Se dirigía, como cada viernes tras salir del trabajo, al parque para
sentarse un rato a tomar el sol y comprobar cómo había evolucionado la lista
Forbes de los cien mayores multimillonarios del mundo. La imprimía en su
trabajo y la escondía pues no quería que nadie supiese de su odio a los ricos,
especialmente su jefe, al que maldecía en secreto cada vez que le veía aparcar
su flamante deportivo en el estacionamiento que tenía reservado a la entrada de
las oficinas de vidrio y acero en que trabajaba mientras que él debía tomar
varios trenes y autobuses públicos para llegar a su lugar de trabajo. En alguna
ocasión intentó llegar en su utilitario, pero tardó tanto por causa de los
atascos en las vías de acceso al parque industrial que recibió la seca
reprimenda de su supervisor que le advirtió que no volviese a repetirlo. Se
sintió tan denostado que se juró odio eterno a todos los ricos que podían
permitirse el lujo de llegar a la hora que deseasen sin tener que dar
explicaciones a nadie y, sobre todo, que nadie se las exigiese.
La lista no presentaba cambios desde la revisión de la última semana,
nada nuevo, era previsible. Se fue al último de la lista y lo tachó y luego el
siguiente y el siguiente, así sucesivamente hasta llegar el primero. Lo hacía
al tiempo que revisaba en el periódico las cotizaciones de las acciones de las
empresas de los que iba tachando y comprobó cómo casi todas tenían subidas
apenas perceptibles. Decidió que conservaría sus escasas acciones de algunas de
esas empresas durante más tiempo. Después leyó algunos artículos del periódico
en los que se hablaban de los cambios que se estaban produciendo a nivel
mundial en los movimientos de capitales, de cómo estos fluctuaban y encontraban
nuevos resquicios en los sistemas de control para escapar del fisco, mientras
lo leía meditaba acerca de cómo los ciudadanos de a pie como él no disponían de
los recursos suficientes para poder realizar esas complejas operaciones de
ingeniería financiera que siempre resultaban impunes y cómo él desearía poder
tener a su alcance esos recursos para poder obrar igualmente; los odiaba
profundamente.
De vuelta a casa se pasó por el estanco donde su buen amigo Manuel le
esperaría con el boleto de lotería de siempre. Llevaba jugando el mismo número
desde hacía más de veinte años. Y como siempre nada más cogerlo le plantaría un
beso como si de su amor más querido se tratase antes de guardárselo en la
cartera. Tras pagar al estanquero se dirigió a su casa, pero se cruzó en su
camino con un pobre miserable que pedía para comer. Mirándole de soslayo, pero
con desprecio le ignoró y prosiguió su camino tras sacudirse la supuesta
suciedad que el pedigüeño le había dejado en la manga al sujetarle para que le
atendiese. Un mueca de malestar le llenaba el rostro; con lo bien que lo estaba
pasando imaginando toda clase de males para esos malditos ricos… No dejaba de
pensar cómo todo funcionaba magníficamente bien para los ricos a costa del
sufrimiento de los demás, cómo era posible que toda la humanidad no se uniese
contra esos pocos que lo manejaban todo, cómo podían seguir soportando día tras
día semejante abuso, ¿por qué no reaccionaban?, se preguntaba. ¿Era posible que
ejerciesen un control tan férreo en la política, en los medios de comunicación
que controlaban enteramente, y en la propia sociedad como para impedir una más
que necesaria y evidente revolución? Si se lo propusiesen él estaría dispuesto
a encabezarla y si fuese imprescindible sería capaz de utilizar la fuerza. Lo
tenía claro, ¿o no? Tal vez no estaba dispuesto a hacer los sacrificios
necesarios para llegar a una sociedad igualitaria. Tal vez confundía odio con
envidia.
Foto: http://odiodeclase.blogspot.com.es/
Mérida a 16 de febrero de 2014.
Rubén Cabecera Soriano.