Historias de Errante. (Capítulo i). Errante.




Casi solo se le ven las piernas. Entre periódicos y cartones cubre su cuerpo apenas para resguardarse del frío y puede, si la suerte no acompaña esta noche, que de la nieve. Quién sabe, tal vez la policía llegue y le obligue a hospedarse en un centro de acogida para indigentes. Indigentes, resulta gracioso. No solo no tiene medios para vestirse o alimentarse, tampoco conoce a nadie, o al menos no recuerda a quienes conoció en otro tiempo y ahora, cuando se encuentra con alguien cuya cara le suena, solo es capaz de asociarlo a una limosna, a una barra de pan o a un cartón de vino entregado desde la distancia y la ausencia. Es cierto que otros como él se disputan las zonas más cálidas, las cercanas a los respiraderos del metro. Llegan incluso a las manos en algunas ocasiones, él procura estar siempre lejos y por alguna extraña razón, todos los demás le respetan si ocupó el sitio antes que ellos. Tal vez sea porque ya es un hombre de edad avanzada y les infunda pena, tal vez sea por su gélida mirada llena de un inmenso odio a todo lo que le rodea, a todo lo que le ha hecho llegar a esa situación, a todo lo que le ha provocado ese forzado olvido de los que fueron sus seres queridos. Quiso él separarse de ellos, quiso él que le dejasen, que le abandonasen; a pesar de que intentaron ayudarle, él lo impidió, evitó que se acercaran conforme su pobreza se hacía más evidente. Nadie quiere ver cómo tus seres queridos contemplan el empobrecimiento de uno mismo y mucho menos si es de su propia familia. Así que llegó incluso a olvidar su identidad y por alguna extraña e incomprensible razón su único objetivo era sobrevivir, pese a que todo aquello por lo que podía tener motivos para hacerlo había desaparecido. Ese afán de supervivencia instintivo, casi irracional, le procuraba la fuerza suficiente para rebuscar cada día en los contenedores de basura, para remover entre los cartones a la búsqueda de cualquier objeto que pudiera servirle en su lucha diaria. Apenas si intercambiaba un gracias con aquellos que le ofrecían su ayuda y se limitaba a un fuera con aquellos que pretendían enfrentarse a él para quitarle lo que, en su opinión, le pertenecía. Había recibido palizas, alguna de ellas le había dejado inconsciente y al borde de la muerte, pero curiosamente siempre conseguía salir adelante. No importaba si era un hueso roto o una herida de arma blanca, se las apañaba para sanar y no es que recibiese asistencia médica de algún tipo, no, en absoluto: Se lamía sus heridas, literalmente en ocasiones.

Siempre caminaba solo. A veces se paraba frente a escaparates en los que había televisores y pasaba largo rato viendo imágenes que podrían parecerle sinsentido por la ausencia de sonido, pero que constituían para él su único vínculo con la realidad, con la otra realidad, esa que le había desaparecido. Los periódicos que utilizaba para cubrirse durante las noches, y que por la mañana le servía de insólito entretenimiento antes de buscar su desayuno diario, constituían su otro nexo con el mundo. Curioso modo de denominar a la primera colación del día para este pobre infeliz; usar el mismo término que los afortunados que lo hacemos, desayunar, sentados en la mesa de la cocina con nuestra taza de leche o en la barra de un bar frente a un buen café caliente resulta casi ofensivo, pero son las paradojas del lenguaje ante las que no podemos sino indignarnos, o tal vez sería mejor esforzarnos en describir las diferencias que existen de manera objetiva entre la acción de uno y la de otro para comprender así lo injusto que en ocasiones puede resultar expresar con los mismos términos acciones tan dispares aunque puedan ser conceptualmente idénticas. Su primera comida del día la conseguía tras una esforzada búsqueda la noche anterior de algún cartón de leche prácticamente vacío del que exprimir unas gotas para acompañar a algún mendrugo de pan duro, o muy duro, que localizaba en las bolsas de residuos orgánicos mezcladas con los restos de pañales de recién nacidos o peladuras de patatas, que también en alguna ocasión ingería. Otras veces recuperaba restos de bocadillos tirados por el exceso de salsas que, por mor del azar, en la bolsa de plástico en que se encontraban, se había mezclado con los posos del café molido o con restos de papel higiénico usado en sus múltiples funciones. Ya no importaba, no había asco ni repugnancia, los escrúpulos desaparecieron hacía ya demasiado tiempo como para que importasen algo, no ya el hecho de que se le viese rebuscando entre la basura, sino ingerir aquello que otros habían desechado.

