La identidad perdida. (Parte iii).



Llevaba ya algún rato sentado. Sin embargo, no recuerdo la espera como tensa. El silencio se apoderó de nosotros, del banco, del parque, de la ciudad, tal vez de todo el mundo que, para mí, hasta entonces era conocido. Nada parecía capaz de romper ese silencio aterrador y al mismo tiempo tan agradable que nos sumía en un lapso temporal que estaba desaprovechando en intentar averiguar quién era esa persona tan insólita al lado de la cual me había sentado y que parecía saber tanto de mí, diciéndome lo poco que sabía de mí mismo, cuando, en realidad, bien podría estar pensando precisamente en eso, en cuán poco sabía yo de mí mismo. En realidad era absolutamente cierto, yo, sin saberlo, sabía muy poco de mí. Mi yo se limitaba a aquello en que la sociedad me había convertido, era poco menos que un autómata incapaz de repetir con precisión, por tener, y así lo reconozco, las facultades mermadas y no por rebeldía, aquello para lo que me habían programado. Aunque, tal vez, precisamente esas carencias en mis aptitudes eran las que me salvarían, las que me permitirían salir de donde estaba, que no era sino un vacío existencial repleto, paradójicamente, de nimiedades y menudencias con las que mi entorno me había engatusado para convencerme de que vivía una felicidad que era, en el fondo, absolutamente irreal. No había sido consciente de ello hasta entonces, hasta el encuentro con este extraño ser que, como si de un ángel salvador se tratase, me estaba sacando de un pozo cuyas paredes estaban pintadas de un precioso color rosa que me tenía embobado y que no me permitía identificar la profundidad y la oscuridad que rodeaba mi mente. Vivía una mentira. Que te cuenten la verdad puede ser duro, pero que te hagan verla a ti mismo, que la reconozcas como consecuencia de un proceso mental propio, aunque hubiese sido inducido, lo es mucho más. Se sufre. Yo estaba sufriendo. Ahora lo recuerdo con alegría, pues ese proceso fue lo que me permitió salir de ese abismo en el que me encontraba sumido, pero debo reconocer que el proceso fue terrible ya que no es fácil reconocer que llevas más de cuarenta años viviendo una mentira, además, una mentira de la que ni siquiera puede decirse que hubiese sido yo mismo el creador como mecanismo defensa para mí mismo por quién sabe qué circunstancias, sino más bien una mentira que han montado alrededor de ti para que creas lo que han querido que creas sin que seas consciente de ello.

Y allí seguía yo, naufragado en mis absurdas reflexiones con las que intentaba ubicar en algún momento de mi vida al ser que estaba a mi lado y reconocerle a pesar de que sabía perfectamente que no le conocía, es absurdo perderse en pensamientos tan pueriles, pero era incapaz de plantearme alternativa mental alguna. Estaba perdiendo una vez más el tiempo, como tantas veces en mi vida, como siempre había hecho, sin saberlo también una vez más. Oscurecía cuando volvió a dirigirse a mí, Busca, eso fue lo que me dijo. Una sola palabra, aislada, descontextualizada. Tuve la impresión de que la había dicho inopinadamente, sencillamente porque sí, sin que tuviese un sentido más profundo. Entonces se levantó y sin dedicarme una simple mirada insinuando algo parecido a una despedida se marchó. Había estado con él durante casi todo el día, sentado, a su lado. Apenas habíamos intercambiado unas palabras, si es que puede llamársele intercambio de palabras a las frases que me había lanzado, y ahora se iba así, sin más. No podía permitirlo. Me levanté con la intención de detenerle, me veía a mí mismo agarrándole del brazo y reclamándole una explicación, al menos una simple aclaración, pero en el instante en que me decidí a hacerlo, él ya no estaba. No puedo decir que hubiese desaparecido sin más, creo que sencillamente la oscuridad de la incipiente noche le había ocultado ante mis ojos, pero reconozco que durante un instante tuve la sensación de que había estado junto a un espectro, y reconozco que eso habría sido casi un alivio, porque mi siguiente pensamiento fue que en realidad todo había sido fruto de mi imaginación. Tal vez me estaba volviendo loco. Como quiera que no pude localizarle, decidí que al día siguiente iría a ver a un psiquiatra amigo mío para contarle estas extrañas experiencias que estaba viviendo desde hacía unos días. En realidad no estaba del todo convencido de que esa fuese una buena idea, pero seguramente fue mi desesperación la que me hizo inclinarme por dicha alternativa. Seguramente se reiría de mí, teníamos mucha confianza y se lo podría permitir, pero yo me quedaría más tranquilo si un profesional me aclaraba qué estaba pasando por mi cabeza.

Llegué a mi casa abstraído en estos pensamientos cuando recobré el sentido de la realidad que me rodeaba. Tenía hambre, hambre y sed. Mucha. Llevaba casi todo el día sin tomar alimento alguno y el estómago me golpeó con fuerza hasta conseguir borrar de mi mente cualquier absurda preocupación y logró que me centrase en aquello que era realmente importante para mi cuerpo, una ración de comida que me hiciese recuperar las fuerzas; sentía que me encontraba débil. En no demasiado tiempo aprehendería que estas sensaciones pueden ser controladas, eliminadas, que la mente puede estar por encima de las necesidades físicas del cuerpo. Me preparé un bocadillo con restos que encontré en el frigorífico y las dos últimas rebanadas de pan de molde que quedaban en la despensa. Lo devoré. Casi sin masticar. Sin masticar en verdad. Lo engullí con gran apetito y enseguida tuve la necesidad de tomar agua. La tragué con idéntica avidez hasta encontrarme saciado. Al menos lo suficientemente saciado como para acallar mis tripas. Me aseé. Me cambié. Me metí en la cama. Cerré los ojos. Allí estaba él. Nuevamente. Ahora sí que era mi imaginación. De eso no había lugar a dudas. Estaba en mi mente porque yo, de forma más o menos consciente, así lo quería. Solo que no podía verle la cara, no se la identificaba. Sin embargo, era consciente de que le había mirado, de que había observado detalles en su rostro que habitualmente me pasaban desapercibidos con cualquier otra persona, pero ahora no le veía. Su cara estaba vacía, como si no existiese, como si su rostro careciese de ojos, de boca, de nariz, como si sus rasgos faciales se hubiesen borrado. Como si no tuviese identidad.



Fotografía: eclasis.com