domingo, 22 de octubre de 2017
España, 13, Carrer del Percebe. (Parte i).
No es sencillo vivir en este bloque de pisos. Es una comunidad extraña
y confusa, y, aunque ahora algunos la denominen plurinacional, la realidad es
que la convivencia siempre ha sido complicada. Imagino que como ocurre en la
gran mayoría de las comunidades. Hoy está compuesta por diecisiete pisos distintos,
dos apartamentos y unas zonas comunes que, en planta baja, delimitan la parcela
en la que se ubica el bloque, pero no siempre fue así. Aquí, desde que tengo
uso de razón, hemos estado de obras y créanme que vengo contando la historia de
este bloque desde hace muchos, muchos años. Estas obras son molestas —cuáles no
lo son— especialmente en este edificio donde los cambios suelen ser muy
profundos. Se mueven viviendas de una planta a otra, se cambian las escaleras,
se mejoran las infraestructuras, un sin fin de trabajos que se realizan a
petición de algunos vecinos que nunca agrada a todos.
No hace mucho tiempo, como unos cuarenta años —fíjense qué antiguo es
este bloque de pisos—, que las decisiones se procuran tomar de forma consensuada
a través del presidente de la comunidad y bajo la petición formal de los inquilinos
que están llamados a participar en las juntas de vecinos, pero claro, cuando se
tomó la decisión de formalizar los estatutos de la comunidad, se decidió,
grosso modo, que la capacidad de decisión por voto vendría determinada, no por
el número de pisos que hay en el bloque, sino por el número de habitaciones
totales en las que residen inquilinos que elegirían a sus representantes a las
juntas siguiendo unas fórmulas matemáticas bastante complejas y con unos mínimos
algo arbitrarios, basadas en los estudios de un jurista belga del siglo XIX —bastante
obsoletos para los tiempos que corren a mi humilde parecer—, llamado Víctor D’Hondt
y por el número de inquilinos de cada habitación. Aquí empiezan los problemas,
los recientes, porque, por más que la gente se empeñe en decir lo contrario, las
verdaderas dificultades vienen de mucho antes. El caso es que, como por lo
general los pisos son bastante grandes, el número total de habitaciones es de
52, pero los representantes que asisten a las juntas de vecinos ascienden a
350, aunque no se reparten proporcionalmente a ese número de vecinos, sino al
número de inquilinos de cada habitación. Así que los mejores pisos, los que
tienen mejores vistas, mejores instalaciones, mejores comunicaciones, etc.,
tienen más vecinos y terminan por tener más representantes en las juntas, vamos
que se salen con la suya.
Aún recuerdo el día en que nos enteramos de que se había inventado el
ascensor. Fue una noticia maravillosa porque nosotros, que vivíamos en el octavo,
teníamos que subir y bajar cada día ya ni recuerdo cuántas veces y entonces
pensamos: «Vamos a proponer en la siguiente junta que se coloque un ascensor
para que podamos utilizarlo todos y a nosotros, que vivimos en la última planta,
nos facilite un poquito más la vida». Qué ilusos fuimos, no sé ni cómo fuimos
tan tontos. Se celebró la junta, lo propusimos y, la verdad, creo que, riéndose
de nosotros, dijeron que sí, que se colocaría, pero que habría que hacer una
serie de obras adicionales para que la nueva instalación fuese del agrado de
toda la vecindad y no se considerase que solo nosotros nos beneficiaríamos.
Argumentamos que eso no era posible, que el beneficio era para todos porque
también había un piso séptimo, sexto, quinto, etc. que tenían los mismos
problemas en las rodillas que muchos de los inquilinos del octavo piso con lo
que el ascensor nos vendría bien a todos. Aun así, nos emplazaron a la siguiente
junta ejerciendo su mayoría y diciendo que presentarían una propuesta
alternativa que resolvería todos los problemas. El día que la presentaron se me
vino el mundo encima: básicamente consistía en que se construiría una nueva
planta en la que se ubicarían los más favorecidos —y poblados— y se colocarían
varios ascensores directos para esa planta, con el argumento de que requerían
esos servicios directos al encontrarse más arriba, mientras que los demás nos
quedaríamos en el mismo lugar, aunque nos ofrecían la posibilidad de compartir
un estrecho montacargas que paraba en cada planta, a pesar de que las primeras
se habían vaciado pues los más ricos habían decidido trasladarse a la nueva
planta donde, la verdad, las vistas eran fabulosas. Mucho esgrimimos una fuerte
protesta, al menos así lo contamos en nuestro piso, aunque, la verdad, no
sirvió de mucho porque las redes representantes a las juntas de vecinos de los
más poderosos estaban tan extendidas que no se nos tuvo en cuenta. Así que nos
quedamos con nuestro triste montacargas, pero no contento con ello, algunos
pidieron, y se les concedió, un ascensor de uso exclusivo, no ya para la
planta, sino para el piso. No se atrevieron a reconocer públicamente que ya
tenían un ático de lujo, que habría sido lo honrado, sino que argumentaron que
durante mucho tiempo habían estado sufriendo las consecuencias de una ubicación
muy desfavorable en la planta en la que vivían y que lo justo era que entre
todos nos resarciéramos con ellos. Además, dijeron que ellos estaban costeando
gran parte de las obras de la nueva instalación que servía a todos, sin que ellos
pudieran usarla. Hombre, la verdad —reconozco que eso me cabreó mucho—, ellos
tenían un ascensor exclusivo para su planta y el montacargas con el que nos
habían silenciado era poco menos que una antigualla que cada dos por tres se
estaba estropeando. ¡Cómo tenían tan poca vergüenza de dar esa excusa! Poco
importaba el enfado de nuestro piso y el de otros como el nuestro, al final
consiguieron su ascensor exclusivo y todos a comulgar con ruedas de molinos. A
eso lo llamo yo fraternidad —supongo que no hace falta aclarar el tono
profundamente sarcástico—.
