domingo, 12 de noviembre de 2017
El muro. (Parte v).
La secretaria entró nuevamente en el despacho del presidente
tras llamar insistentemente a la puerta.
—¿Está usted ahí? —preguntó al comprobar que la luz estaba apagada.
—Sí —respondió el presidente desde el sofá en el que se había
echado para descansar un rato al tiempo que encendía la lámpara de lectura que
estaba sobre la mesa—. ¿Qué hora es?
—Son las siete de la tarde. Todos están convocados para dentro
de media hora. No faltará ninguno.
—María.
—Dígame.
—¿Puedes hablar con tu marido?
—Ya no.
—Gracias, espérame fuera.
María se retiró entre asustada y compungida. No supo
entender el porqué de la pregunta del presidente, pero lo que tenía claro es
que no le hizo sentir cómoda. Era la primera vez que el presidente la trataba
así, con cierto desdén, dejando entrever un sutil desprecio, tal vez por el
hecho de haber encontrado en ella una suerte de traidora a la patria en la que
él creía, una patria que solo existía para él y a la que, hasta donde ella
sabía, había traicionado todo el mundo.
El presidente se incorporó, se puso la chaqueta y se sentó
en el sillón de su escritorio. Miró alrededor, estaba rodeado de paredes, «Rodeado
por un muro —pensó—. Mi muro particular, pero es agradable estar aquí». Sacó un
sobre del bolsillo de su chaqueta. Era el sobre que contenía la primera carta
que le entregaron, la de Carmen, la de la mujer que echaba de menos a su
marido. La leyó, recordaba cada palabra, pero necesitaba revisarla, necesitaba
descubrir algún matiz que no hubiese detectado antes, algo que pudiera hacerle
entender el motivo, la razón que le ayudase a descubrir cómo era posible que
ese amor, ese cariño o lo que quiera que fuese que sintiese ella por él, la
había llevado a confesar su culpa, incluso sabiendo que esa confesión provocaría
una condena. Intentaba descubrir cómo era posible que le hubiesen entregado esa
carta, si quienes lo habían hecho estaban en la misma situación y sabían que provocaría
en él una profunda contrariedad y una reacción beligerante. Se imaginó a Carmen
sentada en la cocina de su casa, sola, como él, esperando recibir alguna
noticia de su marido. Tal vez con la televisión encendida, viendo las noticias,
posiblemente con él mismo en la pantalla leyendo algún comunicado, anunciando
alguna resolución, explicando los siguientes pasos en su ímprobo esfuerzo por
consolidar el gran proyecto de su vida, el gran proyecto para su país, el muro,
su Muro. Y Carmen llorando, desesperada. Tomando una cuartilla de papel y
escribiendo apenas dos líneas para meterlas en un sobre y mandarlo sin
remitente a la atención del presidente. «Nadie la obligó a quedarse, pudo
haberse marchado como hizo su marido —pensó—. No es culpa mía, todos pudieron
hacerlo». Tiró a la papelera la carta y se levantó. Cogió unas notas
manuscritas de la mesa y las guardó en su maletín. Se dirigió a la puerta, pero
antes le pidió por el interfono a su secretaria que le preparase un coche.
Salió, la secretaria le dijo que ya estaba listo el automóvil
y le recordó que en veinte minutos estaba previsto el inicio del consejo. No
contestó. Se dirigió a la salida, nadie le acompañó. Hacía ya algún tiempo que
no era necesario tener escolta, no había peligros por los que temer, ni
amenazas por las que defenderse. El chófer esperaba en la salida con el motor
del vehículo en marcha. Le abrió la puerta trasera, el presidente entró. La
cerró. Se montó y arrancó. El presidente le dio la dirección, «Vaya rápido —le
dijo».
