España, 13, Carrer del Percebe. (Parte i).






No es sencillo vivir en este bloque de pisos. Es una comunidad extraña y confusa, y, aunque ahora algunos la denominen plurinacional, la realidad es que la convivencia siempre ha sido complicada. Imagino que como ocurre en la gran mayoría de las comunidades. Hoy está compuesta por diecisiete pisos distintos, dos apartamentos y unas zonas comunes que, en planta baja, delimitan la parcela en la que se ubica el bloque, pero no siempre fue así. Aquí, desde que tengo uso de razón, hemos estado de obras y créanme que vengo contando la historia de este bloque desde hace muchos, muchos años. Estas obras son molestas —cuáles no lo son— especialmente en este edificio donde los cambios suelen ser muy profundos. Se mueven viviendas de una planta a otra, se cambian las escaleras, se mejoran las infraestructuras, un sin fin de trabajos que se realizan a petición de algunos vecinos que nunca agrada a todos.

No hace mucho tiempo, como unos cuarenta años —fíjense qué antiguo es este bloque de pisos—, que las decisiones se procuran tomar de forma consensuada a través del presidente de la comunidad y bajo la petición formal de los inquilinos que están llamados a participar en las juntas de vecinos, pero claro, cuando se tomó la decisión de formalizar los estatutos de la comunidad, se decidió, grosso modo, que la capacidad de decisión por voto vendría determinada, no por el número de pisos que hay en el bloque, sino por el número de habitaciones totales en las que residen inquilinos que elegirían a sus representantes a las juntas siguiendo unas fórmulas matemáticas bastante complejas y con unos mínimos algo arbitrarios, basadas en los estudios de un jurista belga del siglo XIX —bastante obsoletos para los tiempos que corren a mi humilde parecer—, llamado Víctor D’Hondt y por el número de inquilinos de cada habitación. Aquí empiezan los problemas, los recientes, porque, por más que la gente se empeñe en decir lo contrario, las verdaderas dificultades vienen de mucho antes. El caso es que, como por lo general los pisos son bastante grandes, el número total de habitaciones es de 52, pero los representantes que asisten a las juntas de vecinos ascienden a 350, aunque no se reparten proporcionalmente a ese número de vecinos, sino al número de inquilinos de cada habitación. Así que los mejores pisos, los que tienen mejores vistas, mejores instalaciones, mejores comunicaciones, etc., tienen más vecinos y terminan por tener más representantes en las juntas, vamos que se salen con la suya.

Aún recuerdo el día en que nos enteramos de que se había inventado el ascensor. Fue una noticia maravillosa porque nosotros, que vivíamos en el octavo, teníamos que subir y bajar cada día ya ni recuerdo cuántas veces y entonces pensamos: «Vamos a proponer en la siguiente junta que se coloque un ascensor para que podamos utilizarlo todos y a nosotros, que vivimos en la última planta, nos facilite un poquito más la vida». Qué ilusos fuimos, no sé ni cómo fuimos tan tontos. Se celebró la junta, lo propusimos y, la verdad, creo que, riéndose de nosotros, dijeron que sí, que se colocaría, pero que habría que hacer una serie de obras adicionales para que la nueva instalación fuese del agrado de toda la vecindad y no se considerase que solo nosotros nos beneficiaríamos. Argumentamos que eso no era posible, que el beneficio era para todos porque también había un piso séptimo, sexto, quinto, etc. que tenían los mismos problemas en las rodillas que muchos de los inquilinos del octavo piso con lo que el ascensor nos vendría bien a todos. Aun así, nos emplazaron a la siguiente junta ejerciendo su mayoría y diciendo que presentarían una propuesta alternativa que resolvería todos los problemas. El día que la presentaron se me vino el mundo encima: básicamente consistía en que se construiría una nueva planta en la que se ubicarían los más favorecidos —y poblados— y se colocarían varios ascensores directos para esa planta, con el argumento de que requerían esos servicios directos al encontrarse más arriba, mientras que los demás nos quedaríamos en el mismo lugar, aunque nos ofrecían la posibilidad de compartir un estrecho montacargas que paraba en cada planta, a pesar de que las primeras se habían vaciado pues los más ricos habían decidido trasladarse a la nueva planta donde, la verdad, las vistas eran fabulosas. Mucho esgrimimos una fuerte protesta, al menos así lo contamos en nuestro piso, aunque, la verdad, no sirvió de mucho porque las redes representantes a las juntas de vecinos de los más poderosos estaban tan extendidas que no se nos tuvo en cuenta. Así que nos quedamos con nuestro triste montacargas, pero no contento con ello, algunos pidieron, y se les concedió, un ascensor de uso exclusivo, no ya para la planta, sino para el piso. No se atrevieron a reconocer públicamente que ya tenían un ático de lujo, que habría sido lo honrado, sino que argumentaron que durante mucho tiempo habían estado sufriendo las consecuencias de una ubicación muy desfavorable en la planta en la que vivían y que lo justo era que entre todos nos resarciéramos con ellos. Además, dijeron que ellos estaban costeando gran parte de las obras de la nueva instalación que servía a todos, sin que ellos pudieran usarla. Hombre, la verdad —reconozco que eso me cabreó mucho—, ellos tenían un ascensor exclusivo para su planta y el montacargas con el que nos habían silenciado era poco menos que una antigualla que cada dos por tres se estaba estropeando. ¡Cómo tenían tan poca vergüenza de dar esa excusa! Poco importaba el enfado de nuestro piso y el de otros como el nuestro, al final consiguieron su ascensor exclusivo y todos a comulgar con ruedas de molinos. A eso lo llamo yo fraternidad —supongo que no hace falta aclarar el tono profundamente sarcástico—.