Las consecuencias, pues hombre, a nadie les sorprenderán, un gran
número de los que vivían en mi piso decidieron marcharse a los recién entregados
áticos. A muchos les supuso una gran pena, a todos, en realidad porque, a pesar
de que era una casa humilde, uno siempre termina cogiéndole cariño a su
vivienda, es inevitable. Pero una vez allí, y viendo las comodidades que tenía
esos áticos, las penas se olvidan antes y las de los hijos ni digamos. Algunos
regresaban cada cierto tiempo a visitar a sus antiguos vecinos a la vieja casa
comprobando las dificultades que ellos mismos sufrieron en su tiempo, pero, en
cierto modo, como podían usar el montacargas, aunque solo fuese una vez al año,
la realidad de esa vivienda no les parecía tan mala. Así pues, cada vez que nos
presentábamos en la junta de vecinos reclamando un ascensor mejor —nada de
exclusivo, que conste—, poco menos que se reían de nosotros y nos decían que
para los pocos que éramos, qué necesidad había de cambiarlo. «Y menos que
seríamos —les gritaba yo—, si seguís así lograréis que se vacíe nuestro piso y
entonces ya podréis hacer con él lo que queráis». Cuando me callaba —se me
olvidó decir que yo formo parte de las juntas de vecinos—, pensaba que, en
realidad y de facto, ya hacían lo que querían con nuestro piso porque los
frutos de nuestro hermoso jardín salían de nuestra casa para procesarse en las
suyas con lo que su riqueza se incrementaba y podían pedir más y más y más… y
conseguían más y más y más.
La idea era magnífica, tenían su propio grupo que conseguía una
representación lo suficientemente alta en las juntas de vecinos como para que
sus proposiciones salieran adelante. Y les funcionaba. Sin embargo, no sé bien
por qué —prefiero no hacer elucubraciones—, ni sé bien si ellos lo saben —me
apetecería hablar de esto, pero no sería imparcial—, eso no fue suficiente. Al
parecer el resto de viviendas abusaba de ellos, al parecer el resto de
viviendas se aprovechaba de sus recursos, al parecer el resto de viviendas los
oprimía y sentían que les estábamos robando con cada derrama que se hacía para
que las otras viviendas, las más pobres, pudiéramos acceder al agua caliente, a
una electricidad digna, a unas telecomunicaciones modernas, etc. Curiosamente
decían que era la junta la que ejercía con mayor vehemencia esa represión y
digo curiosamente porque fue justo a través de esa junta que consiguieron su
mayor nivel de desarrollo y su riqueza. Ya no lo soportaban más, ya no querían
pertenecer a nuestra comunidad, habían tomado la decisión de crear su propia
comunidad, pero lo querían hacer sin consultar al resto. Hombre, por muy
justificados que pudieran estar sus argumentos, por muy razonables que pudieran
ser, y habría que discutirlo largo y tendido, no parece lógico que los demás no
tuviéramos nada que decir. Sobre todo, porque mucho de lo que ellos habían
logrado fue a consecuencia de lo que los demás no obtuvimos. Puro egoísmo, mire
usted, al menos visto desde fuera, y sí, ya sé que es una opinión subjetiva y
que como no vivo allí —ya quisiera para mí ese ático— no puedo sentir, o sufrir
como dirán ellos, esa sensación de opresión, pero hombre, tal vez, solo tal
vez, podrían hacer el esfuerzo de mirar hacia abajo, hacia el resto de vecinos. No está de más algo de solidaridad.
Imagen: Francisco Ibáñez (y un retoque personal)
En Plasencia a 22 de octubre de 2017.
Rubén Cabecera
Soriano.
@EnCabecera
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Política y sociedad.