En mis ratos de
insomnio pienso mucho, demasiado tal vez. Repaso una y otra vez lo que tengo y
lo que tuve. Nunca me paro a elucubrar sobre lo que tendré. Me encuentro en una
caja, no es muy grande. Las paredes son blancas y no hay techo, aunque cuando
miro hacia arriba no sé si estoy viendo el cielo, a pesar de la intensidad del
azul que contemplan mis ojos. El suelo también es blanco y, por suerte, lo
suficientemente blando como para que me pueda tumbar sobre él y así evitar
destrozarme la espalda cuando intento descansar durante lo que, a mi parecer,
son las noches. Una de las paredes tiene un reloj de agujas. Resulta
sorprendente comprobar cómo la linealidad del tiempo se refleja en un aparato
cuyo automatismo es repetitivamente circular. Otra pared tiene un espejo, pero
no suelo mirarme en él, creo que me da miedo comprobar qué refleja, me da miedo
mi propio rostro. Las otras dos paredes están vacías. Por lo demás el espacio
me resulta cómodo, no necesito mucho más, sobre todo teniendo en cuenta cómo
llegué aquí.
Hace algún tiempo,
indeterminado para mí, seguramente en mi juventud, me enamoré de alguien. Era
lo natural, lo lógico, lo apropiado para la edad. Las hormonas hacen bien su
trabajo y la materia gris, nuestra alma, se deja engañar con facilidad –sin que
esto signifique que el amor sea un engaño-, arrastrando a nuestro corazón –no
el órgano vital, sino la parte del alma que escapa del control del cerebro- a
un cúmulo de sensaciones inexplicables para la estable corporeidad humana.
Nadie me advirtió que el amor no era eterno y menos aún que cuando se termina,
si lo hace de forma unilateral en la pareja –cuestión esta irrefutable que se
produce sistemáticamente aunque sea de forma fortuita-, lo siguiente que acontece
es un intenso y, a la par, inexplicable dolor que no se puede ubicar en ninguna
parte de nuestro cuerpo, pero que persiste en todo él y contra el que no parece
existir medicación alguna, que yo conozca, más allá de pasajeros alivios. Si
bien, la curación finalmente llega, pues nadie muere de amor –ni de desamor-
solo que uno debe tener por virtud la paciencia y haber tenido la suerte de no
caer muy profundo en ese pozo, a veces aparentemente sin fondo, que es
construido por el dolor amoroso. Yo, por aquel entonces pleno de fe y lleno de
inocencia, consideraba que esta circunstancia respondía a alguna suerte de
error o broma de mal gusto consumada por la vida de la que, en un plazo
relativamente breve –léase en el párrafo inicial de este texto la paradójica
interpretación lineal del tiempo que hacen los relojes de aguja- saldría por
mis propios medios, riéndome a carcajadas, y dispuesto a caer nuevamente en las
redes de este dichoso sentimiento. Nada más lejos de la realidad. Pedí con todo
mi ser dejar de sufrir por algo que, a mi parecer, no merecía, pero la
burocracia en los cielos es sumamente lenta y mi petición debió caer en una
mesa con demasiados expedientes como para que se resolviese en un plazo
razonable para mí. Así que la única alternativa a mi alcance, que a la postre
también me permitió desarrollar utilísimas virtudes personales por explotar,
fue luchar por inhibir la capacidad de amar gracias al uso de mi paciencia y mi
constancia, es decir, quise dejar de amar.
Llegados a este
punto creo que es necesario aclarar ciertas cuestiones. El amor no es único. Me
explico, se puede amar a los padres, a los hermanos, a los hijos, a la pareja,
supongo que incluso a una mascota o a un libro, aunque en mi caso no he llegado
a estos extremos, pero también se puede dejar de amar a los padres, a los hermanos,
a los hijos, a la pareja y, en la misma suposición, incluso a la mascota o al
libro –lo cual, dicho sea de paso, sería una verdadera pena-. Quiero decir con
esto que uno, tras gran esfuerzo y empleando la suficiente perseverancia puede
dejar de amar, digamos a la pareja, sin que por eso vaya a dejar de amar a su
perro. De otra parte, aunque tradicionalmente se han confundido amor y querer,
en mi humilde opinión, tras mucha reflexión –recuérdese que pienso mucho- y
supongo que experiencia en igual cantidad, resulta relativamente sencillo
diferenciarlos. Posiblemente aclarar esta situación nos llevaría algún tiempo
del que no dispongo ahora con lo que anticipo mis disculpas a la breve
explicación que paso a realizar y que se fundamente sencillamente en la
definición de cada término -en la acepción que humildemente considero más
acertada- extraída de nuestro Diccionario de la Real Academia de la lengua:
Amar.- Tener amor a alguien o algo; Amor.- Sentimiento intenso del ser humano que, partiendo de su
propia insuficiencia, necesita y busca el encuentro y unión con otro ser.
