domingo, 15 de octubre de 2017
El muro. (Parte iii).
El último ladrillo lo colocó él mismo. Salió en
todas las portadas de los periódicos con un casco impoluto de obrero, subido a
un andamio de varios metros de altura y rodeado de la plana mayor de su
gobierno. Todos sonreían ampliamente posando para las cámaras. Incluso, cuando
el acto terminó, muchos se quedaron haciéndose fotos que colmarían las
repisas de muchas chimeneas en las que aparecían con el muro recién terminado.
Es más, se convirtió esa zona del muro en lugar de peregrinación para los
habitantes del país que tomaron como costumbre visitarla para hacerse una foto
con la misma pose que ofreció el presidente, incluso algún que otro avispado
empresario creó una compañía que ofrecía a los visitantes un casco y un
ladrillo similares a los originales con los que, tras tomar la pertinente
instantánea, se compondría, junto a dicha foto, un magnífico recuerdo de la
visita.
Entonces llegó la primera carta. Era muy sencilla. Era muy corta. No tenía remitente. Llegó a nombre del presidente a su residencia
oficial, la Casa del Muro, se denominaba, que fue construida en una zona de la
capital en la que se reprodujo a modo de monumento conmemorativo un trozo del
muro que rodeaba el país. La carta fue supervisada para comprobar que no
contenía ningún artefacto explosivo. Después fue entregada, cerrada, al
presidente. Los agentes censores, encargados de supervisar el correo, seguían
haciendo su trabajo, aunque ahora solo lo hacían para el correo nacional, pues
el cierre del muro había cortado la correspondencia con otros países. Sin
embargo, este servicio que pertenecía al Ministerio del Interior tenía
instrucciones precisas de que la correspondencia del presidente, supuestamente,
no debía ser revisada.
La carta decía así:
Querido
Presidente,
Mi marido
se quedó fuera, quería entrar, pero no llegó a tiempo. ¿Qué puedo hacer ahora
si él no está? Confío en usted.
Carmen.
Tras el nombre aparecía una dirección, esa que se
ocultaba en el remitente del sobre. No fue la única misiva que recibió,
llegaron muchas más. Antonio había perdido a su mujer, María. Juana no llegó y
su marido, Pedro, pedía auxilio. Una pareja había perdido a su hijo cuando
regresaba de una visita al extranjero. Unos abuelos rogaban al presidente que
se apiadara de su nieta, Ana, que se quedó a las puertas cuando estaban
cerrando el último acceso. Y así, cientos de cartas, miles, de forma que el
presidente se vio obligado a convocar una rueda de prensa para aclarar la
situación: «Se advirtió que el proceso de clausura se haría el día de la fiesta
nacional, como todos sabéis, ahora llamado el Día del Muro. Todo el mundo
conocía esta circunstancia Se anunció con suficiente antelación. No es
justificable alegar excusas de ningún tipo que solo sirven para alentar el
malestar entre quienes convivimos pacíficamente dentro de la seguridad que
ofrece nuestro muro. Aquellos que han perdido familiares, amigos o compañeros
han de recibir nuestro más sentido pésame, el mío y el de todo el gobierno,
pero ya no podemos hacer nada. Aquellos que pretendan saltar el muro serán
punidos con todo el peso de la ley y aquellos que pretendan contactar con el
exterior serán acusados de traición».
Un día el ministro de Interior se acercó tras un
Consejo y se dirigió al presidente: «Señor presidente, querría hablarle de
algo…». Ambos se conocían desde hacía mucho tiempo. El ministro era el
verdadero hombre de confianza del presidente y le había mostrado su lealtad en
innumerables ocasiones. Era el único que se atrevía a llevarle la contraria
tanto en privado como en público, aunque las ocasiones en que lo hacía frente a
otros eran muy contadas. Siempre prefería aguardar a estar a solas con él y
manifestarle su opinión. Habían sido compañeros desde el colegio y aún
recordaba como el ahora ministro solía entonces protegerle frente a aquellos
que querían abusar de él, y desde entonces su amistad, sincera, había
perdurado. El ministro, un hombre corpulento y de gran envergadura imponía con
su sola presencia, pero ante el presidente se mantenía a una distancia lo
suficientemente alejada como para no provocar esa sensación sobre él. Sin
embargo, en esa ocasión se acercó conscientemente. El presidente se sintió
ligeramente incómodo, percibió como el ministro le intimidaba sin que, en
apariencia, quisiera hacerlo.
