Barcelona, ¿por qué?



He estado en Barcelona varias veces. Siempre me ha parecido una ciudad maravillosa, monumental en su más amplia expresión, de esas que dejan huella y demandan una segunda visita nada más dejarla, y eso que he estado allí, la mayoría de las ocasiones, por cuestiones de trabajo, con lo que resulta complicado disfrutar de la ciudad en su versión más ociosa y cultural; aun así, puedo asegurar que siempre me ha complacido. Es una ciudad que cuida a sus visitantes, que los mima y los tiene siempre presente, tanto con sus espacios como con sus gentes. Uno se siente bien, por simple que pueda parecer la expresión, en Barcelona.

Barcelona tiene una luz sencillamente asombrosa. Eso, lo de la luz, es algo que siempre me llama la atención de las ciudades. Todas emanan su propia luz, singular y característica, señera. No sé a qué se debe: si se trata de una cuestión geográfica, espacial o sentimental, pero el caso es que la luz de Barcelona me fascina. Es especial, única. El pasado jueves, 17 de agosto de 2017, esa luz se atenuó por un instante. Muy breve, casi imperceptible en la historia de la ciudad. La causa fue el terror. El terror que provocaron en forma de masacre unos desalmados con el atropello masivo, indiscriminado y de forma cobarde de las gentes que disfrutaban pacíficamente de la ciudad, y que intentaron perpetuar un día después con otro atentado, parcialmente fallido, y que habrían deseado convertir en una tragedia de mayor escala horas antes con la utilización de explosivos, si no hubiera sido por un error, bendito él, en la manipulación de las bombas que estaban preparando y que provocó una deflagración que acabó con la vida, según parece, de quienes querían causar ese terror.

Pero esos desalmados, que dicen matar en nombre de un dios, contradiciendo el concepto esencial de Dios, que dicen pertenecer a un grupo denominado ISIS, esto es, Estado Islámico, un estado apócrifo para el mundo, que han inventado para justificar su violencia, que se alimenta de asesinos y que se enaltece con el odio y el dolor. Esos desalmados, como digo, no consiguieron apagar la luz ni siquiera un instante porque Barcelona luce y lucirá con gran fuerza y nada ni nadie conseguirá apagar nunca su esplendor, su brillo, por más que intenten utilizar la táctica más deplorable, más reprobable y más abominable: el miedo.

El terrorismo que practican estos seres, engendros de la naturaleza, que no ofrecen ni un mínimo vestigio de humanidad, quiere justificarse por una lucha contra el cristianismo y el judaísmo; una suerte de revancha contra occidente por las Cruzadas, todas las que se han producido a lo largo de la Historia, no solo las que históricamente recibieron ese nombre a instancias papales, desde las postrimerías del siglo XI hasta finales del XIII. El terreno religioso siempre ha sido inestable y cualquiera que quiera o necesite creer encuentra en la religión la excusa perfecta para su salvación, inmediata a través de su propia muerte, según modas nada recientes. La radicalización encuentra su germen en el odio instigado meticulosamente mediante falacias, o no porque occidente también ha hecho y hace de las suyas, acerca del sufrimiento del pueblo árabe a manos de los infieles. Lástima que quienes se sacrifican no se den cuenta de que no son más que meros peones manipulados en manos de intereses espurios que solo buscan con su inmolación el enriquecimiento personal, ni siquiera para la causa, aunque ofrezcan bagatelas a la misma, tal vez para aplacar su conciencia. No tengo noticias de ningún visionario predicador que haya entregado su vida a esa maldita causa, extraño, ¿no? Sobre todo, si es cierto que su fe en alcanzar el maravilloso paraíso que les espera tras la muerte al servicio de la Yihad —en su concepción como Guerra Santa— es tan grande como se jactan de proclamar.

En definitiva, es intolerable, inaceptable e insoportable cualquier forma de violencia contra las personas, y ninguna es disculpable, ya sea en forma de terrorismo o de guerra, por sucia que nos pueda parecer una u otra. Nada justifica el dolor provocado a las personas intencionadamente, nada, absolutamente nada.

