Siempre he sostenido, y lo mantengo, que para nosotros los
arquitectos, y supongo que idénticamente para el resto de prestadores de
servicios, el límite de la dignidad, en cuanto a los honorarios se refiere, se contrapone
directamente con la necesidad de cada cual. Dicho llanamente: el hambre es el
que pone precio a nuestra dignidad. Desgraciadamente, y no siempre de forma
consciente, el promotor abusa de esta situación y provoca, cada vez con más
frecuencia, que tengamos que detraer cuantiosas cantidades de dinero de una
estimación de partida más o menos acertada de honorarios.
En este escenario solo alcanzo a concluir dos posibles alternativas,
pues las otras, que existen, denigran profundamente la profesión y prefiero no
contemplarlas, que responden a dos grupos de profesionales, a saber: en la
primera, el afortunado —nótese el tono socarrón del término— adjudicatario,
tras una sustancial baja, decide realizar el mejor proyecto posible asumiendo
las pérdidas consecuentes o prefiriendo no estimarlas para no caer en una
profunda depresión, en la esperanza de que el siguiente proyecto, de
alcanzarlo, le permitiría resarcirse —entiéndase nuevamente en tono irónico— y
recuperarse del terrible golpe económico provocado por la dignísima elaboración
del susodicho proyecto —confieso que yo me suelo encontrar entre estos ilusos
románticos de la profesión—; en la segunda, la que se aplica a los más
razonables y consecuentes profesionales de la arquitectura, tras una baja similar
a la de los del grupo anterior, el adjudicatario resuelve realizar el proyecto
dedicando los recursos justos y necesarios que permiten su oferta para
desarrollar el proyecto sin incurrir en pérdidas, aunque asumiendo que los
beneficios serán escasos o inexistentes. Inevitablemente, esta segunda opción
tiene una consecuencia inmediata que es que la calidad arquitectónica del
proyecto se ve mermada indefectiblemente con secuelas nefastas para el
resultado final de la obra provocando problemas y más problemas que terminan suponiendo
sobrecostes cuantiosos, allá el promotor. La primera alternativa referida, por
contrapartida, en apariencia honrosa y digna, tiene un corolario triste y
pesaroso, y es que genera miseria porque el que cobra poco, necesariamente paga
poco —si lo hace, que de todo hay—, con lo que la funesta y perjudicial cadena se
alarga y extiende a todos los agentes del sector.
Hay quien dice, yo mismo lo he oído, que los honorarios de la
profesión están sobrevalorados de partida y que ese hecho es el que provoca que
los profesionales del sector puedan/podamos asumir las inmensas bajas que
terminan produciéndose a la hora de licitar cualquier proyecto. Justifican esa
aseveración, entre otras cosas, en los avances tecnológicos que están a nuestro
servicio en la actualidad. Pues bien, yo que me dedico a esta profesión desde
hace bastante tiempo y que me gusta pensar que desarrollo mi trabajo de forma
responsable, puedo asegurar que esa afirmación es totalmente falsa. Las
innovaciones introducidas por la normativa, cambiante de forma sistemática,
lejos de facilitar el proceso proyectual lo complican de forma exponencial provocando
la necesaria intervención de numerosos técnicos en casi cualquier tipo de
proyecto, llegando a ser prácticamente imposible que un solo arquitecto pueda
hacer un pequeño proyecto de una vivienda sin el concurso en el desarrollo del
mismo de otros técnicos especialistas en las más variopintas subdisciplinas de la profesión. Este
hecho, a priori enriquecedor para la profesión, abunda en la miseria que genera
esta profesión, puesto que, como he afirmado antes, el que cobra poco, paga
poco. Ahora bien, el técnico de turno puede decidir sobrellevar la situación
con el consabido “copiar y cortar” que con tanta frecuencia se practica, lo
cual abunda, llevado al extremo, en un mal hacer en la profesión.
También he oído en otras ocasiones que la asunción de bajas que en la
actualidad superan con creces el 50% —cincuenta por ciento— sobre los
honorarios recomendados, estimados o como quiera que el Colegio de Arquitectos
de turno les pueda designar para no caer en problemas de índole judicial y
competencial, no es más que el resultado de la propia regulación del mercado.
Pues bien, si ciertamente el organismo regulador de nuestros honorarios es el
mercado —mi impresión personal es que “mercado” es un eufemismo para otros
términos más concretos— tengo que aclararle a este ente abstracto, desconocedor
de la arquitectura y su historia, que su función social, la de la arquitectura,
debería prevalecer sobre cualquier otra consideración, pero para que nadie
pueda acusarme de idealista y utópico ofrezco un dato verídico, contrastable y
generalizado salvo “honrosas” excepciones: el volumen necesario de obra, considerado
en metros cuadrados y proporcional al número de proyectos realizados, tratado,
por tanto, de forma homogeneizada, que he tenido que proyectar en el año 2016 para
conseguir la misma remuneración económica que en el 2009, año, a la sazón, de
profunda crisis, ha sido duplicado con creces. Es decir, que para ganar lo
mismo que en el terrible 2009 que fue un año pernicioso para la profesión, en
el que a duras penas conseguí subsistir, he tenido que trabajar el doble.