Querer.- [Amar], tener cariño, voluntad o inclinación a alguien o
algo. Cariño.- Inclinación de amor o
buen afecto que se siente hacia alguien o algo.
A la vista de las
definiciones casi resulta una obviedad aclarar los términos, aún así me permito
hacerlo sin que pretenda ser una ofensa a la inteligencia de nadie. El amor
implica intensidad como consecuencia de la insuficiencia que padecemos desde el
punto de vista sentimental, con lo cual requerimos en el aspecto en que seamos
más “débiles” un complemento, que es lo amado. El cariño indica una tendencia
afectiva que se tiene para aquello sobre lo que sentimos ese cariño, esto es,
lo querido. Así pues, dejar de querer puede ser relativamente fácil, pues no
eliminamos en nosotros mismos la parte que nos complementa en nuestro
incompleto ser, mientras que dejar de amar nos hiere, en ocasiones de muerte
–sin que esta llegue nunca a producirse como se ha aclarado anteriormente-.
Tampoco nos llevemos a engaños, no amar, mejor aún, no querer amar y
conseguirlo –al menos en apariencia-, no quiere decir que seamos perfectos,
nada más lejos de la realidad, solo significa que soportamos, con mayor o menor
dignidad, nuestra imperfección. Y tras estas pertinentes definiciones prosigo.
El gran esfuerzo
con el que me enfrenté al dolor y que, en realidad, solo el tiempo me permitió
superar, también me sirvió para dejar de amar, que era la solución buscada ante
la parsimonia del papeleo celestial y que, a mis ojos, era la única opción para
evitar en el futuro los males del desamor. Lo curioso fue que cuando alcancé
ese objetivo, me vi repentinamente metido en esta caja blanca y, tal y como
decía, no es un sitio en el que se esté mal, no hay lujos, ni exuberancia en
exceso, pero me permite vivir cómodamente. He oído, en ocasiones, cómo hay
personas –supongo que eso son- que llaman desde el exterior, pero, al no haber
puerta, difícilmente puedo averiguar siquiera quién es.
El otro día
descubrí un detalle que se me había pasado desapercibido. En una de las paredes,
supuestamente vacías, comprobé la existencia de un ojo de cerradura. El pequeño
boquete me llamó la atención al caer la tarde porque una tenue sombra se colaba
por el agujero y provocaba en la pared una suerte de minúscula mancha negra
difícilmente perceptible. Tomé la determinación de acercarme, cosa por otra
parte poco habitual a la vista de la comodidad de mi mundo, en el que cualquier
elemento extraño supone perturbar la calma en la que vivo y que me reconforta
sobremanera. Se intuía cierta claridad a través de la cerradura y asomé el ojo
izquierdo para comprobar si se atisbaba algo de interés, aunque podría decirse
que albergaba la esperanza de no encontrar nada que me llamase la atención.
Todo era verde, árboles, flores, algún que otro pájaro. Verdaderamente hermoso,
pero a mi parecer inalcanzable y seguramente poco práctico por los cuidados que
habría realizar para mantener semejante esplendor. Lo único que pude reconocer,
porque así lo percibía todos los días, era el cielo azul con el que me
despertaba cada mañana y me dormía cada noche. Pasé muchos días observando ese
mundo exterior a través de la cerradura, tenía la sensación de estar
disfrutando, incluso divirtiéndome con la visión que me ofrecía ese pequeño
agujero. En cualquier caso esa cerradura poco significaba para mí, puesto que
carecía de puerta y, en el supuesto de que existiese, no tenía la llave con la
que abrirla y ni tan siquiera recordaba haberla tenido nunca. Inopinadamente un
día la llave apareció puesta, como por arte de magia. Un temblor indescriptible
me encogió el corazón y me acongojó hasta trastornar mi ordenada mente.
Armándome de valor, y posiblemente en una actitud algo temeraria, decidí
acercarme y hacer girar la llave. Mi torpeza y falta de práctica puso de
manifiesto el olvido por mi parte de los más básicos principios de apertura de
cerraduras y fueron varios los intentos que tuve que realizar hasta conseguir
hacer que la llave cumpliese su cometido que, con un tenue ruidito, pareció remover
unos engranajes oxidados que provocaron la caída de la pared adyacente, la otra
que quedaba vacía. La atravesé una vez se hubo apoyado en el suelo y en ese
instante comprobé en toda su magnificencia aquello que apenas vislumbraba a
través del pequeño agujero en la pared. Era maravilloso. Desde entonces llevo la llave colgada del cuello.
Imagen: www.fileasweb.fr,
Magritte, La reproduction interdite, 1937
Mérida a 4 de septiembre de 2014.
Rubén Cabecera Soriano.