Los terroristas, con esta forma de violencia que practican, lo tienen muy sencillo. Es sumamente fácil atentar contra la vida de inocentes cristianos o judíos, cuidado porque la aleatoriedad de estos atentados puede llevarles a asesinar a correligionarios suyos —que pueden o no ser también radicales—, ateos o agnósticos, tanto les da, ya que los medios que se necesitan son sumamente escasos. Un carné de conducir y algo de dinero para alquilar un vehículo, cuanto más grande mejor, para atropellar indiscriminadamente a la gente. Tampoco es mucho más complejo elaborar un explosivo, como este que denominan la “madre de Satán”, nombre acertado donde los haya, aunque perfectamente aplicable a cualquier tipo de bomba. Sus componentes: acetona, agua oxigenada y ácido sulfúrico son sencillos de adquirir en cualquier droguería y después solo hace falta visualizar algún vídeo en internet —menudo entretenimiento tienen algunos— donde se explica con todo lujo de detalles cómo preparar el triperóxido de triacetona, letal en su forma inestable.

Se trata de una violencia de bajo coste, casi gratuita —en su versión económica, porque en la moral lo es totalmente—, que requiere una escasa infraestructura y que permite una total desconexión entre el núcleo duro de la ideología y las ramificaciones celulares que atentan, puesto que es suficiente con la inocencia manipulable de jóvenes frustrados por la sociedad capitalista, que de estos hay muchos, fácilmente convencibles y convertibles con promesas de riqueza —más capitalismo, ahora en su versión “divina”— tras la muerte en la Guerra Santa. Y este es precisamente el problema de esta forma de terror, que es difícil, casi imposible me atrevería a decir con las prácticas políticas actuales, terminar con ella. En España, disculpen la comparación anacrónica, hemos practicado históricamente de una forma de guerra muy particular: la guerra de guerrillas. Este sistema bélico fue capaz de plantarle cara a los ejércitos más poderosos de distintas épocas que tuvieron que utilizar tácticas diferentes a las habituales para terminar con ellos. No entro a valorar la justificación o no de esos métodos, ni los unos ni los otros, lo que sí que tengo claro es que difícilmente podremos acabar con esta forma de violencia con los medios actuales. Si mis cuentas no fallan vamos ya casi por una década de terror de este tipo y no parece que tengan intención de parar. No soy estadista, así que no me toca a mí averiguar cuál es el método, pero alguien debería plantearse muy seriamente cambiar la táctica si queremos que esta violencia finalice.

Por tanto, este terrorismo de germen religioso ha conseguido su objetivo, que no es tanto sembrar el terror como provocar el miedo y, asociado a él, extender el odio y el rencor por todo el occidente “civilizado”. Pues bien, como era de esperar y para mi desgracia, al igual que para la de muchos, y no me queda más remedio que subrayarlo por la vergüenza que me provoca, esta forma de terror en Barcelona ha provocado no solo miedo, odio y rencor, sino también la confrontación entre los organismos públicos —y no creo que haya sido un propósito directo de los terroristas, sino más bien un hallazgo fortuito que debe haberles provocado gran hilaridad—. Esto es inadmisible e intolerable. Cuando entre la ciudadanía ha surgido espontáneamente, para contrarrestar el miedo, el odio y el rencor, la unidad, la solidaridad y el apoyo desinteresado, resulta que la puñetera España y la jodida Cataluña, con sus representantes institucionales —en esto son exclusivamente las personas las responsables— han conseguido encontrar flecos para incrementar la falta de confianza entre ambos y avivar un odio y un rencor extemporáneo que nos acerca más a épocas retrógradas y a comportamientos incívicos propios de sociedades poco maduras y evolucionadas mostrando procederes pueriles que solo ayudan a vivificar una falta de unión que quieren hacer extensible a todos unos pocos estúpidos. ¿Conseguirá esta gentuza apagar la luz de Barcelona? Debería darles vergüenza.


Imagen: EFE/Alejandro García


En Plasencia a 18 de agosto de 2017.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera

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