Las consecuencias, pues hombre, a nadie les sorprenderán, un gran número de los que vivían en mi piso decidieron marcharse a los recién entregados áticos. A muchos les supuso una gran pena, a todos, en realidad porque, a pesar de que era una casa humilde, uno siempre termina cogiéndole cariño a su vivienda, es inevitable. Pero una vez allí, y viendo las comodidades que tenía esos áticos, las penas se olvidan antes y las de los hijos ni digamos. Algunos regresaban cada cierto tiempo a visitar a sus antiguos vecinos a la vieja casa comprobando las dificultades que ellos mismos sufrieron en su tiempo, pero, en cierto modo, como podían usar el montacargas, aunque solo fuese una vez al año, la realidad de esa vivienda no les parecía tan mala. Así pues, cada vez que nos presentábamos en la junta de vecinos reclamando un ascensor mejor —nada de exclusivo, que conste—, poco menos que se reían de nosotros y nos decían que para los pocos que éramos, qué necesidad había de cambiarlo. «Y menos que seríamos —les gritaba yo—, si seguís así lograréis que se vacíe nuestro piso y entonces ya podréis hacer con él lo que queráis». Cuando me callaba —se me olvidó decir que yo formo parte de las juntas de vecinos—, pensaba que, en realidad y de facto, ya hacían lo que querían con nuestro piso porque los frutos de nuestro hermoso jardín salían de nuestra casa para procesarse en las suyas con lo que su riqueza se incrementaba y podían pedir más y más y más… y conseguían más y más y más.

La idea era magnífica, tenían su propio grupo que conseguía una representación lo suficientemente alta en las juntas de vecinos como para que sus proposiciones salieran adelante. Y les funcionaba. Sin embargo, no sé bien por qué —prefiero no hacer elucubraciones—, ni sé bien si ellos lo saben —me apetecería hablar de esto, pero no sería imparcial—, eso no fue suficiente. Al parecer el resto de viviendas abusaba de ellos, al parecer el resto de viviendas se aprovechaba de sus recursos, al parecer el resto de viviendas los oprimía y sentían que les estábamos robando con cada derrama que se hacía para que las otras viviendas, las más pobres, pudiéramos acceder al agua caliente, a una electricidad digna, a unas telecomunicaciones modernas, etc. Curiosamente decían que era la junta la que ejercía con mayor vehemencia esa represión y digo curiosamente porque fue justo a través de esa junta que consiguieron su mayor nivel de desarrollo y su riqueza. Ya no lo soportaban más, ya no querían pertenecer a nuestra comunidad, habían tomado la decisión de crear su propia comunidad, pero lo querían hacer sin consultar al resto. Hombre, por muy justificados que pudieran estar sus argumentos, por muy razonables que pudieran ser, y habría que discutirlo largo y tendido, no parece lógico que los demás no tuviéramos nada que decir. Sobre todo, porque mucho de lo que ellos habían logrado fue a consecuencia de lo que los demás no obtuvimos. Puro egoísmo, mire usted, al menos visto desde fuera, y sí, ya sé que es una opinión subjetiva y que como no vivo allí —ya quisiera para mí ese ático— no puedo sentir, o sufrir como dirán ellos, esa sensación de opresión, pero hombre, tal vez, solo tal vez, podrían hacer el esfuerzo de mirar hacia abajo, hacia el resto de vecinos. No está de más algo de solidaridad.



Imagen: Francisco Ibáñez (y un retoque personal)


En Plasencia a 22 de octubre de 2017.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera

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