninguno.

—María.

—Dígame.

—¿Puedes hablar con tu marido?

—Ya no.

—Gracias, espérame fuera.

María se retiró entre asustada y compungida. No supo entender el porqué de la pregunta del presidente, pero lo que tenía claro es que no le hizo sentir cómoda. Era la primera vez que el presidente la trataba así, con cierto desdén, dejando entrever un sutil desprecio, tal vez por el hecho de haber encontrado en ella una suerte de traidora a la patria en la que él creía, una patria que solo existía para él y a la que, hasta donde ella sabía, había traicionado todo el mundo.

El presidente se incorporó, se puso la chaqueta y se sentó en el sillón de su escritorio. Miró alrededor, estaba rodeado de paredes, «Rodeado por un muro —pensó—. Mi muro particular, pero es agradable estar aquí». Sacó un sobre del bolsillo de su chaqueta. Era el sobre que contenía la primera carta que le entregaron, la de Carmen, la de la mujer que echaba de menos a su marido. La leyó, recordaba cada palabra, pero necesitaba revisarla, necesitaba descubrir algún matiz que no hubiese detectado antes, algo que pudiera hacerle entender el motivo, la razón que le ayudase a descubrir cómo era posible que ese amor, ese cariño o lo que quiera que fuese que sintiese ella por él, la había llevado a confesar su culpa, incluso sabiendo que esa confesión provocaría una condena. Intentaba descubrir cómo era posible que le hubiesen entregado esa carta, si quienes lo habían hecho estaban en la misma situación y sabían que provocaría en él una profunda contrariedad y una reacción beligerante. Se imaginó a Carmen sentada en la cocina de su casa, sola, como él, esperando recibir alguna noticia de su marido. Tal vez con la televisión encendida, viendo las noticias, posiblemente con él mismo en la pantalla leyendo algún comunicado, anunciando alguna resolución, explicando los siguientes pasos en su ímprobo esfuerzo por consolidar el gran proyecto de su vida, el gran proyecto para su país, el muro, su Muro. Y Carmen llorando, desesperada. Tomando una cuartilla de papel y escribiendo apenas dos líneas para meterlas en un sobre y mandarlo sin remitente a la atención del presidente. «Nadie la obligó a quedarse, pudo haberse marchado como hizo su marido —pensó—. No es culpa mía, todos pudieron hacerlo». Tiró a la papelera la carta y se levantó. Cogió unas notas manuscritas de la mesa y las guardó en su maletín. Se dirigió a la puerta, pero antes le pidió por el interfono a su secretaria que le preparase un coche.

Salió, la secretaria le dijo que ya estaba listo el automóvil y le recordó que en veinte minutos estaba previsto el inicio del consejo. No contestó. Se dirigió a la salida, nadie le acompañó. Hacía ya algún tiempo que no era necesario tener escolta, no había peligros por los que temer, ni amenazas por las que defenderse. El chófer esperaba en la salida con el motor del vehículo en marcha. Le abrió la puerta trasera, el presidente entró. La cerró. Se montó y arrancó. El presidente le dio la dirección, «Vaya rápido —le dijo».

El camino no era excesivamente largo, la dirección estaba en la misma capital. Al chófer le resultó extraño porque era un antiguo arrabal no muy populoso y poco frecuentado. Llegaron. El presidente no esperó a que le abrieran la puerta. Avanzó hacia el portal de una casa antigua con desconchones en la pared. Esperó en el umbral tras tocar el timbre. Hacía frío. Giró sobre sí mismo mientras aguardaba y miró a ambos lados de la calle. A la derecha solo veía casas y más casas, todas ellas pequeñas, destartaladas, con las aceras levantadas por la falta de mantenimiento, los bordillos rotos, los coches mal aparcados, ni una farola vio. A la izquierda estaba el muro, su muro, imponente, firme, magnánimo, impenetrable, gris. Abrieron la puerta y el presidente se volvió.

—Buenas tardes, ¿qué desea? —dijo antes de reconocerle—. Perdone, no esperaba su visita. Pase, pase.

Abrió la puerta una señora mayor, canosa, con un delantal roído. Era Angustias, la conocía desde que era pequeño, desde que tuvo uso de razón. Trabajaba en casa de sus padres y cuando murieron siguió ayudando a su tía, que fue quien se hizo cargo del huérfano. Angustias siempre le trataba de usted, incluso cuando no tenía más que unos añitos. No importaba qué tuviera que decirle que siempre le hablaba con el mismo respeto, incluso cuando tenía que reñirle.

—Hola aya, ¿cómo estás? —Le dio un beso en la mejilla.

—Vieja y enferma —le contestó.

Él la miró sonriendo.

—Siempre has estado vieja y enferma —le dijo con una sonrisa en la boca que ni su secretaria habría podido reconocer.

—No sea cruel conmigo. La edad no la cura nada y la mía ya es demasiado grande.

—Anda ya mujer. No conozco a nadie más fuerte que tú.

Entró en el zaguán. El olor le recordó a su infancia. Había pasado allí gran parte de su vida. Era la casa de su tía. Había envejecido como Angustias, como su tía. Un pequeño patio interior circundaba el pozo de donde sacaban antiguamente el agua. A pesar del frío, unos tímidos rayos de sol calentaban los soportales. Las habitaciones que daban al patio estaban cerradas, las puertas y las ventanas tapiadas.

—Sigue habiendo mucha humedad, ¿verdad?

—Es insoportable. Ya ni siquiera cocinamos abajo. Hace unos años preparamos un cuarto arriba para usarlo como cocina.  

—¿Cómo está la tía?

—Muriendo, poco a poco.

El presidente agachó la cabeza, respiró profundamente y le pidió a la aya que le dejase ir a verla.

—Sabes que no te va a reconocer, —era la primera vez que le trataba de tú. Se sorprendió. La miró con respeto, desde arriba, pero con un profundo cariño.

—Lo sé.

Subió las escaleras de piedra, pulida por los miles pasos recibidos, se agarró al pasamanos de madera carcomida por el tiempo, pero suavizada por las palmas pesarosas. Reconoció cada candelero. Tocó con el pie el barandal. Quería asegurarse de que todo estaba igual. Al llegar al primer piso notó cómo las huellas se transformaban en madera y a cada paso un crujido anunciaba su llegada. Hubo un tiempo en que diferenciaba perfectamente quién se acercaba a su habitación según gruñían las maderas.

Asunción le miraba desde abajo a través de la galería del primer piso. Él llamó a la puerta. Nadie respondió. Giró la manilla y entró. Un olor punzante le estremeció, pero se acostumbró en seguida a él, lo reconoció.

—Hola tía, soy yo.

La mujer, postrada, estaba adormecida. Refunfuñaba algo ininteligible renegando ostensiblemente con la cabeza. Pareciera que estaba sumida en una suerte de duermevela. Alzó la vista cuando se percató del visitante. No le hizo caso.

El presidente se acercó y se inclinó sobre ella. Le dio un beso en la frente y le agarró la mano acartonada. Los huesos se doblaron con solo tocarla y la piel casi se desprendió.

— Vengo a despedirme.




Imagen: www.camaguebaxcuba.wordpress.com


En Mérida a 12 de noviembre de 2017.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera


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