Aclaro: ni en el 2009 tuve grandes proyectos, pues no los había, ni esta ha sido
tampoco la situación del 2016, y ojo, uno termina por considerar “gran proyecto”
a aquel que deviene en unos honorarios honrosos, porque si se valora desde el
punto de vista de la satisfacción profesional por el trabajo realizado, casi
todos los proyectos cumplen esta premisa, por más que podamos quejarnos en el
sector de lo poco agradecida que es la profesión.
Por descontado que quien lea estas líneas puede inferir
justificadamente, o no, que la profesión elegida ha sido errónea, que siempre
puede uno reinventarse —cuestión muy de moda en épocas de crisis—, o
sencillamente que se “jodan los arquitectos” que son, mejor dicho, fueron —aunque
yo eso no lo conocí— unos privilegiados partícipes en el desastre que hemos
vivido y vivimos durante casi ya una década. Contra esto no queda más que
resignarse e intentar aclarar que, de ser culpables, lo fueron unos pocos y que,
en todo caso, es una culpa compartida por más intervinientes en la que la cuota
de participación no está repartida por igual y, sin embargo, la condena impuesta
a los arquitectos es desproporcionada y su expiación imposible de asumir.
Queda claro, o al menos eso pretendía, que la situación de muchos
arquitectos, sálveme decir que de todos, no es la más favorable, ni la más
deseable, y que conste que me siento un privilegiado porque trabajo en lo que
me gusta y sobrevivo con dignidad. En cualquier caso, no deja de sorprenderme
que, si este análisis no es exclusivamente mío, me consta que no lo es, no haya
llegado a manos de las administraciones y haya hecho reaccionar a sus
dirigentes, puesto que detecto en la actualidad una incipiente tendencia a
procurar resolver las licitaciones públicas, publicadas y publicitadas —esto no es redundancia—
con procedimientos basados en la subasta como único criterio. A tenor de los
resultados últimos de dichas licitaciones, en muchas de las cuales he tomado
parte, compruebo con tristeza que las cuotas de reducción del presupuesto base
de licitación superan con creces ese 50% antes referido. Yo mismo he caído en
esa desmedida baja y he sido superado por compañeros que han entendido que esa
vía es la única que les permite trabajar y subsistir, a pesar de que, como me
habría pasado a mí, puedan incurrir en pérdidas. Esta penosa situación en la
que quienes participamos en procedimientos públicos , publicados y publicitados nos vemos
sumidos cada vez más, me provoca una doble reflexión: en primer lugar creo que es
imprescindible que la administración se replantee el concepto de “oferta
económicamente más favorable” por las consecuencias que conlleva ya que, como
he dicho en muchas ocasiones, en arquitectura el “tipo” y el “prototipo”
coinciden y conseguir que el resultado sea óptimo cuando no existe la
posibilidad de ensayo y error, como ocurre con cualquier otro producto que
podamos encontrar en el mercado, necesita ser remunerado proporcionalmente al
esfuerzo que requiere y un pago desproporcionadamente bajo —me gustaría saber
qué criterio permite justificar realmente la baja desproporcionada— conlleva
consecuencias nefastas para el resultado final; en segundo lugar, y a la vista
de la nueva ley de contratos del sector público que se nos viene, quiero tener
la esperanza —menuda paradoja— de que se haya orquestado un procedimiento
sustitutivo de la subasta para los concursos en el que los criterios objetivos
de valoración no se limiten a cuestiones económicas o, al menos, el peso de la
misma no suponga un imposible a remontar si se requiere una propuesta técnica.
En este sentido, reconozco el esfuerzo de los técnicos de la administración que,
cuando ven un proyecto valioso, procuran bonificarlo con la máxima puntuación
técnica “subjetiva” para compensar las posibles bajas, pero no debería recaer en
ellos tamaña responsabilidad. Sería necesario revisar, idénticamente, la
solvencia técnica porque se alcanzan unos niveles de exigencia que
imposibilitan que gente experimentada y gente valiosa pueda presentarse a
ciertos procedimientos por el hecho de no haber podido hacer obras similares en
los últimos tiempos, ¿quién ha podido?, pero, sin embargo, no creo que hayamos
olvidado cómo hacer ciertos proyectos. También, esto es como la carta a los
Reyes Magos, debería revisarse el procedimiento de resolución de los concursos y
publicar de oficio todas las propuestas presentadas y los informes
justificativos referidos a cada una de ellas.
Es complejo encontrar una solución óptima que agrade a todos, lo sé.
Resulta difícil resolver este galimatías, tanto para la administración como
para los colegios profesionales, lo entiendo. Pero tal vez deberíamos evitar
que el esfuerzo final recayese siempre en los mismos y tal vez ese debería ser
el punto de partida. Mientras tanto, las propuestas económicas para las
subastas públicas, publicadas y publicitadas deberíamos hacerlas al tipo.
Imagen: Robson Square, autor desconocido.
En Plasencia a 30 de julio de 2017.
Rubén Cabecera
Soriano.
@EnCabecera