Veintidós de febrero
de 2015. La mañana es preciosa, soleada, aunque ligeramente fría. Sevilla, la
ciudad de mil encantos, me acoge con un cielo luminoso que invita a disfrutar
de ella. La hora, cercana a las nueve de la mañana, temprano, pero eso no es
problema. El calentamiento previo a la salida se ha alargado algo más de lo
deseable y ha sido más fuerte de lo recomendado por circunstancias
extradeportivas, pero, aun así, los ánimos están intactos y la emoción a flor
de piel y, como yo, los algo más de once mil corredores participantes. Esa
sensación se siente. El ambiente está cargado de buenos deseos, de
compañerismo, de sonrisas nerviosas, de saltitos compulsivos, de cuerpos
doblados para atarse por enésima vez los cordones de las zapatillas, de
estiramientos de todo tipo y de golpes con las palmas de las manos en los
músculos de las piernas para activarlos. Mi cajón de salida es de color verde,
la organización prevé que haga un buen tiempo, yo, en el fondo, también, aunque
intento convencerme de que no importa demasiado. Llego a mi posición con el
tiempo justo para la salida. La precipitación no es buen socio para una carrera, pero incluso así me
da tiempo a saludar a un compañero de otras carreras. Me hace ilusión ver a
alguien conocido, ¿Cuánto quieres hacer?;
No sé, a ver cómo estoy, ¿cuál es tu mejor marca aquí?; ¿Seguimos al globo?; A
ver cómo andamos de fuerzas; Suerte; Suerte.
Quiero disfrutar, a
pesar de que sé que sufriré, a pesar de que terminaré exhausto si logro llegar
al final, a pesar de que la fuerzas flaquearán y será mi cabeza la que tenga
que tirar de mi cuerpo. Lo sé porque no es la primera vez que corro una
maratón. No es la primera vez que me enfrento a los 42 kilómetros y 195 metros
que separan la salida de la meta. Una distancia que pone al cuerpo al límite de
su capacidad física, pero que lleva a la mente a un estado casi de éxtasis
permanente en el que se convierte en el auténtico motor del organismo. Cuando
las piernas dicen para, el cerebro tiene que tomar el relevo y someter a los
músculos que buscan rebelarse porque no quieren seguir sufriendo, ellos no
comprenden. Y, sin embargo, hay cierto placer en hacerlo, uno siente goce al
buscar y encontrar el límite del cuerpo, al dominar nuestro sistema locomotor:
Esto, extrañamente, sirve para conocerse, sirve para saber hasta dónde se puede
llegar. Es un reto, un reto precioso del que se llega a disfrutar, a pesar de
que en ocasiones resultamos incomprendidos e incluso se nos mira con extrañeza,
pero también se nos admira: Es la capacidad de sacrificio. Es el abnegado
esfuerzo con el que nos enfrentamos los que corremos cada día a los entrenos,
da igual que llueva, nieve, haga frío o calor, uno se coloca las zapatillas
para correr porque lo necesita, porque ha llegado un momento en que la carrera forma
parte de él. Correr es una droga que produce efectos maravillosos, que te
permite conocerte más y mejor y te ayuda a llegar adonde necesites, aunque no
tengas que ir corriendo.
La cuenta atrás se ha
iniciado, Diez, nueve, ocho, siete, seis,
cinco, cuatro, tres, dos, uno…, un disparo nos da la salida y todos progresamos,
nadie va hacia atrás, todos avanzan para pasar por debajo de la línea de
salida, para iniciar su carrera, la de una lucha contra uno mismo que durará lo
que tenga que durar, pero cuyo fin es llegar. Nadie corre para huir, todos
corremos para llegar. Eso es lo que nos mueve, la meta, nuestra meta. Aquellos
que no logren alcanzarla tendrán todo el apoyo y el reconocimiento de quienes
sí lo hagan. El esfuerzo está ahí, el valor lo han demostrado sobradamente.
Siempre habrá otra oportunidad y, con seguridad, se volverá a intentar. Los
corredores no dejan espinitas clavadas en sus piernas. Siempre terminan
sacándoselas.
Los primeros metros
son emocionantes. El cuerpo está inquieto, quiere adelantar, las piernas piden
sangre para correr y también aquí la mente ejerce su papel indispensable,
intenta controlar los impulsos de los pies que buscan alas con las que volar.
La paciencia es otra gran virtud de los corredores, junto con la constancia.
Seguramente nadie ha contado nunca las zancadas que se dan a lo largo de una
carrera como esta, pero son miles, una tras otra, con tesón, sin descanso,
algunas más largas, otras más cortas, pero siempre consecutivas, siempre
seguidas, siempre repetidas, siempre corriendo, siempre. Tras los primeros
kilómetros, uno encuentra su hueco, su posición, su ritmo. Uno comienza a sudar
de verdad. Los que más arriesgan, los más reservones, todos saben a qué se
enfrentan y lo hacen desde el respeto por el asfalto, desde el respeto a la
distancia.
