Mi amiga la muerte. (Parte ii).



Empujé la puerta con sumo cuidado, como si detrás de ella fuese a encontrarme con la muerte (siento la socarronería). El caso es que, de repente, tras cruzar el umbral, me vi en un estrecho vestíbulo mal iluminado donde una percha recogía una deshilachada rebeca de lino bajo la única bombilla que ofrecía algo de luz en la estancia. Al fondo se entreveía una única puerta que pedía a gritos no ser abierta para evitar descubrir lo que tras ella se escondía. Un par de cuadros oscuros, no sé si por la falta de luz o porque no podría esperarse otra cosa en la casa de la muerte, decoraban las paredes.

Me arrepentí, en ese preciso instante me arrepentí. Me di cuenta de que todo aquel interés morboso que tenía en comprobar la existencia (para mí inexistencia) de un ser llamado «Muerte», desde la falsa seguridad que me ofrecía mi ataviado agnosticismo, al que me atrevía, como todos, a anteponerle el artículo «la» para no transformar en propio su nombre y conferirle personalidad, era absolutamente prescindible. No quería ni tenía intención, en ese preciso instante, de hallar evidencia alguna de ese ser. Vamos, estaba, hablando escatológicamente, cagado de miedo. Quise pensar que aún tenía tiempo de echarme atrás, así que giré torpemente mi cuerpo procurando no perder a la puerta de vista por si algo o alguien decidía aparecer repentinamente intentando atraparme (el miedo es libre… y cruel). Sin embargo, al intentar huir, encontré la puerta cerrada y no había nadie más conmigo en ese minúsculo y a la sazón también claustrofóbico pasillo. Estaba solo. Mi acompañante, esa mujer que había suscitado todo mi maldito interés, había desaparecido y había cerrado la puerta de la entrada tras de mí, con llave, porque por más que intenté abrirla no fui capaz. Puedo asegurar que no me percaté de sonido alguno que me hiciese sospechar que esa señora, cuyo nombre desconocía, me estaba abandonando, que era precisamente como me sentía en ese momento: abandonado, desamparado, indefenso. No oí la puerta cerrándose ni la cerradura echándose. No lo oí. Lo juro. Tal vez el miedo inducido por mi cerebro había inhibido mis sentidos y solo me permitía centrarme, en su ánimo de conservarme con vida, en lo que pudiese ocurrir tras la otra puerta a la que, en ese instante, le daba la espalda. Me volví. Lentamente. Era lo único que podía hacer porque, por más que golpeé con todas mis fuerzas la puerta de la entrada, no parecía que fuera a abrirse.

Y la puerta estaba abierta. Sí, no de par en par, solo ligeramente abierta, pero lo suficiente como para que mi corazón quisiese escaparse de dentro de mí. La jodida puerta del final del pasillo estaba entreabierta. Obviamente yo no la había abierto, alguien, o algo, debió hacerlo. Una tenue luz se escapaba entre la hoja de la puerta y el marco, un suave murmullo me llegaba a los oídos. Me estaba invitando a traspasarla. En realidad, tampoco tenía muchas opciones y si dijese que me llené de valor para avanzar mentiría impunemente. Avancé porque solo eso me quedaba. No habría más de dos o tres pasos, pero tuve la sensación de estar andando horas y horas antes de llegar. Agarré el pomo y lo empujé con sumo cuidado. El movimiento de la hoja no estuvo acompañado del chirriante estruendo de las puertas antiguas. Se abrió con normalidad, no ofreció especial resistencia, más allá de la que oponía mi propio cuerpo que se negaba a proseguir caminando para adentrarse en no sabía bien qué maldito lugar.


Penetré en la estancia y descubrí una habitación sorprendentemente normal: con una sencilla ventana abalconada al fondo que tenía la persiana bajada para defenderse del rigor del verano, pero que permitía la entrada de algo de luz dándole a la estancia un aspecto crepuscular que, la verdad, no me resultaba precisamente halagüeño, aunque esa era mi lógica percepción. Un armario de madera, de aspecto antiguo, ocupaba una de las paredes. En la otra (la cuarta pared era la de la puerta de entrada) había una cómoda con un histriónico tocadiscos de donde procedía el murmullo que oía en el vestíbulo. Era el segundo movimiento de la Eroica de Beethoven lo que sonaba, «Joder —pensé— es una puñetera marcha fúnebre». Dos sillones orejeros me daban la espalda y entonces me di cuenta de que una mano descansaba tranquilamente sobre el reposabrazos de uno de los sillones tamborileando con sus dedos el pesado y solemne ritmo del adagio. «Es la muerte —pensé—, la Muerte —me repetí— con mayúscula, ahí está». Reconozco que me armé de valor; sí, no sé por qué, pero actué osadamente, aunque bien podría decirse que se trataba de una reacción temeraria, el caso es que me adelanté y me dirigí hacia el sillón que quedaba vacío. Estaba frente a la Muerte.


Imagen: http://es.creepypasta.wikia.com/


En Plasencia a 27 de agosto de 2017.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera

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