Burlé a la muerte.
Sí, así fue. ¿Cómo lo hice? se preguntarán, ahora se lo explicaré.
La mayoría de
ustedes conocerá el apólogo de origen oriental o semítico, que en esto los
estudiosos no se ponen de acuerdo, titulado “El gesto de la muerte”, también
conocido por otros nombres como “El jardinero y la muerte” o “Cita en Luz”.
Pues bien, yo también sabía de la existencia de esta breve narración didáctica
y moralizante que relata la perentoria e inexorable victoria de la muerte sobre
el hombre por más que este haga todo lo posible por evitarla. Debo reconocer
que, a pesar de lo extendido que se encuentra este escaso cuento, yo lo
descubrí en la novela “Le Grand écart”, “La gran separación” (1923) de Jean
Cocteau, donde aparece, siendo fiel a la versión traducida de Montserrat
Morales Peco (2009) que leí, como sigue:
Un joven jardinero
persa dice a su príncipe:
—¡Sálvame! Encontré
a la Muerte esta mañana. Me hizo un gesto de amenaza. Esta noche, por milagro,
quisiera estar en Ispahán.
El bondadoso
príncipe le presta sus caballos. Por la tarde, el príncipe encuentra a la
Muerte y le pregunta:
—Esta mañana ¿por
qué hiciste a nuestro jardinero un gesto de amenaza?
—No fue un gesto de
amenaza —le responde—, sino un gesto de sorpresa. Pues lo veía lejos de Ispahán
esta mañana y debo tomarlo esta noche en Ispahán.
Pues como les decía yo había tenido la oportunidad de leer esa novela
y con ella la paradoja de la huida hacia el encuentro del jardinero. Recuerdo
que tenía subrayadas todas y cada una de las palabras de ese fragmento, con
lápiz eso sí, por mi esmerado respeto a los libros, y con alguna anotación al
margen, que ahora, sin venir mucho a cuento, también recuerdo perfectamente y
que hacía referencia al miedo general que se le tiene a la muerte, un miedo
humano, pero insensato porque la muerte, tal y como nos enseña este relato, es
la única, perpetua y seguramente necesaria compañera del hombre, y de la mujer,
no se piensen.
El caso es que la muerte —no sé si sería más prudente escribirla con
la “M” mayúscula, vaya a ser que se pueda molestar— se me apareció y me hizo un
gesto. Bueno, más que un gesto fue una conversación en toda regla. Charlamos un
buen rato, me atrevería a decir que estuvimos algo más de dos horas, aunque
como comprenderán no estuve demasiado pendiente del reloj.
Estuvimos todo el tiempo sentados en el banco en el que se me había
aparecido, así, de repente, de improviso, si bien yo estaba absorto en mis
cavilaciones —con los ojos cerrados— y no hubiera notado la llegada ni de una
estridente algarabía de niños, que seguro que se encontraba por allí. Se sentó
a mi lado, sin más, y me saludó. Yo, al principio, no hice mucho caso —debo
decir que no soy una persona especialmente afable y me molesta soberanamente
que me interrumpan cuando estoy meditando—. El caso es que insistió hasta que
le ofrecí un mojigato saludo nada cordial. Yo seguía con los ojos cerrados.
Como quiera que no dejó de brindarme conversación con frases anodinas, me vi
obligado a prestarle la atención que no quería ofrecerle. Así que la miré
dispuesto a levantarme o rendirme a mi blandengue carácter incapaz de dejar a
nadie con la palabra en la boca. Y entonces me di cuenta. Era la Muerte, la
misma. Se preguntarán que cómo la reconocí. Les puedo asegurar que si ustedes
la vieran la reconocerían. Creo que no podría describirla, no al menos
físicamente, pero descuiden, no se me presentó con hazaña en ristre y túnica
negra, ni con una calavera blanca, impoluta, por rostro. En absoluto, tenía el
aspecto de una persona normal, sencilla, solo que era la Muerte.
Yo no tenía el gusto de conocerla de antes, como se habrán imaginado,
pero debo decir que se trata de una persona muy interesante, amable por
descontado, con una conversación muy fluida —no recuerdo ni un solo silencio
incómodo entre nosotros, a pesar de que acabábamos de conocernos— de la que me
llamó especialmente la atención su vasta cultura. Hablamos de historia, de arte,
de política... Inevitablemente tuve que preguntarle si le gustaba su oficio, a
lo que me respondió que le resultaba muy duro, aunque como era lo único que
había hecho desde que tenía consciencia de sí —esta confesión de la Muerte me
hizo reflexionar profundamente después—, lo sobrellevaba con estoica sobriedad,
no le quedaba más remedio. También hablamos de la religión, de la fe, de
nuestra existencia y en esto debo decir que su pensamiento es bastante
científico, me atrevería a decir que es de condición agnóstica, aunque en algún
instante llegué a pensar que me relevaba de manera sutil su ateísmo. También le
pregunté acerca del futuro y me dijo que solo estaba al alcance de ella, pero
que nunca se atrevía a pensar sobre ello porque sentía miedo, «¿La muerte
sintiendo miedo?», pensé, y me atreví a preguntarle que cómo era eso posible y
su respuesta no dejó lugar a dudas, por más que se tratase de una evasiva, dijo:
«Solo la Muerte lo sabe».
