No sé cuántas
personas hicieron el recorrido, tampoco importa demasiado la ciudad en la que
lo hice -aunque emociona el hecho de que se repitiese por toda la geografía nacional-.
Sin embargo, me maravilló el compromiso de la gente, la solidaridad que
mostraron y la entrega por parte de los organizadores. Niñas y niños, abuelas y
abuelos, madres y padres, mujeres, y gente que, como yo, sencillamente nos
unimos a una marcha que nos atrapó inesperadamente y a la que no podía dársele
la espalda; todos unidos por una causa común, contra una enfermedad cruel y
dolorosa socialmente a la que es difícil presentarle cara sin que a alguien se
le escape una mirada de soslayo –sorprendida, triste, emocionada, apenada,
posiblemente incomprendida- al ver una mujer con pañuelo en la cabeza, y ayer
vi muchas, orgullosas, valientes, conocedoras de lo que han sufrido y de lo que
aún les queda por pasar con sus amigos, con sus familias, con ellas mismas. Todas
ellas caminaban unidas, dadas de la mano, apoyándose unas a las otras, porque
ellas sí saben qué es, de qué se trata, cómo lo viven y cómo lo sufren, a veces
en silencio, a veces compartiéndolo, pero siempre en constante lucha contra la
enfermedad y, en ocasiones, contra quienes son incapaces de comprenderlas. Una
a una fueron llegando a la meta, una meta que simboliza el ansiado final feliz al
que los que sufren esta enfermedad quieren llegar con todas sus fuerzas.
Algunas entraban solas, otras acompañadas de sus familiares, con sus hijos en
brazos o abrazadas a sus parejas. Todas llegaban sonrientes, felices,
emocionadas, las lágrimas caían libremente sin necesidad de esconderlas, sin
avergonzarse por manifestar sus sentimientos porque la lucha mereció la pena,
porque el sufrimiento quedó atrás y porque se saben ejemplo para quienes aún
tendrán que hacer esta dura marcha contra el cáncer de mama.
Rubén Cabecera Soriano.
Plasencia a 20 de octubre de 2013.