El camino no era excesivamente largo, la dirección estaba en
la misma capital. Al chófer le resultó extraño porque era un antiguo arrabal no
muy populoso y poco frecuentado. Llegaron. El presidente no esperó a que le
abrieran la puerta. Avanzó hacia el portal de una casa antigua con desconchones
en la pared. Esperó en el umbral tras tocar el timbre. Hacía frío. Giró sobre
sí mismo mientras aguardaba y miró a ambos lados de la calle. A la derecha solo
veía casas y más casas, todas ellas pequeñas, destartaladas, con las aceras
levantadas por la falta de mantenimiento, los bordillos rotos, los coches mal
aparcados, ni una farola vio. A la izquierda estaba el muro, su muro,
imponente, firme, magnánimo, impenetrable, gris. Abrieron la puerta y el
presidente se volvió.
—Buenas tardes, ¿qué desea? —dijo antes de reconocerle—.
Perdone, no esperaba su visita. Pase, pase.
Abrió la puerta una señora mayor, canosa, con un delantal
roído. Era Angustias, la conocía desde que era pequeño, desde que tuvo uso de
razón. Trabajaba en casa de sus padres y cuando murieron siguió ayudando a su
tía, que fue quien se hizo cargo del huérfano. Angustias siempre le trataba de usted,
incluso cuando no tenía más que unos añitos. No importaba qué tuviera que
decirle que siempre le hablaba con el mismo respeto, incluso cuando tenía que
reñirle.
—Hola aya, ¿cómo estás? —Le dio un beso en la mejilla.
—Vieja y enferma —le contestó.
Él la miró sonriendo.
—Siempre has estado vieja y enferma —le dijo con una sonrisa
en la boca que ni su secretaria habría podido reconocer.
—No sea cruel conmigo. La edad no la cura nada y la mía ya
es demasiado grande.
—Anda ya mujer. No conozco a nadie más fuerte que tú.
Entró en el zaguán. El olor le recordó a su infancia. Había
pasado allí gran parte de su vida. Era la casa de su tía. Había envejecido como
Angustias, como su tía. Un pequeño patio interior circundaba el pozo de donde
sacaban antiguamente el agua. A pesar del frío, unos tímidos rayos de sol calentaban
los soportales. Las habitaciones que daban al patio estaban cerradas, las
puertas y las ventanas tapiadas.
—Sigue habiendo mucha humedad, ¿verdad?
—Es insoportable. Ya ni siquiera cocinamos abajo. Hace unos
años preparamos un cuarto arriba para usarlo como cocina.
—¿Cómo está la tía?
—Muriendo, poco a poco.
El presidente agachó la cabeza, respiró profundamente y le
pidió a la aya que le dejase ir a verla.
—Sabes que no te va a reconocer, —era la primera vez que le trataba
de tú. Se sorprendió. La miró con respeto, desde arriba, pero con un profundo
cariño.
—Lo sé.
Subió las escaleras de piedra, pulida por los miles pasos
recibidos, se agarró al pasamanos de madera carcomida por el tiempo, pero
suavizada por las palmas pesarosas. Reconoció cada candelero. Tocó con el pie
el barandal. Quería asegurarse de que todo estaba igual. Al llegar al primer
piso notó cómo las huellas se transformaban en madera y a cada paso un crujido
anunciaba su llegada. Hubo un tiempo en que diferenciaba perfectamente quién se
acercaba a su habitación según gruñían las maderas.
Asunción le miraba desde abajo a través de la galería del
primer piso. Él llamó a la puerta. Nadie respondió. Giró la manilla y entró. Un
olor punzante le estremeció, pero se acostumbró en seguida a él, lo reconoció.
—Hola tía, soy yo.
La mujer, postrada, estaba adormecida. Refunfuñaba algo
ininteligible renegando ostensiblemente con la cabeza. Pareciera que estaba
sumida en una suerte de duermevela. Alzó la vista cuando se percató del
visitante. No le hizo caso.
El presidente se acercó y se inclinó sobre ella. Le dio un
beso en la frente y le agarró la mano acartonada. Los huesos se doblaron con
solo tocarla y la piel casi se desprendió.
— Vengo a despedirme.
Imagen: www.camaguebaxcuba.wordpress.com
En Mérida a 12 de noviembre de 2017.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
Etiquetas:
Cuentos y relatos.,
El muro.