—Dime, hombre, no te lo guardes— le dijo dando un
paso hacia atrás sutilmente.
—Hace mucho tiempo que no vienes a mi casa…—. El
presidente le interrumpió.
—Si ese es el problema podemos resolverlo esta misma
noche. Ciertamente hace mucho tiempo que no veo a tu familia.
—No, precisamente ese el problema. No te he
invitado, aunque ganas no me faltaron, porque mi hijo ya no está con nosotros.
La cara del ministro se tornó triste y compungida al
instante.
—No te entiendo. Quieres decir que ha fallecido y no
me lo has dicho. No comprendo. Explícate por favor —le dijo con una firmeza
inusitada de la que solo hacía gala en momentos de mucha tensión y que
utilizaba, inconscientemente, para llamar al orden.
—No, señor presidente. —Agachó la cabeza—. Mi hijo
no está con nosotros porque se quedó fuera del muro.
—¿Cómo es eso posible? —gritó—, ¡qué narices
ocurrió!, ¿lo secuestraron los sediciosos? Esos hijos de perra. Cuéntame, por
favor. Haremos todo lo posible por conseguir que vuelva a estar entre nosotros.
—No, no, no, señor presidente. Nuestro hijo no está
con nosotros porque nosotros lo mandamos fuera.
—Pero, eso es traición. Tú, tú lo sabes…
—Lo sé.
—No entiendo…
—Esto que te voy a decir no te va a gustar. Pero
prefiero hacerlo yo antes de que te enteres por otros, aunque quiero pensar que
ya lo sabes, y antepones tu sentido de nación al amor de tu gente.
»¿Recuerdas la primera carta que recibiste después
de la clausura del muro? —El presidente asintió sin manifestar el más mínimo
signo de duda—. Pues no fue la primera que te llegó. Hubo muchas otras
anteriores. Todas pasaron por mis manos. Las primeras que enviaron más o menos
al año del tener el muro cerrado contaban que la escasez de ciertos productos
era intolerable. Al principio se hablaba solo de bienes de consumo innecesarios
y que, en cualquier caso, podían suplirse fácilmente con otros parecidos. Fruto
de esta situación pusimos en marcha el Plan de Industrialización Mural,
recuerdas el nombre, ¿verdad?, fue idea tuya. Pues bien, la situación se
normalizó y la gente superó la ausencia de ciertos productos con facilidad.
Después las carencias fueron alimentarias. Tenemos una tierra muy extensa, pero
hay alimentos que no podemos obtener y, a pesar de que nuestro pueblo no pasa
hambre, carece de ciertos suministros que nuestros nutricionistas consideraban
indispensables. Recuerdas que tú mismo saliste a decir, cuando te propusimos el
Plan Nutricional Mural, que ni tan siquiera tú tenías acceso a esos alimentos.
La gente te creyó. Trabajamos mucho para conseguir producir sintéticamente
aquellos complementos alimenticios que no podíamos obtener de los alimentos
porque carecíamos de ellos. Pero luego comenzaron a llegar escritos pidiendo
auxilio porque no lograban contactar con los seres queridos que se habían
quedado al otro lado del muro. Debo confesarte que yo mismo hice uso de algunos
canales ilegales que permitían contactar con gente del exterior, pero poco a
poco se fueron cerrando hasta que el último, más o menos consentido por todos
los estamentos, terminó cayendo. Entonces fue cuando realmente nos aislamos.
Tras ese corte, Carmen mandó su carta. La leí, sí ya sé que eso está prohibido,
pero decidí que tenías que recibirla. Cuando vi tu reacción me vine abajo.
Pensé por un instante que permitirías un pequeño cambio, algo que mostrase tu
humanidad, pero no fue así. No podía soportar la idea de no volver a ver o a
hablar con mi hijo. Desde entonces se han multiplicado los casos de gente que
buscan algún medio para escapar, para huir, para intentar contactar con sus
seres queridos.
—Vete, márchate ahora mismo.
—Señor presidente…
—He dicho que te vayas… Sal inmediatamente de mi
despacho.
Imagen: El museo de
la memoria. Rosario, Argentina.
En Valladolid a 23 de septiembre de 2017.
Rubén Cabecera
Soriano.
@EnCabecera
Etiquetas:
Cuentos y relatos.,
El muro.