El muro. (Parte iv).



El presidente se levantó de su silla y se dirigió al sofá que decoraba el despacho. «No soy vanidoso», pensó cuando miró el retrato de su antecesor que presidía la pared principal de la estancia. Se dirigió a la puerta de su despacho. La abrió. Llamó a su secretaria. Casi no recordaba cuánto tiempo llevaba trabajando para él. Regresó a su mesa. Sonó la puerta.

—Entre.

La secretaria entró, atenta como siempre, miró disimuladamente alrededor con la intención de anticiparse a lo que el presidente le podría pedir. La cara del ministro, que acababa de abandonar el despacho, no parecía muy halagüeña, pero no lograba hacerse una idea de lo que podía haber ocurrido.

—María —le dijo; nunca antes la había llamado por su nombre, así que no pudo disimular su cara de sorpresa—, necesito que me respondas a una pregunta, pero quiero que seas sincera. Llevamos mucho tiempo trabajando juntos. Eres la única persona cercana que tengo y posiblemente la única en la que confío plenamente desde que murió mi padre. ¿Tienes alguien fuera?

—¿Perdone?

—No quiero que me trate de usted. Me gustaría que nuestro trato, al menos en esta conversación, fuese menos formal, más distendido.

—Eso que me pide es imposible y lo sabe, porque cuando terminemos esta conversación aparentemente cordial, yo volveré a ser su secretaria y usted volverá a ser el presidente. No habrá cambiado nada, excepto que una conversación supuestamente inocente estará grabada, para bien o para mal, en nuestras mentes. Y lo más probable, de ser para mal, es que la perjudicada sea yo. Disculpe que sea tan franca con usted, pero creo que es lo que debo hacer ya que me pide sinceridad.

—Llevas razón, María —repitió nuevamente su nombre—. Aun así, voy a insistirle, ¿tiene alguien fuera? Si lo prefiere, tómese la pregunta como un mandato que debe responder, una especie de orden que quiero que confiese.

—Señor presidente, mi marido está fuera.

—¿Cómo es eso, María?, ¿cómo es posible que su marido esté fuera de nuestro país?, ¿cómo es posible que no entrase con la cantidad de avisos que se dieron, con la cantidad de veces que se publicaron los plazos e incluso con las prórrogas que se ofrecieron para evitar que nadie perdiese la oportunidad de regresar?

—Señor presidente. Mi marido no quería vivir dentro de un muro.

—Pero el muro no es para nosotros, es para ellos, para el resto del mundo…

—Eso es lo que quiere usted pensar —le interrumpió—, pero la realidad es que somos nosotros los que nos hemos encerrado, somos nosotros los que nos hemos convertido en presos de nosotros mismos, los que hemos perdido la libertad. Y eso no es lo que queremos.

—¿Lo que queremos?, ¿piensa usted igual?

—Señor presidente, sé que mis palabras pueden constituir un acto de traición, pero la realidad es la que es, y ya que usted me pide sinceridad y no quiero defraudarle, debo responderle que sí, que mi pensamiento es ese. Creo que somos presos de nosotros mismos, creo que hemos perdido nuestra libertad. Créame, al principio muchos, muchos de nosotros, creíamos como usted, que el muro nos salvaría, nos haría más fuerte, nos permitiría crecer, vivir en paz, pero conforme íbamos perdiendo libertades el pensamiento de la gente, que es lo único que no podía suprimirse con el muro, fue cambiando y muchos comenzamos a pensar que el muro, el maldito muro, era un grave error. Hubo gente que huyó del país, antes de que se cerrase completamente. Entre ellos estaba mi marido. Le entendí, de hecho, yo misma me planteé la posibilidad de acompañarle, pero me dio miedo. Esa es la realidad, sentí pavor por las posibles represalias que podría sufrir, si escapaba, de manos de la policía política del muro. Sé que están fuera, sé que mantienen algún contacto con el interior. No sé cómo, pero todo el mundo lo sabe y creí que yo podría ser una víctima de sus actos.

El presidente sonrió.

—Ya ni siquiera tenemos contacto con ellos. He conseguido que estemos totalmente aislados.

—Señor presidente, ¿no tiene usted a nadie fuera?

—No…, tampoco dentro.

La secretaria enmudeció, no prosiguió su soflama, se mantuvo de pie a la espera de las instrucciones del presidente.

El presidente tamborileaba con los dedos de su mano izquierda sobre la mesa del escritorio. Los miraba extrañado, como si no fuesen suyos, como si no tuviese sentido que estuviesen produciendo esa musiquita acompasada y rítmica que paralizaba el tiempo, pero marcaba el devenir futuro. Levantó la vista, pero no para mirar a su secretaria que se había transformado en un objeto más de la sala, sino para observar su futuro. Se vio solo, aislado, encerrado entre las paredes de su propio muro. Allá donde miraba solo veía el poderoso parapeto infranqueable que había construido con sus propias manos. No sentía miedo, estaba tranquilo, absorto en sus pensamientos que eran vacíos, no tenía nada que pensar, todo estaba hecho. Había concluido su misión, esa en la que creía profundamente, esa que le servía de acicate para seguir luchando. Sin embargo, ahora qué.

—Quiero que convoque de forma inmediata un consejo extraordinario. Quiero que estén todos mis ministros, sin excepción. Lo quiero ahora mismo. ¡Retírese, hágame el favor!

La secretaria se marchó sin producir el más leve ruido, como un fantasma que atraviesa la pared en su inmaterialidad. El despacho quedó vacío. No había ventanas, así lo pidió el presidente. Vivía entre cuatro paredes, vivía dentro de un muro, vivía en su propia prisión. Se levantó, entró en el aseo y se sentó sobre el retrete. Cerró la puerta y apagó la luz. Los ojos se acostumbraron en seguida a la oscuridad. Suspiró. Con las manos comenzó a palpar las paredes, sentía las juntas de los fríos azulejos. Le parecía que podía sentir su color: azul muy oscuro, pero era falso, recordaba el color perfectamente de las numerosas veces que había usado el baño. Sus ojos le mostraban aquello que no podía ver. Estaba confundido, se había engañado a sí mismo. Encendió la luz pulsando el interruptor que no veía, pero que sabía dónde estaba. Se levantó. Se acercó al lavabo y se refrescó la cara. Se lavó las manos. Se secó con una toalla algo áspera, como a él le gustaba. «Son cosas de María», pensó. Salió, apagó la luz. Regresó a su sillón y se recostó. Ya sabía qué iba a hacer. Ahora tocaba esperar.



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En Mérida a 5 de noviembre de 2017.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera

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