Subía por la ladera de la montaña. Llevaba un cubo
lleno de agua. A rebosar. Algunas gotas se escapaban de la superficie del
líquido y mojaban el costado de la camisa afranelada de la niña.
Jadeaba por el esfuerzo, pero no perdía la sonrisa,
¿cómo podría si llevaba agua para un potrillo? Era blanco, aunque tenía unas
manchas negras en su cabeza. Llamémoslas pecas. Sí, tenía pecas. Ella se las
había contado una y otra vez, once, ni más ni menos y once eran los años que ella tenía. No era mujer,
aún era niña, y seguía sonriendo, sólo los mayores sabemos disimular nuestros
sentimientos, fue entonces cuando dejamos de ser niños, ¡pobre de nosotros! Del
color de su pelo no me acuerdo, del de sus ojos tampoco, solo recuerdo que era,
como su pequeño
caballo, de tez blanca, porque pura no es color, aunque tal
vez debiera serlo, al menos para esta niña.
Si era guapa o no poco importa y solo el tiempo lo
dirá, pero sí que añoran mis ojos la belleza que irradiaba, era hermosura,
inocencia. Sus manos, trabajadoras, seguían siendo infantiles, aún no estaban
curtidas. A veces la vida es cruel y encallece los dedos y las palmas de las
manos, pero más lo es cuando lo hace con el corazón.
Repaso una y otra vez su rostro y voy recordando
detalles, pero no es momento de describirlo porque la niña llega ya a la pradera en la que
el potrillo descansa con su madre. Acurrucado está junto a ella y diríamos
apoltronado si no fuera palabra que peyora a aquel de quien se dice. Con un
movimiento pausado de su cabeza, la yegua adivina la presencia de la niña. Da
con el hocico a su hijito que, quejumbroso y sin comprender, se levanta; no
siempre sabemos ser hijos. El pequeño no puede bufar, de ser humano lo haría, aunque
en cuanto ve a la niña olvida el fastidio y salta, corre, revolotearía de ser
ave, pero cada uno es lo que es y no podemos ser otra cosa por más que lo
deseemos. Inexpertos nosotros de la vida creemos ver sonreír a la madre por la
alegría de su pequeño, ningún agradecimiento le vale más que eso. El corazón
nos hace ver lo que no hay, nadie enseñó a los caballos a sonreír; qué afortunados somos nosotros, sin embargo, que podemos,
aunque a veces no sepamos a quién ni qué, agradecer y sonreír.
El potrillo sale al encuentro de la niña, ella deja el cubo en
la tierra, qué grande es, pero tan solo un cubo así podría colmarla porque sabe
que saciará la sed de su pequeño caballo. Lo acaricia, él se deja. El cubo ya
no rebosa, pero poco importa. Hay suficiente agua si el cariño la trajo, no
sobrará, es bastante.
La niña le cuenta
las pecas, son su edad.
Juegan, se
revuelcan, saltan, se ensucian, corren, tropiezan,... Son niños. Un par de ojos
no pierden detalle, brillan, ¿quién se atrevería a decir que no es felicidad?
Nadie descubrió nunca nada sobre el alma de los caballos, así pues, es de
felicidad de lo que brillan. Cuando
el cansancio hizo mella en el potro y en la niña, ella sacó un pedacito de
queso que acompañó con su mendrugo de pan, mientras él, aunque solo sea
potrillo ¿por qué no iba a merecer el pronombre?, bebía agua del cubo,
mordisqueando de vez en cuando la hierba de alrededor.
Nada dijimos del
cielo, pero si alzamos la vista lo veremos azul. Yo no veo nubes, quizá tú sí,
pues miras con otros ojos, pero seguro que nadie ve arreboles, pues no aparecieron
hasta el final de la tarde, cuando el sol, olvidadizo como cada día, se retiró
para buscar la luna. El atardecer siempre es bonito, pero en este cuento lo era
más aún, aunque a la niña le entristecía. Pobre potrillo que, sin comprender,
entendía, y se acercaba para dejarse acariciar. A veces a los hombres nos sobra
la razón. Ella se levanta y recoge el cubo que, aunque vacío ahora, como cada
día, pesa mucho más que lleno, pues es el corazón quien debe portarlo para
bajar por la ladera de la montaña, a pesar de que mañana la niña volverá a
subir cargándolo con alegría, pero ya serán doce los años que tenga y las pecas
de su caballito seguirán siendo once.
Mérida a 14 de
marzo de 2014.
Rubén Cabecera
Soriano.