Supongo que la Muerte estará acostumbrada a que también le pregunten
por uno mismo, acaso sea su costumbre presentarse ante los demás como hizo
conmigo, cosa que desconozco. Tal vez siempre lo haga, pero nadie lo sepa
porque nadie, después del encuentro puede contarlo: habrá muerto, como es de
suponer. En mi caso, eso no ocurrió, pero sí que le pregunté por mí. Le dije
que si había venido a llevarme, como ven no fue una pregunta muy original, pero
tampoco era la situación más favorable para dar rienda suelta a la imaginación.
Me contestó con una sonrisa en los labios que no resultaba burlona en absoluto,
se lo aseguro, que sí, que efectivamente tenía que llevarme. Creo que le
asombró mi serenidad que, por aquel entonces, bien podría haber sido más bien
indiferencia, pero eso es harina de otro costal. Me dijo que si no me
importaba. No le respondí. Insistió. «Supongo que si es el fin, es el fin. Poco
puedo hacer, ¿no?», dije. «Así es. Esta noche te llevaré», me respondió. No
creo que estuviese listo, por más que le dijese que lo estaba. No creo que
nadie esté realmente listo nunca para recibir la muerte, pero, sin estar del
todo seguro, imagino que me venció la resignación.
Desperté con los huesos molidos. Lo primero que pensé es que todo
había sido un sueño. Era lo más lógico, puesto que, como pude comprobar cuando
el riego por aspersión me ofreció la ducha que necesitaba, pero que no
esperaba, no había rastro de la Muerte a mi alrededor y no recordaba haberme
despedido de ella. Pero, sobre todo, no estaba muerto. Sentí una curiosa
felicidad dentro de mí que no dejé que se reflejase en mi rostro, faltaría más,
me debía a mi hosquedad. Sin embargo, no pude evitar una mueca parecida a una
sonrisa que me llevó en volandas al piso compartido en el que pasaba las horas
muertas escribiendo y pintando cuando no estudiaba o leía. La puerta estaba
abierta, pero eso no fue algo que me extrañase. Alguno de mis compañeros tenía
esa extraña costumbre, consecuencia de la ausencia de consciencia, cuando
llegaba ebrio. Entré y vi esparcidos por el suelo guantes blancos de nitrilo y
restos de jeringuillas con sus envoltorios, otrora asépticos. Me dirigí
inmediatamente a mi habitación que era la única, extrañamente puesto que soy
muy metódico con esos detalles, que tenía la puerta abierta. Nuestra intimidad
era sagrada y nunca atravesábamos el umbral de los dormitorios ajenos si no era
con la correspondiente invitación. Al entrar en mi cuarto comprobé que la cama
estaba deshecha, algo inconcebible para mí, que odio dormir con las sábanas
arrugadas, y comprobé que también había restos médicos por el suelo. Un papel
estaba sobre la mesilla de noche. Me agaché a recogerlo y percibí un fuerte
olor a alcohol, tal vez güisqui, puede que ron, igual ginebra, no sé, nunca
bebo, así que me cuesta diferenciar el olor de los licores, más aún si
provienen de una destilación humana. Desdoblé el papel y ahí estaba el mensaje
manuscrito con la letra de uno de mis compañeros de piso: «Han venido
preguntando por ti». Las letras tenían un trazo tembloroso, pero no me cabía
ninguna duda de quién era. Me senté sobre la cama cuando de repente mi otro
compañero de piso entró y al verme se abalanzó sobre mí: «Ha muerto», gritaba
«Ha muerto».
Ahora sentado en el mismo banco, tanto tiempo después, cada vez que
recuerdo aquella escena, no logro entender cómo la muerte pudo confundirme con
mi compañero. Resulta obvio que se equivocó, o tal vez no. Desgraciadamente
para él, seguramente afectado por el alcohol, debió quedarse dormido en mi cama
tras escribir el mensaje. Probablemente la Muerte llegó al piso preguntando por
mí y posiblemente él le dijo que no estaba y que se pasase luego, incluso tal
vez le ofreció el salón por si deseaba esperarme. Quiso, pobre, dejarme una
nota y lo que consiguió fue que la Muerte le confundiese conmigo. Han pasado
casi trescientos años, es demasiado. Estoy cansado, muy cansado. En realidad,
no estoy seguro de que la muerte se confundiese. Tal vez fue una suerte de intencionada
bendición, aunque yo, al menos hoy, después de tanto tiempo, lo llamaría
malintencionado castigo. En fin, supongo que, a pesar de que me gusta pensar
que burlé a la Muerte, inconscientemente, claro, al final es ella la que se
burló de mí.
Imagen: www.abc.es
En Sevilla a 6 de mayo de 1997 y Mérida a 6 de mayo de 2017.
Rubén Cabecera
Soriano.
@EnCabecera