La gente no existía para él, el concepto de sociedad como conjunción de acciones y reacciones colectivas y, por tanto, de comportamientos y responsabilidades había desaparecido, apenas si quedaban en él miramientos como para apartarse cuando se trataba de sus propias necesidades y si lo hacía era por evitar que se le llamase la atención, que alguien le reprochase su conducta, lo hacía por miedo. A pesar de todo, sus facultades mentales estaban intactas, es decir, era perfectamente consciente de todo lo que le rodeaba y entendía los reproches de la gente ante ciertas actuaciones que realizaba, comprendía la pena que en ocasiones producía en los demás y el sentimiento de asco que su propio olor corporal generaba en los viandantes cuando se protegía en las estaciones de metro del rigor de la intemperie entre cientos de usuarios. Era conocedor de todas estas situaciones, aunque había conseguido que no le afectasen. Tan solo constituían para él un elemento más dentro del entorno hostil en que se había visto sumido y del que no encontraba modo de salir. Tal vez, en realidad había llegado a la conclusión de que no necesitaba salir, o puede que sencillamente no existiese salida. Una vez había atravesado el portal de la indignidad, no había vuelta atrás, no existía ninguna posibilidad de reingresar en el entorno social en que había pasado gran parte de su vida.

Sus manos siempre estaban ennegrecidas, posiblemente de igual modo que todo su cuerpo, pero los harapos, que a duras penas lo cubrían, no dejaban ver más allá de unos tobillos al aire constantemente inflamados por quién sabe qué infecciones y, en contadas ocasiones, coincidiendo con la época estival normalmente, cuando el calor se hacía insoportable, optaba por quedarse en manga corta -aunque se hace necesario presentar excusas por este eufemismo al referir los trozos de tela que mal cubrían su torso- con lo que la suciedad de las manos se extendía, como si de un cáncer de piel se tratase, a todo el cuerpo descubierto, haciendo nuestra imaginación el resto del trabajo para verle completamente ennegrecido. El pelo grasiento y ralo, en constante lucha por caerse y liberarse de un cuero cabelludo que apenas le servía como sostén, solía estar cubierto por un gorro de lana que, posiblemente, en algún momento estuviese lleno de colores, pero que el paso del tiempo había dejado en un gris pardo con franjas horizontales apenas reconocibles, herederas de los primigenios matices. Se le veía a veces con vendas en torno a las piernas y brazos, tal vez resultado de esas confrontaciones que sufría en su particular lucha por sobrevivir, pero estas estaban colocadas, al menos en apariencia, sobre la propia ropa, con lo que su supuesto efecto aséptico y protector no parece que pudiera cumplirse. Ni que decir tiene que su rostro mostraba barba, no era una barba densa y espesa, a pesar de que hacía algunos años que no se la cortaba, sino que se trataba de una barba con calvas, como aquella incipiente que los jóvenes suelen dejarse crecer para aparentar más edad de la que tienen o sencillamente por pereza y que no ha terminado de cerrar por falta de madurez, física en este caso. En realidad sus calvas no se debían a su escasa edad, sin que verdaderamente podamos atestiguarla y probablemente sin que él pudiese llegar a concretarla, sino más bien a alguna enfermedad infantil que le hubiese producido cicatrices donde el vello ya no puede aparecer ni crecer. Quién sabe si esta situación no habría generado en él traumas y sufrimientos en su edad juvenil y qué lejos quedaba este hecho de la realidad de su presente.