Kilómetro tras
kilómetro la gente aplaude, anima, vitorea el esfuerzo de cada corredor, eso
ayuda. Sevilla se vuelca con el atletismo, con los deportistas. El cuerpo
tiembla cuando oyes tu nombre, aunque solo sea porque lo hayan leído en el
dorsal. Te emocionas. No estamos haciendo
ninguna locura, ¿verdad?; Vamos bien, ¿vas bien?; Sí, ¿a ver cuánto aguantamos?,
esa conversación la tienes con tu compañero, yo la tuve tras haber recorrido
más de la mitad de la distancia. Íbamos a nuestro ritmo, bueno o malo, eso es
relativo, es nuestro ritmo. No suelo correr acompañado, pero aquí nos juntamos
un pequeño grupo, muy bueno. En esto también nos parecemos los corredores,
corremos solos, pero sabemos correr con gente, son amigos, aunque no los hayas
visto nunca. Buscamos el mismo apoyo que ofrecemos cuando sabemos que toca
sufrir. Nos ayudamos, aunque solo sea una frase, o un vaso de agua de un
avituallamiento que se le ha escapado a nuestro compañero. No hay maldad, no
hay envidia, unos corren más, otros menos, todos corremos. Eso nos une.
La carrera prosigue
impasible. Ha llegado el momento de sufrir, a unos les llega antes, otros los
soportan más tiempo, pero siempre nos alcanza. Quieres llorar, pero prefieres
correr. Comienza el dolor, puede ser la pierna, la rodilla o algún tendón. En
mi caso es el tobillo, que sufrió un desgraciado, aunque no muy grave, esguince
el día antes, pero me respetó hasta casi el final. Es el kilómetro treinta y
nueve, justo después de recibir el cálido aplauso de los que me quieren, ese
que te anima a seguir porque ya no queda nada. A partir de ese instante el
tobillo dijo basta. Solo a tres kilómetros de la meta, pero una distancia
suficiente como para sentir dolor durante mucho tiempo. Comienzas a cojear, el
ritmo baja porque cada apoyo es una tortura, el pie izquierdo no responde como
debiera, pero sorprendentemente sigues, no te lo explicas, ya no es el cerebro
el que manda, es el corazón. Ahora sí, ahora te das cuenta de que sabes sufrir,
de que cuando estás vacío, puedes continuar porque siempre existe un resquicio,
una fisura a través de la cual ves la luz, ves la meta. Llevas recorridos casi
cuarenta kilómetros a “trescincuenta”
como se dice en el argot atlético, ahora prefieres no mirar el reloj, sabes que
vas lento, mucho, a pesar de que las piernas pueden dar más, pero manda el
dolor del tobillo, sufres, pero sigues. Es sorprendente. Asombroso. Una
maravillosa muestra de superación. Tal vez no se pueda comprender, tal vez sea
una locura, pero no por ello es menos real. El estadio ofrece su entrada y un
grave frío se apodera de tu cuerpo. La meta está ahí. El túnel de acceso
oscurece el día y a la salida el estadio te recibe con un vibrante y soleado
aplauso que hace que tu corazón palpite a un ritmo mayor aún al que te ha
permitido llegar hasta allí. Ahora sí lloras, pero no es de dolor. Es de
felicidad.
Dos horas, cuarenta y cinco minutos y cuarenta
nueve segundos indica el marcador cuando atravieso la meta. La organización
estima nueve segundos menos, que es el tiempo que tardé en llegar a la salida
porque había muchos corredores delante de mí. Mi crono marca algo menos. En
realidad poco importa. Has llegado, he llegado. Gracias, eso es lo primero que
pienso. No por haber terminado. En el fondo sabía que lo lograría, incluso en
los momentos más duros, a pesar de que siempre se corre desde el respeto a la
distancia porque sabes que el esfuerzo es grande y eso impone. Gracias porque
hay mucha gente que ha confiado, que sabía que lo iba a lograr. Gracias a
Alberto (@salamancainef) que me afila las piernas como solo él sabe hacer, con todas las
dificultades que mis horarios tienen. Gracias a Rosi (RSG FISIOTERAPIA) que me
las cuida sin piedad a pesar de que yo le pido compasión. Gracias a Cristina
por su comprensión. Gracias a mis queridos compañeros del Autobús por sus
incansables ánimos. Gracias a la organización porque ha sido perfecta, gracias,
miles de gracias a los voluntarios, gracias al público, gracias a los
patrocinadores, no me queda más remedio que hacerlo así: He bebido su agua, he
comido su fruta, he tomado su cerveza, sus pizzas, muchas gracias de corazón.
Sé que no es mucho, pero quiero dedicaros a todos esta carrera.
Fotografía: Pablo Canela Gómez
Mérida a 22 de febrero
de 2015.
Rubén Cabecera
Soriano.