No debemos imaginárnosle como una persona huraña que camina encorvada, con la mirada caída y las cejas pobladas arrojando sombra sobre los ojos oscuros, impenetrables. No, en realidad su aspecto físico calcaba el de un pobre de los que acostumbramos a ver diariamente. Tampoco debe interpretarse esta proposición como un aforismo que estereotipe a las personas con menos recursos, líbreseme. Pero no es menos cierto que tras una ducha, lavado y afeitado y con una comida abundante, pero no excesiva, su presencia se nos haría irreconocible y él era consciente de ello, tal vez esta constituía su única y remota esperanza de retorno, tal vez este era el hecho que le ayudaba, tras su ruptura con la sociedad, a sencillamente sobrevivir. Una esperanza escondida en lo más profundo de su corazón. Una esperanza que la mayor parte del tiempo permanecía oculta a su propio entendimiento. Una esperanza que tan solo cuando, en contadas ocasiones, tenía la posibilidad de contemplar a otros que, injustamente hablando -pues establecer comparaciones en estas situaciones debería ser constitutivo de pecado capital, o salvando el término religioso para los no creyentes, pecado social- se encontraban en una situación peor a la suya, solía aflorar y le recordaba quién era y dónde estaba, pero, lo que sin lugar a dudas era peor, por qué estaba así. En cualquier caso, aún era capaz de ver incluso en su situación cierta ilusión, no tanto de salir de su vida, sino de sobrevivirla, lo cual no deja de ser una paradoja inextricable que solo en lo más profundo de su mente cobraba sentido, y de qué manera, ya que entendía que él había disfrutado de una situación infinitamente más favorable y cómoda durante mucho tiempo. Tal vez, solo tal vez, ya no era merecedor de tener esa vida satisfactoria, entrecomillada la palabra. Tal vez, la providencia había decidido que ese disfrute ya había terminado para él. No fue una persona creyente, al menos no especialmente, él mismo se declaraba agnóstico y en ocasiones, cuando todo marchaba bien, ateo. Después, en sus primeros contactos con su segunda realidad, aunque esta ya formaba parte indisoluble de su única y presente vida, cuando la pobreza comenzó a hacer mella sobre él, quiso encontrar una fe que hacía tiempo estaba perdida, pretendió hallar consuelo en un dios que no conocía y sobre el que, en lo más profundo de su ser, apenas creía en su existencia. En cambio se trataba del único asidero de esperanza que le quedaba. El tiempo le concedió el beneficio de la duda y quiso ver en algunas pinceladas de realidad la mano de un ser supremo al que cada día pedía auxilio. Su actitud, egoísta a la vista de cualquier dios, al que había rechazado durante la bonanza, pero al que recurría en la desesperación, era, a todas luces, desdeñable, pero al mismo tiempo ese dios al que acudía para enfrentarse a su abatimiento, en su omnipotencia, podría haber mostrado algo de clemencia para con él. Así pues, ese atisbo de fe se transformó en desconfianza y cólera ante lo que él consideraba una dejadez de las funciones que, como dios, debería haberse auto encomendado. Desaparecieron esos trazos de fe que en la angustia quisieron ser su sustento y el dios al que recurría, incapaz e inútil, o tal vez rencoroso, se tornó en oscuridad tras sus propias reflexiones para pasar finalmente a un profundo olvido. Frente a esto apareció la supervivencia como forma natural y humana de prosecución. Esta aparente ausencia de fines y objetivos en la vida que denostan a los seres humanos, que algunos pretenden encontrar en la fe, son fiel reflejo de la contradictoria miscelánea de racionalidad y naturaleza que se entremezclan en la existencia de los hombres. La tenue luz vital que, curiosamente, brillaba en él con fuerza, no podía hacerle entender otra cosa en su situación y con esta filosofía trascendente se enfrentaba a su particular día a día.

Su más reciente despertador era la empresa de limpieza que de manos de una señora de edad avanzada abría con estrépito la puerta de acceso al banco donde solía pasar las noches más frías desde hacía algún tiempo. Poco importaba si era ya de día o no, tampoco es de interés saber si era temprano. Al menos no para él. A nosotros nos aguijoneará la curiosidad el tener consciencia de esta situación por establecer algún tipo de comparación con nuestro propio horario o por saber si sería mucho o poco el sueño que esa hora nos provocaría. Baste decir que la limpieza de cualquier local, y este banco no era menos, suele producirse bastante antes de que lleguen los trabajadores. La presencia de la señora con el batín en el que se podía leer escrito el nombre de la empresa de limpieza casi se había convertido en algo cotidiano para él hasta el punto de que le había permitido recuperar en parte el concepto semanal de tiempo , llegando los fines de semana a tener la sensación de poder quedarse algún rato más en su cobijo, pues a cualquiera le produciría vergüenza hablar, en estas condiciones, de un lecho. Se saludaban con un cordial, pero distante, Buenos días, que, de algún modo, corroboraba la obligación que él tenía de marcharse. Siempre lo hacía antes de que ella saliese una vez completada la faena en el interior. Ella por su parte, tras entrar, inmediatamente cerraba la puerta con llave. Tal vez le producía inquietud su presencia, aunque más bien y tras varias semanas repitiendo la misma escena así se encontraba segura y prefería mantener las distancias. Él se vestía, así relatado suena como si se diese una ducha, se peinase, se secase, tomase ropa limpia de su ropero y tras elegir convenientemente la corbata que mejor combinase con su traje, se la pusiese, prestando gran atención al nudo y al cuello de la camisa. Nada más lejos de la realidad. Al decir se vestía, pretendemos expresar, con una indicación que forma parte de nuestro día a día, que se echaba la manta que le había servido de abrigo junto a los cartones alrededor de su torso para colocarse encima los restos de un gabán procedente de alguna casa de beneficencia y, posteriormente, disponía todos esos cartones y periódicos bien doblados sobre el suelo y los ataba con un pequeño cordel para poder llevarlos a su escondite particular con el objeto de realizar su periplo diario y poder recuperarlos por la noche si se terciaba la vuelta al soportal del banco para pernoctar. Hubo un tiempo en que usaba uno de esos carritos de compra de supermercados, pero rápidamente fue consciente del peligro que eso suponía, pues fueron varios los intentos de robo que sufrió por los que podríamos llamar, compañeros suyos. Resultaba demasiado llamativo, no era buena idea ir por las calles con un artilugio así. Además, por las noches, apenas si conseguía descansar puesto que debía permanecer constantemente pendiente y al cuidado del dichoso carro. En realidad, cuando decidió dejarlo debajo de un puente fue consciente de que apenas si tuvo que abandonar algunas cosas, que bien pensado le resultaban inútiles. Hasta el más pobre almacena cosas inservibles.

Retomaba su día procurándose alimento y descansando en bancos y plazas, huyendo de zonas que él consideraba conflictivas y evitando siempre el contacto con la gente. Nunca pedía limosna, aunque es cierto, como ya se ha dicho, que en ocasiones la recibía. En realidad toda su jornada, cubiertas sus necesidades básicas, la pasaba pensando, reflexionando, analizando lo que le rodeaba, observando cada detalle, pero sin avanzar más allá, no había conclusiones, tan solo rumiaba, a través de sus sentidos, todo lo que le envolvía sin que se produjese en su mente ningún avance, siempre escudriñándolo todo. Toda esta información sencillamente la almacenaba, la interiorizaba, actuaba como si fuese una esponja capaz de absorberlo todo, pero incapaz de vaciarse. En muy contadas ocasiones y casi forzado por una saturación natural, cansado, se recostaba contra la fachada de algún edificio, sentado en el suelo con los ojos cerrados y procurándose siempre algún rayo de sol, comenzaba a dormitar y planteaba situaciones hipotéticas, buscaba respuestas con toda la información que se había procurado, intentaba mirar más allá del presente que estaba viviendo. Entonces lloraba. Era consciente de lo que era, de lo que había sido y de lo que no podría llegar a ser. El ser humano tiene la asombrosa capacidad de acostumbrarse prácticamente a cualquier cosa, inclusive cuando se circunda peligrosa y constantemente la muerte. La historia de la humanidad lo viene demostrando desde la antigüedad. Seguramente lo hizo también cuando, debido a los más extraños e incomprensibles azares de la vida, el hombre perdió sus naturales cualidades para adaptarse al medio y se transformaron en condiciones racionales, pero, a partir de ese momento y una vez superadas las trabas físicas a las que el medio sometía al hombre, por mor de la vida en sociedad, este ha sido capaz de adaptarse a sí mismo y a su condición humana. Cuando esa duermevela en que le sumían sus observaciones se transformaba realmente en sueño, conseguía descansar algo y encontraba la paz interior que necesitaba para prolongar su vida al menos un día más.

Fotografía: www.hablandoalverre.wordpress.com


Mérida a 4 de mayo de 2014


Rubén Cabecera Soriano.